Olvídate de mí

El amor está en el cerebro

No sé cuántas veces he llegado a ver ¡Olvídate de mí! (Eternal Sunshine of the Spotless Mind, 2004). Sé que son muchas: no hasta el punto de obsesión de los fans de The Rocky Horror Picture Show (Jim Sharman, 1975), pero las suficientes como para que este film haya tenido una presencia importantísima dentro de mi vida. Primero, porque me permitió descubrir y explorar la (maravillosa) obra audiovisual de Michel Gondry. También porque me dejó reconciliarme con una figura de la que me había ido alejando a lo largo de los años, Jim Carrey —no conozco a ningún detractor suyo que no haya reconocido que aquí está magnífico—. Pero sobre todo, por la identificación que siento hacia lo que explica, ya que creo que hay pocas películas, por no decir ninguna, que hayan sido capaces de captar de forma tan profunda, tan sincera y tan auténtica el pathos de las relaciones sentimentales del siglo XXI.

Se ha incidido mucho en las deudas de su planteamiento con la narración desestructurada, también por una excusa científica, de Te amo, te amo (Je t’Aime, Je t’Aime, 1968), de Alain Resnais. No seré yo quien niegue que la influencia está ahí, como resulta aún más evidente en 5×2 (François Ozon, 2004) o 500 días juntos (500 Days of Summer; Marc Webb, 2009), pero hay que reconocerle a Gondry y a Kaufmann que saben llevarla a su terreno, dándole un giro que les permite transformar una historia de amor más o menos convencional en una exploración de los recovecos más profundos de la mente de su protagonista, que parece un paso más allá de lo mostrado en Cómo ser John Malkovich (Being John Malkovich; Spike Jonze, 1999). Su magnífica estructura de muñecas rusas no sólo les ayuda a alternar tres líneas narrativas distintas —el mundo real, la mente de Joel y el pasado de éste, recuperado en forma de fragmentos—, sino que además, y ahí está lo más interesante de la película, señala abiertamente la resonancia que Clementine tiene en la vida de su protagonista.

Y es que no hay que olvidar que la versión del personaje de Kate Winslet que aparece en su mente no es más que su idea sobre ella, el constructo que ha realizado en base a su experiencia compartida. Por eso allí tiene una actitud mucho más activa y más empática que en la vida real, más en sintonía con Joel, ya que se trata de la Clementine que él añora, de la que él está realmente enamorado —que no, ojo, la Clementine de verdad: la diferencia es fundamental—, y que ya no reconoce en la fría desconocida en la que la rutina le ha transformado. No es casual que, en el recorrido por su infancia, ella asuma un rol protector, de apoyo: lo que Gondry y Kaufmann nos están diciendo es que su héroe, como muchos hombres de nuestra época, se siente reforzado, justificado, impulsado, por la presencia de la mujer que ama. Nuestra generación ha aprendido a reconocer, a diferencia de la superioridad machista de la que han ido desembarazándose nuestros padres con el paso de los años, la dependencia que tenemos respecto a una figura femenina que complete nuestras existencias. Así pues, de lo que habla ¡Olvídate de mí! es de que, en los últimos tiempos, el hombre está intentando recolocar su masculinidad dentro de un marco social un poquito más igualitario, un pelín menos conservador.

La estructura circular del film es una de las mejores definiciones audiovisuales que se han hecho jamás de la conflictividad que se produce dentro de una relación de pareja. Otras películas recientes lo han intentado, como la ya mencionada 500 días de verano, o la también magnífica —y nunca lo bastante reivindicada— Alta fidelidad (High Fidelity; Stephen Frears, 2000), pero ninguna ha creado una metáfora tan vívida, tan auténtica. ¿Qué hay que pensar de su conclusión? ¿Que Joel y Clementine habrán aprendido de sus errores y su relación mejorará en el futuro? ¿O que, al contrario, el ciclo se repetirá y volverán a romper? Lo importante no es la respuesta, sino la incertidumbre. Porque ésa es la verdad sobre las relaciones, al menos tal y como las concebimos a día de hoy: que son inestables, incontrolables, y aunque uno intenta llevarlas adelante lo mejor posible, reducir los problemas del día a día al mínimo, hay demasiados factores implicados para lograrlo con facilidad. Al final, el secreto para mantener una relación a largo plazo no existe, sino que es una mezcla de suerte, química y capacidad de crecer y de regenerarse como pareja. Algo que es más fácil de decir que de lograr.