Villa Amalia

En dos tiempos

Hay varias cosas que resultan fascinantes en un filme como Villa Amalia. En un primer vistazo, podría parecer que la última película de Benoît Jacquot se acomodase en cierto academicismo de autor; algo que estoy convencido que muchos pensarán, si no están verdaderamente atentos a las evoluciones de lo que sucede en pantalla. En su desarrollo se suceden dos modos de filmar, de mirar, de enfrentarse al material, al entorno y a la producción, que se corresponden con la dualidad que propone el viaje físico y mental que acompañando la evolución del personaje encarnado por Isabelle Huppert (magistralmente, de nuevo, lo que quizá no ayude, por reiteración, a sortear ese temor al academicismo del que hablo) termina por conectar el trabajo de Jacquot con cierta tendencia impresionista actual.

Desaparecer

El filme comienza con una secuencia que remite tanto a un policíaco de la Warner como a las constantes penumbras y juegos espaciales de un filme de Douglas Sirk. En ella, Ann Hidden descubre que su marido le es infiel. Desde este momento la puesta en escena es limpia, clara, de filo cortante, ajustada a los ritmos  e impulsos de su personaje principal. Jacquot da probada muestra de poseer el pulso adecuado para el cambio de plano, para el detalle sugerido, para sortear el énfasis sentimental innecesario; lecciones, todas ellas, bien aprendidas por los autores post-nouvelle vague (los Garrel, Pialat, Doillon…), con los que además, comparte el gusto por hacer confluir conflictos sentimentales y existenciales en el mismo plano.

Lo interesante es que la densidad de las imágenes que propone Villa Amalia ayudan en todo momento a percibir las acciones de Ann no, como un mero impulso o rabieta de mujer despechada, sino como una necesaria y dolorosa revuelta interior que subterráneamente se ha ido gestando durante años. Todos hemos sentido en algún momento de nuestras vidas la necesidad, deseo o impulso de desaparecer, de retomar las cosas desde cero, de ser otros para tratar de ser, finalmente, de nuevo, nosotros mismos. El filme de Jacquot, a partir de la novela de Pascal Quignard, muestra que del impulso al hecho median multitud de pequeñas acciones cotidianas que requieren una fuerza de voluntad y valor encomiables para llevarlas a cabo: la huida se convierte así en un proceso de lento despojamiento (material y sentimental) antes que un repentino salto hacia delante.

Huppert

Saber que la voluntad de dar forma a un quinto filme en común entre actriz y cineasta precede al filme en sí mismo.

Rememorar, a través del rostro avejentado y frío que proponen actriz y director, el de una debutante Huppert paseándose por la costa normanda en La encajera (La dentellière. Claude Goretta, 1977); en un curioso efecto de reafirmación, de continuidad física, emocional, en todo lo que vemos.

Ver, durante cuarenta y cinco minutos, en Ann la confluencia de los gélidos personajes incorporados recientemente por la actriz para Haneke o Chabrol. Dejarnos sorprender, en los cuarenta y cinco restantes, por un trabajo interpretativo excepcional, por la capacidad de transformación que un sencillo corte de pelo o una elección de vestuario pueden lograr.

Aparecer

A partir del momento en que Ann deja atrás todos los lazos que la unen a su vida anterior las imágenes ganan en impresionismo y sensualidad. La película abandona la milimetrada y cortante puesta en escena anterior y se deja atrapar por el impresionismo, dejándose atrapar por el ritmo y colorido del paisaje mediterráneo (y aquí habría que hablar de otro estupendo trabajo de Caroline Champetier; ¿para cuándo un dossier sobre su filmografía?). Villa Amalia se abre entonces del mismo modo que su personaje, del exterior al interior. Cineasta, actriz y personaje vagabundean, exploran y finalmente «aparecen» reencontrándose a sí mismos, liberados de corsés.