Pesadilla en Elm Street (El origen)

¡A lo loco y con la cara del otro!

En 1984, el cineasta  estadounidense, Wes Craven, filmaba la emblemática Pesadilla en Elm street (A Nightmare on Elm Street), que con el tiempo se convertiría en todo un icono del cine de terror contemporáneo. Aferrado a un presupuesto exiguo, pero armado de desbordante imaginación, el hasta entonces mediocre responsable de despropósitos como Las colinas tienen ojos (The hills have eyes, 1977) o La última casa a la izquierda (The last house on the left, 1972), supo reescribir brillantemente el mito del hombre del saco, contextualizándolo a la perfección en la mítica de la década, utilizando además un elemento tan sugestivo como el mundo de los sueños como desencadenante del horror. Con esta modesta producción, Craven  consiguió inaugurar una de las más famosas (y longevas) sagas de terror de los últimos años, progresivamente mediocre, hasta el punto de la auto parodia más chapucera, imponiendo, a golpe de cuchillas, en la imaginería colectiva al personaje de Freddy Krueger,  el más carismático de todos los psycho killer de los ochenta. Encarnado siempre por Robert Englund, oscuro actor relativamente popular entre el público, por aquel entonces, por su encarnación del lagarto bueno Willie de  la serie V (1984/1985), y a día de hoy un verdadero mini mito del género, el implacable Freddy pasó a formar parte de nuestros terrores, convirtiéndose en uno de los personajes más populares de aquellos años. Al igual que El exorcista (The exorcist, William Friedkin, 1973) o La matanza de Texas (The texas Chain saw massacre, Tobe Hooper, 1974), la primera Pesadilla continúa produciendo desasosiego, auténtico miedo, al espectador gracias a su particular atmósfera y a la aparente simplicidad de su planteamiento. Por tanto, teniendo en cuenta que estamos hablando de un film que pese a que tiene más de veinte  años sigue funcionando sin problemas, incluso entre la audiencia adolescente (que en última instancia podría justificar una nueva vuelta de tuerca, frente a un hipotético envejecimiento del original), ¿qué sentido tiene un remake mimético que no ofrece nada nuevo, al menos mínimamente reseñable? Pues en realidad ninguno, si exceptuamos la posibilidad de que Mr. Michael Bay, como productor, pueda abultar un poco más sus arcas, después de sus irrisorias versiones de las andanzas de Leatherface o Jason Voorhees.

El film resultante, tan malo como era previsible, con todo, intenta devolver al personaje la seriedad que a lo largo de las inenarrables secuelas había ido dejando de lado, convirtiéndose en un ejemplo excelente para observar los lugares por los que transita el actual cine de horror de los grandes estudios, pese a que sea de agradecer que no se recree con las crispantes dosis del porno gore más adocenado, tan común en este de tipo de subproducto. Mucha sangre, mucho susto de catálogo, y una acumulación de sinsentidos e incoherencias que a fin de sorprender en todo momento al respetable, pululan a sus anchas en una narración realizada con el piloto automático por un realizador (o así) que está más pendiente de los golpes de efecto y los lugares comunes más acomodaticios que de la construcción de una película con la suficiente entidad. La película de Samuel Bayer es irritantemente contemporánea en su construcción, aunque por fortuna se aparta, al menos parcialmente, del peor video clip de la MTV, y está plagada de los insustanciales físicos clónicos adolescentes de la saga Crepúsculo y similares, entre los que no podía faltar el imprescindible outsider romántico,  interpretando, por momentos, en una trama tan estúpida como impresentable, a personajes que parecen sufrir, teniendo en cuenta sus comportamientos y reacciones, graves deficiencias mentales.

La nueva entrega de Pesadilla tiene sus únicos elementos reseñables en la encarnación que del chistoso ogro efectúa, relevando sorprendentemente al sempiterno Englund, el siempre inquietante Jackie Earle Haley, comprensiblemente despistado y apático ante semejante despliegue de incompetencia profesional, y en la teórica intención de reconducir la saga al terreno más serio y terrorífico de la primera entrega. La obsesiva necesidad de sus responsables, sin embargo, por conectar con un público nada exigente, ávido del entretenimiento más superfluo, y su ineptitud o cobardía hacia la lógica y necesidades narrativas arrojan un saldo lamentable. Y es que esta nueva película no es más que un rápido lavado de cara al film de 1984, secuencias completas fotocopiadas incluidas, para conectar con una audiencia que una vez finalizada la proyección  la olvidará inmediatamente.

Este título demuestra una vez más, de forma implacable, la incapacidad del nuevo Hollywood para crear nuevos mitos o reformular los ya existentes, a los que lleva años sobre explotando en aburridos proyectos que dos décadas antes no hubieran pasado de la mesa de la clásica secretaria del productor de turno, partiendo de un planteamiento cinematográfico inexistente que trata de camuflar su inoperancia refugiándose en los peores trucos televisivos o publicitarios. La idea no es mala, admitámoslo, la publicidad lleva años convenciéndonos de que debemos consumir artículos que no necesitamos para nada. ¿Por qué los mediocres carroñeros de Hollywood no van a recurrir a la misma táctica para vendernos su cortina de humo?