Jean Eustache

Con motivo de los 100 números y meses de publicación, hemos elaborado un recorrido personal por los directores históricos y contemporáneos más importantes para nosotros: Cien miradas de cine, un libro colectivo del equipo de miradas.net, del cual este artículo es un avance

El tiempo atrapado

Retomemos por un momento aquella idea de Godard que sugería que algunos de los más grandes cineastas de la historia podrían haber destacado en otros oficios de no haberse dedicado al cine. Entre aventureros, periodistas y aviadores, el suizo concluía diciendo que Nicholas Ray era el cine. Nosotros podríamos tomar prestada por un momento esta idea y hacerla extensible, actualizada, a los nombres que componen esta lista de 100 cineastas que proponemos en Miradas de Cine. Es probable también que pudiésemos encontrar un oficio para cada uno de ellos, pero… ¿y Jean Eustache? ¿Qué sucede con el cineasta de Pessac? ¿Deberíamos hacer caso de sus propias palabras cuando decía que en ocasiones se veía más como un novelista antes que como un cineasta? Aunque lo literario tenga un peso importante en su cine, lo cierto es que parece difícil imaginarle como otra cosa distinta a la que fue. El cine impregnaba su ser, de él se sirvió para trazar su biografía, y quizá, fuese el cine —como llegó a afirmar Phillipe Garrel— el causante de su muerte. Sus mentores fueron los jóvenes turcos de Cahiers, que le obligaron a pensar, pero, a diferencia de aquellos, la nueva generación (el propio Eustache, Garrel, Pialat…) guardará su cinefilia en el interior, como una herida espiritual: conocer la belleza y saber de la imposibilidad de recuperarla. Eso sí, quizá en su acepción de cineasta cabría algún matiz significante; Eustache sería más bien un artesano-cineasta, «para bodas y banquetes» como le gustaba decir; sin ironía, con humildad.

Baste regresar entonces a las imágenes del díptico formado por La Rosière de Pessac (1968/1979) filmadas con una década de diferencia entre ellas. Allí, Eustache regresa a provincias, en pleno revuelo del sesenta y ocho francés, para filmar con distanciada objetividad un rito popular de origen medieval. Algo tan banal (y reaccionario) como la elección anual de una doncella virtuosa de la población ocupa por completo el desarrollo del filme. Pero no debemos entrar en sus imágenes esperando algún tipo de comentario irónico u oculta moraleja por parte de su director; en caso contrario la tozuda sucesión de imágenes nos expulsará del filme tarde o temprano. Allá donde otros otorgan sentido al discurso conforme a sus intereses mediante habilidades de yuxtaposición, comentario o planificación, Eustache renuncia conscientemente a todo aquello que muchos se empeñan en perseguir, eso que solemos llamar «la mirada propia» limitándose (sic) a observar con ojos respetuosos y despiertos la realidad que le rodea —en este mismo sentido optará por la bicefalia en la dirección de Le cochon (1970), tratando de borrar toda huella o intencionalidad en sus imágenes—. Su voluntad más preciada será entonces registrar, dar fe: «El papel del autor en el cine debe ser un papel de no intervención; es lo contrario del autor dramático, que inventa… Para mí, el autor en el cine debe estar allí para que el poder no sea tomado por los demás, pero no para que él imponga su voluntad». Una declaración de principios que conecta al cineasta con el origen mismo del cinematógrafo y las primeras imágenes (construidas, no inventadas) tomadas por los operadores Lumiére; una conexión que puede apreciarse con claridad en la construcción de filmes como los anteriormente mencionados o Número Zéro (1971), pero también en la complejidad del punto de vista adoptado en Une sale histoire (1977), Le Jardin des délices de Jérôme Bosch (1980) u Offre d’emploi (1980). Así, cuando regrese a Pessac en 1979 para filmar de nuevo la fiesta de La Rosière, Eustache capturará en sus imágenes no otra cosa que el paso del tiempo, la inmóvil evolución de las tradiciones, de los cambios que operan en la superficie: ropajes, colores, espacios, y que le llevarán a lamentar que alguien, antes que él, no hubiese filmado esas mismas imágenes décadas atrás, durante la ocupación alemana o antes incluso del estallido de las grandes guerras.

¿Qué sucede entonces con las ficciones más puras, aquellas por las que el cineasta de Pessac es habitualmente recordado? Para entrar en ello debemos hacer de nuevo un alto en el camino. Cuando Eustache sitúa su cámara ante Odette Robert, su propia abuela, en 1971 y filma sin cortes [1] las dos horas que componen originalmente Número Zéro [2], lo hace con el propósito de preservar en celuloide un rostro y una voz, pero sobre todo un testimonio y un tiempo. El testimonio será el espacio de la propia biografía, la historia familiar —la película surge de la necesidad de preservar ésta como legado para su hijo Boris—. No hay lugar para la gran Historia, para la revelación, pero al mismo tiempo, por el mero hecho de imprimirse en celuloide, todo deviene Histórico (en el mismo sentido en que lo hacen las imágenes Lumiére de un tren llegando puntualmente a su estación o de un grupo de obreros saliendo de la fábrica tras una jornada de trabajo). Es en éste deslizamiento de lo general a lo particular en el que la objetividad del artesano y la subjetividad del poeta comienzan a fundirse, sirviéndose de la cámara como el arqueólogo de su instrumental para sacar a la luz, analizar y preservar. Es posible que nadie más que el propio cineasta pudiera abarcar por completo el significado emocional de ese rostro y ese relato concreto, recogido al calor de un whisky y unos cigarrillos, pero es de ese mismo instante de confluencia del que surge una irrenunciable necesidad, aquella que pasa por atrapar el tiempo en imagen. La imagen se revela entonces testimonio de todo aquello que permanece en off. Y quizá sea por este camino, el de la imbricación de la necesidad íntima y el deseo de dejar constancia de un tiempo, por el que llegaremos entonces a La maman et la putain (1973) —filmada no por casualidad inmediatamente después de Número Zéro—, donde lo biográfico y lo relatado se unen hasta no conformar más que un todo indisoluble.

Podemos estar tentados entonces de leer las ficciones de Jean Eustache como el recorrido biográfico del joven autodidacta que se traslada a vivir a París, donde hacen aparición los cines, los bulevares y los cafés —«No hay un futuro que esperar ni un lugar adonde ir; hay cafés»—. Comenzaríamos entonces con Mes petites amoureuses (1974) asistiendo al paso a la madurez del joven Daniel y cómo, en él, los estertores de una mentalidad inocente, sentimental y romántica se enfrentan por primera vez a su absoluta negación y descreimiento. Llega después la amarga juventud en provincias, la precariedad económica y sentimental de Les Mauvaises Frequentations (1963) yLe Père Noël a les yeux bleus (1966). Pequeños relatos de itinerarios morales á la Rohmer pero en los que se suprime toda consecuencia reflexiva por parte de sus personajes. En la primera de ellas, lejos de ser la pareja de amigos quienes den por clausurada su jornada de aventuras, será el cineasta quien los deje marchar, cantando por las calles dispuestos a continuar la fiesta en un burdel. Los personajes de Eustache poseen la dureza y melancolía del provinciano, con las tentaciones de la capital, observarán con una mezcla de envidia y desprecio a burgueses e intelectuales, pero abandonando toda esperanza, toda creencia en sí mismos, abordados por un exacerbado nihilismo. Será así, con éste bagaje, como lleguemos a la resaca post mayo 68 en la que la política pasará a ser un elemento más de la vivencia individual y sentimental en La maman et la putain. Todo se revela entonces gris, bello y triste, como recuerda Michel, en uno de los excepcionales monólogos que componen el cuerpo del filme, «en esas horas del amanecer en las que confluyen en las barras de los bares los trasnochadores, los solitarios y los obreros dirigiéndose al trabajo». La única conclusión posible será la entrega absoluta, temerosa y vacilante, al amor, una arcada violenta que sobreviene en el instante decisivo, cuando se han acabado todas las palabras.

Pero continuar de este modo, separando las ficciones de los documentales, tan sólo nos conduciría a dejar atrás mucho más de lo que creemos. Para ver completamente a Jean Eustache agazapado tras sus imágenes [3] deberíamos unir todos sus filmes e, intercalando unos con otros, trazar esa línea vital comenzando por la historia familiar en Número Zéro —como señala certera la abuela del cineasta, «si hay que empezar por alguna parte, empecemos por el principio»—, pasando al espectral recuerdo del lugar de la infancia capturado entre las imágenes de La Rosière de Pessac, abrazando la dolorosa adolescencia en Mes petites amoureuses y seguir así el itinerario del desencanto hasta La maman et la putain. Es en este deseo de anotar, de ver y reconstruir lo vivido, de atrapar el (propio) tiempo en una imagen, en el que parece que el único compañero de viaje posible para Jean Eustache sea Jonas Mekas. Ambos atacados por una misma pulsión enfermiza por registrar, por atrapar en el tiempo y que por caminos bien distintos los conduce a ambos a un cierto estado de primitivismo, de pureza.

Quizá no podamos contar a Jean Eustache entre ese puñado de cineastas decisivos para la historia del medio, mucho menos para la gran Historia. Ni falta que hace. Aunque en sus películas haya abrazado complejas estructuras de representación no se recordará por ser un creador de nuevas formas —es casi un reaccionario en este sentido— y los caminos transitados por su cine probablemente tan sólo le hayan servido a él mismo. Pero qué importa. Su cine, formado por grandes bloques de rotundidad escultórica y pétrea, hace pensar en una de esas amistades que se pierden en la oscuridad del recuerdo, forjadas en noches de insomnio y excitación juvenil; a confesiones expresadas a media voz durante un paseo de tarde, en alguna ciudad de provincias. Vivencias/imágenes que se contienen en formas tan puras que permanecen intactas a pesar de los años y las distancias, unidas por lazos invisibles a nuestros pasos. ¿Alguien da más?


[1] Eustache dispuso dos cámaras de 16mm situadas en paralelo —una en plano medio y la otra en primer plano— para filmar en continuidad el testimonio de su abuela sin tener que interrumpir el relato para cambiar de bobina.

[2] Número Zéro, de 120 minutos de duración, será el origen de Odette Robert, versión acortada y remontada a partir de ésta en 1980 para la serie de televisión Grands-mères.

[3] Como en ese precioso momento recogido de entre las imágenes de Le Cochon, mostrado por el filme de Ángel Díez La peine perdue de Jean Eustache (1997).