Film socialisme

¡Evidentemente, monsieur Godard!

El conjunto Histoire(s) du cinema (1988-1998) supone uno de los puntos de inflexión más importantes de toda la obra de Jean-Luc Godard. A lo largo de diferentes capítulos, el cineasta reflexiona, utilizando innumerables imágenes y sonidos ajenos, sobre la historia del cine y su propia singladura, sin desdeñar su característico pensamiento político. Esta obra esencial en su filmografía marca todas las demás producciones que aborda a continuación. Por eso, filmes como The Old Place (2000) o Liberté et patrie (2002), parecen ramificaciones, muchas veces imperfectas, o incluso (re)interpretaciones, de todos los hallazgos planteados en su particular historia del cine. Su nuevo largometraje, Film socialisme, sigue en parte ese camino,  mientras, también, continúa explorando los aciertos surgidos en sus anteriores piezas más cercanas a la ficción, Elogio del amor  (Éloge de l´amour, 2001) y Nuestra música (Notre musique, 2004).

Sin embargo, el discurso godardiano parece estancado en sí mismo, y en la construcción de su nueva obra  sólo se aprecia un patético embelesamiento conceptual. El senil Godard parece enamorado de sus imágenes y discurso, y sin la menor capacidad para construir una mínima tesis, que sostenga su trabajo, se limita a escupir ideas y citas  sin concretar nada en absoluto. No es este Film socialisme, una película mucho peor que las anteriores. El cineasta sigue fiel a su mirada y a su particular concepción del arte cinematográfico. Sus reflexiones sobre lo humano, el cine, la memoria o la política son constantes en su filmografía desde los años sesenta. El problema es que su sermón y su forma de ilustrarlo cada vez resultan más caprichosos y necios.

El mejor resumen que se puede hacer de esta realización es que Godard ha construido el filme más cómodo para los godardianos más convencidos. Y es que el último título del autor de Pierrot el loco (Pierrot le fou, 1965) no está demasiado lejos de la mediocre Conocerás al hombre de tus sueños (You will meet a tall dark stranger, Woody Allen, 2010). Godard y Allen, parecen dos autores incapaces de asumir riesgos y salirse de los lugares más trillados y despreocupados por los que sus trabajos transitan. Ambos en su vejez están firmando una serie de películas más propias de sus admiradores más rendidos que de su presunta madurez intelectual. Todos los personajes, situaciones o propósitos no son más que la involuntaria caricatura de su mejor cine. Godard continúa componiendo sus cuadros como si estuviera filmando en 1967 La chinoise, y sus actores siguen declamando con el mismo tono entre reflexivo,  hermético y cansino de los últimos cuarenta años. El problema, incluso si apuramos, no es que no hayan nuevas ideas o resoluciones, el inconveniente es que éstas se plasman cada vez peor. El cineasta sigue empeñado en hablarnos de  revolución, de Europa, de poesía, como si todavía estuviera en los setenta. El collage que trata de conformar es en apariencia brillante y complejo pero significa tan poco como la acumulación de pretenciosas citas y referencias, lanzadas al espectador sin ningún tipo de escrúpulo o criterio.

Tan sólo de los cien minutos de metraje se pueden rescatar, y con muchas reservas, los diez que corresponden al último episodio, Nos humanités. Los dos restantes, Des choses comme ça y Notre Europe son repetitivos e insufribles respectivamente. En el último fragmento, por fortuna, el director vuelve a demostrar su habilidad en la mesa de montaje, para, apropiándose de diferentes materiales, organizar su personal estudio sobre la memoria de seis importantes ciudades. A pesar, de la saturación de lugares comunes y un texto que por su pretendida rotundidad y solemnidad se queda a medio camino de todo, este último movimiento desprende una rara poesía con una singular emotividad frente al pasado. Las (re)construidas imágenes que lo componen, y que pertenecen a noticiarios, ficciones o documentales, forman una hermosa partitura imperfecta que remite a los momentos más bellos de Histoire(s) du cinema, con su inconfundible ritmo desgarrador. No obstante, Godard es incapaz de sacar el máximo partido de su pintura y una vez más demuestra que sigue siendo, pese a su brillantez, un alumno de Chris Marker. Y es que, la obra de Jean-Luc Godard en los últimos quince años ha intentado un sugestivo diálogo con la mirada de ese escurridizo gato callejero que sigue siendo Marker a sus ya casi noventa años. Godard, sin embargo, asumiendo que es el más poeta entre los poetas, el más reflexivo entre los reflexivos y el más artista entre los artistas, se deja llevar por su inevitable vanidad, cayendo en la más absoluta simpleza,  frente al discurso mucho más elaborado y profundo del autor de Chats perches (2004). En los filmes de Chris Marker continuamos viendo un auténtico compromiso político, artístico y humano, firme y consecuente, lejos de los espectáculos dogmáticos orquestados por Godard, al que su viejo compañero François Truffaut definió con brillantez a principios de los setenta como la Ursula Andress de la militancia.

El viejo Jean-Luc sigue tan narcisista como siempre. Continúa siendo amante de las grandes palabras y los gestos efectistas. Su obra es una de las más apasionantes e influyentes de la segunda mitad del siglo XX y muchas de sus películas son imprescindibles para comprender el cine contemporáneo. Pero el cineasta en su búsqueda de libertad, no se da cuenta de que está atrapado irremediablemente por su propio personaje. El autor de Histoire(s) du cinema, que quizá sea la pieza fílmica fundamental para abordar el siglo XXI, no debería olvidar que como el crucero de su película,  que parece viajar firme y seguro, hace mucho que ha perdido el rumbo.