El retrato de Dorian Gray

Trazo grueso

La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Éstos se conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser el último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño
Jorge Luis Borges. El inmortal

Al margen del mito fáustico, o de la tradición del doppelgänger —y en especial de la influencia del William Wilson de Poe—, en El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, late la insensata fantasía de disponer de la posibilidad de borrar las huellas de la experiencia, la tentación de vivir sin que nos afecte. El retrato realizado a Dorian Gray funciona como higiénico receptáculo de sus acciones, como objeto que se responsabiliza de las consecuencias de las mismas. Con El retrato de Dorian Gray nos encontramos, pues, ante la historia de una doble pantalla, una pantalla aséptica al tiempo y sus estragos, a los acontecimientos de la vida, un cuerpo inamovible e imperturbable —Dorian Gray—, y una pantalla hipersensibilizada, que es la que los sufre, que somatiza el desgaste emocional de los reprobables actos del personaje —el retrato—. He aquí, tal vez, una vía probablemente fructífera para una adaptación actual de la novela de Wilde, que estuviera asentada en el paralelismo del relato y el medio que lo acoge, en la medida en que un verdadero artista habla en su obra, antes que de otra cosa, de su propio medio de expresión, una vía que nacería a partir de la reflexión acerca de un universo audiovisual contemporáneo que se debate entre la creación de asépticos mundos virtuales y otros aún permeables a las huellas de lo real —lo que no significa un cine que sea necesariamente realista—. Sin ir más lejos, ese componente autoconsciente  está presente en la novela de Wilde —aunque quisiera aclarar desde ya que no es una obra que admire especialmente, a pesar de que, sin querer parecerme, en ningún aspecto, a las cabras de Hitchcock, esta reciente adaptación engrandece su recuerdo—: una obra sobre la imposibilidad de capturar y preservar la belleza, en la vida y en el arte. Sin embargo, no es el caso, desde luego, de la película que nos despreocupa. Ésta se parece más a Dorian Gray que al retrato, un filme constituido por imágenes vistosas —presuntamente: la auténtica mediocridad visual de la película es desalentadora— y un alma muerta, si se me permite la paradoja.

Tampoco ayuda la labor interpretativa, prácticamente sin excepción insufrible. Y eso que en una adaptación de El retrato de Dorian Gray, la inexpresividad del intérprete del personaje principal —caso de Hurd Hartfield en la versión homónima que Albert Lewin dirigió en 1945 y de Ben Barnes en ésta de Oliver Parker— puede constituir una virtud a la hora de trasladar un personaje cuyo rostro permanece liberado de los efectos emocionales de los sucesos de su vida, definido por un gesto de sobrenatural indiferencia, pero incluso en esto la película es decepcionante, precisamente por los vanos intentos de Ben Barnes de ir en contra de sí mismo, en lugar de aceptar, con resignación e inteligencia, sus limitaciones en beneficio de la película. Tampoco resulta satisfactoria la interpretación de Lord Henry a cargo de Colin Firth, que como en la versión de Lewin —que conserva el prestigio de la rareza, relativa, pero que adolece de no pocas debilidades—, en donde es incorporado por George Sanders, resulta sumamente irritante, víctimas ambos de los riesgos de trasladar a la pantalla el estilo inconfundiblemente sarcástico de Wilde.

Curiosamente, la disminución de las trabas morales impuestas por la censura, que condicionaron tanto la escritura de la novela de Wilde como la película de Lewin, en esta nueva adaptación conducen a que la película aparezca como una versión enormemente pacata, insoportablemente moralista: en contraste con la mayor complejidad de ambos precedentes, básicamente el itinerario de degradación de Dorian Gray en esta nueva versión pasa casi exclusivamente por una vida de libertinaje que se contrapone a la alternativa del amor burgués de Dorian Gray, tanto con Sibil, al principio de ese itinerario, como con Emily, la hija de Lord Henry —personaje añadido a esta versión—, al final del mismo.

Oliver Parker transforma la historia de Dorian Gray en un relato de terror, o mejor, potencia un rasgo que ya estaba sugerido en el relato original, lo que no es reprochable de por sí, si no fuera por la vulgaridad, por la puesta en escena burdamente efectista, que incluso recurre a los habituales sustitos, con que Parker ha concebido su película. En su conclusión se exacerban estas características, en un final de traca, que busca la espectacularidad, el clímax dramático, y sólo encuentra el ridículo, momento, eso sí, en el que se desenmascara —literalmente— no sólo el personaje protagonista sino asimismo una película de pésimo gusto.