Satan was a Lady

Últimos días del 2010. Paso unas noches en el piso de Violeta porque se siente sola, o al menos algo parecido lleva diciendo desde septiembre. Estas fechas suelen deprimirla, por mucho que le traigan a la memoria títulos tan gratificantes como You Better Watch Out (Lewis Jackson, 1980) o Historias de Navidad (A Christmas Story. Bob Clark, 1983). A mí, su necesidad me permite un descanso, un paréntesis en el curso de la dinámica de Sainz de Baranda. Según Nico, Violeta tiene las curvas de Bárbara Carrera, los pómulos de Haji, la barbilla de PJ Soles y la sonrisita maliciosa de Annie Sprinkle. Desde mi punto de vista, sólo acierta en esto último y con matices. El piso de Violeta conserva un orden que sólo ella entiende. A mí me gusta estar allí porque me recuerda al caos organizado de mi etapa de colegio mayor. También me gusta estar allí por ella, claro.

Saltamos a la noche del 28. Hemos pasado todo el día encerrados, leyendo entrevistas antiguas, elucubrando proyectos imposibles, durmiéndonos el uno en el hombro o en el regazo del otro, desmontando teorías ajenas, preparándonos micheladas y batidos de proteínas, devorando pipas sobre el sofá y revisando películas de Jerry Lewis, Rafael Romero Marchent, Glauber Rocha y Andy Milligan. Violeta se encuentra embutida en un pijama rojo y verde bastante psicodélico y punteado de caritas sonrientes. Va descalza, las uñas sin pintar, y con un par de collares africanos al cuello. Estamos en su habitación, sobre su cama, y en el televisor fluyen unas secuencias adicionales de Going Bananas (Davidson, 1987). Las imágenes no tienen desperdicio, pero aún así a veces se nos va el santo al cielo y divagamos. Hablamos de nosotros y de la carrera americana de Boaz Davidson. Y luego otro poco de nosotros. Y otra vez del pobre Boaz y otra vez de nosotros, que también nos sentimos desdichados. Hablamos un poco más de nosotros y cuando se produce un silencio incómodo y parece que vamos a juntarnos un poco más, para besarnos, nos da por hablar de Annie Sprinkle. El cine invisible y el sexo son incompatibles la mayor parte del tiempo.

A Violeta Annie la enternece una barbaridad. Solo con pensar en ella, vive una comunión personal, casi mística. Yo la acaricio y le digo que creo que es una de las primeras divas del porno capaces de combinar sentido del humor y carisma humano. Ella me corrige, como casi siempre. Me habla de la vis cómica de Ginger Lynn y de Veronica Hart, y de Sharon Mitchell. ¡Cómo para criticar a Mitchell delante de Violeta! Vale, concedo, lo que tenía Sprinkle era una especie de candidez provocadora. Por eso no es extraño que llegara a ser la reina de las performances, haciendo humor y representación artística de su historia personal, lo que es lo más parecido a ser una terrorista dentro de los circuitos socialmente aceptados. Claro, dice o piensa Violeta, pero eso es demasiado obvio. Annie, vuelve a corregirme, como muchas de las actrices hardcore de aquella época, empezó en la prostitución, pero su avallasadora inquietud le valió para dar el salto a la interpretación, y de ahí a la escritura, a la edición, al monologo, al humor y mas allá. “Es muy fácil”, puntualiza, “tachar de provocador a alguien que solamente necesita volar sin ataduras”.

Así de exigente es Violeta para todo. Siempre espera que cada palabra que digas descubra una galaxia desconocida. No siempre puedes estar a su altura. Me pregunto si Annie, en su vida personal, sería igual de rigurosa con las conversaciones con sus amantes. Y a todo esto, Violeta se descubre, porque ya estábamos tapados, tan ricamente, con su colcha de felpa, y tras rebuscar un ratito en sus estanterías, entre muñecos de plástico, botellitas, comics de tacto áspero y tochos incunables, da con una vieja cinta vhs grabada de televisión y la coloca en su aparato de vídeo (exacto, Violeta es de las pocas chicas de Madrid que continúan teniendo vídeo… y colección de VHS y BETA). Mientras rebobina, me embajono un poco. Precisamente, y por una vez, ver una película, no era lo que más deseaba en este momento. Meteórica, disparatada y aún en pijama, Violeta comienza su presentación de rodillas sobre la cama. Sus palabras surgen aceleradas e inconexas de entre sus labios. ¿Está tratando de imitarme? Puede ser.

Me anima un poco descubrir que la película que vamos a ver es un porno de los setenta. Pero recapacito enseguida. No, Violeta, a los chicos de Miradas no les va a molar demasiado la idea. Cine invisible tiene que instruir un poco, ese es el objetivo. No podemos hablar de porno sólo porque sea 28 de diciembre y a ti te apetezca, quiero decir, a nosotros nos apetezca ver una porno para ponernos a tono. El rostro de Violeta es de clarísima desaprobación. Rápidamente me corrige: ella no pretendía ver una porno para ponerse a tono, porque ella ya está a tono siempre. Y ninguna película necesita ser pornográfica, ni siquiera tratar de sexo, para ponerla así.

—Claro que sí, Violeta. Mensaje captado.

El nombre de Doris Wishman me tranquiliza un tanto. Vale, no haremos lo que me gustaría hacer, no profundizaremos en esa intimidad tan propicia que parecía cantada —al menos, hoy no—, pero disfrutaremos de una película interesante y yo podré irme a casa con un buen material para construir un artículo decente. Doris Wishman, a pesar de ser una de las pocas mujeres directoras dentro del microcosmos de la serie B, nunca ha estado sobrevalorada. Es más, su obra, más allá de lo anecdótico, continúa siendo un estimulante lodazal donde profundizar y refocilarse. Violeta me enseña un ejemplar del mítico Incredibly strange films (Research. V. Vale y Andrea Juno, eds.) que ya conozco, donde se le hace una entrevista reivindicativa en profundidad. Me subraya la parte donde se hace hincapié en su indiscutible autoría: menos el montaje, la buena de Doris controlaba todo el proceso de cada una de sus producciones. El hecho de que algunos modernos malinformados la hayan convertido en un icono, sobre todo en virtud de sus películas con Chesty Morgan, y de que algunas feministas peor aconsejadas hayan hecho de su nombre sinónimo de emancipación genérica, no debería despistarnos de una realidad aplastante: todo en la obra de Doris Wishman transpira decadencia, agonía, incomodidad y sordidez. Anticipo que los principales tiros de la presentación y defensa de Violeta van a ir precisamente por ahí. («No quería líos románticos. Me gustaba el sexo en estado puro. Ya sabes: un tío, dos tíos, cinco tíos. Nada de mujeres por aquel entonces: solo chicos. Como mi madre era tan intensa, no quería relacionarme con mujeres, porque siempre tenía la impresión de estar siendo juzgada por ellas. Mi padre era mucho más dulce, de modo que me sentí atraída por los hombres. Con los hombres me sentía a salvo. Me sentía muy amenazada por las mujeres, a menos que fueran prostitutas». Palabras de Annie.)

Tras una serie de rayas borrosas que arreglamos por medio del tracking, comienza la película y todo es bastante previsible. Un porno setentero más, con algo de encanto camp pero del montón, por mucho que tras las cámaras esté la señora o señorita Doris Wishman. Distingo a dos treintañeras desarregladas y muy parecidas, en diversos polvos sucios con unos cuantos amantes muy de andar por casa. Creo que son hermanas o algo así porque viven con una mujer mayor que hace el papel de madre. Concluyo que es su madre, aunque parece tener su misma edad, porque lleva una peluca de pelambrera blanca y a veces les echa la bronca por sus trastadas. «La mejor medicina para la falta de sexo es el sexo. Y también, propagar la idea de qué es realmente el sexo, y hacer cosas sexies durante todo el día; empezar apreciando las cosas sexies que ocurren, y siendo sexual en pequeños momentos o instantes… Y así todo va construyéndose poco a poco, con cuidado, sin prisas…» (Palabras de Annie).

Enredado entre las sábanas, comienzan mis miradas de incomodidad  dirigidas a Violeta que contempla orgullosa y emocionada todo lo que pasa en pantalla desde una esquinita de la cama. A ver, por si no queda claro: no tengo nada en contra del porno de los setenta. Pero mira que habría sido bonito escribir algo sobre Chuck Vincent, e invocar en esta sección el espíritu de las maravillosas y arriesgadísimas Roomates (1981) o Games Women Play (1981), o incluso el de la divertida Bang Bang You Got it (1976), donde también hacía una pequeña aparición la Sprinkle. O analizar pormenorizadamente las fantásticas The Opening of Misty Bethoveen (1976) o The Image (1975), ambas de Henry Paris (o Radley Metzger), o incluso recurrir a algunos viejos y sucios títulos de Joe Sarno o a las etapas hardcore de Ed Wood y Ray Dennis Steckler. Pero no. Violeta seguía empeñada en que sacara oro de las imágenes de Satan was a Lady, o al menos eso indicaban las miraditas de felicidad y entusiasmo que me lanzaba a cada rato. («Ahora la gente sabe dónde está el clítoris. Las mujeres son mucho más orgásmicas y tienen mucha más libertad. Puedes imaginarte que con toda esta información las cosas pueden cambiar muy rápido, a cada poco tiempo. En treinta años, el sexo será muy diferente». Palabras de Annie).

Continúo, a regañadientes, el visionado de la cosa. Llegamos a una escena de cierta parafernalia sadomasoquista. Bostezo y me revuelvo en mi gurruño de sábanas. Tengo los pies fríos. La chica de la pantalla es Annie, eso seguro. Pinta más viciosilla que la otra, no sé si lo he dicho ya. El chico malencarado y desaseado, muy setentero, la coloca en una especie de potro de tortura, con las piernas en alto. La escena se alarga más de la cuenta y tampoco es demasiado perturbadora. Ni demasiado ni un poco, más bien. («Dios para mí era un pene». Palabras de Annie.)

Me decido a hablar, a atacar el soporífero convencionalismo de la peliculita. Violeta me replica con furia, casi al punto:

—Tan mala no puede ser si Miss Wishman la rehizo en los noventa. Eso quiere decir que le tenía mucho cariño, que la consideraba una pieza clave de su obra.

—No, lo de los noventa no es un remake. Eso sólo nos dice que le tenía cariño al título. Y el título está muy bien, no tengo nada en contra del título.

Más escenas de relleno entre un polvo y siguiente. Estiro los brazos y aguardo en vano la aparición de una chispa de ingenio y brillantez que rara vez tiene lugar. Las escenas de transición son feas y poco graciosas. Largos planos de la protagonista dando vueltas por el parque, mirando a los patos en el estanque, con una espantosa aunque movidilla música de acompañamiento.

Violeta contraataca, la parte de arriba del pijama se le descuelga sin aparente premeditación y su hombro derecho queda al descubierto:

—Doris Wishman, como tú muy bien dices: la sordidez y la decadencia. Incluso los científicos de Nude on the Moon (1961) daban pena, perdidos en ese planeta de mujeres que, por si fuera poco, tampoco parecían estar muy contentas que digamos. Haz el ejercicio de comparar esta película con Dos nacos en el planeta de las mujeres (Alberto Caballo Rojas, 1991). ¿No es curioso hasta qué punto lo que es gracioso para unos puede ser serio, incluso trágico, para otras? Y Bad Girls to Hell (1965) más que una obra ejemplarizante, como lo son muchas de otras fábulas de la época, es una historia desesperada. No hace falta que te recuerde cualquier imagen de Chesty Morgan en la brutal Deadly Weapons (1974)… tú mismo no paras de decir, con unas copas, que es el sexploitation más triste del mundo.

—Y quizá lo sea, Violeta. Y también había secuencias bastante patéticas e incómodas de ver en Double Agent 73 (1974). Pero defender esto me parece elitista y excesivo. Los haters se me van a echar encima otra vez y no estoy muy para haters últimamente. Además, no veo donde encuentras tú la autenticidad en este barullo. Tu querida Annie aparece en créditos como Annie Sands. Y Doris firma el trabajo como Kenyon Wintel, que, por si fuera poco, es ¡es un nombre de tío!

Desconozco cómo será el otro pornete filmado por estos años por la parejita de Doris y Annie, Come With me my Love (1976), también conocida por el mucho más divertido título de The Haunted Pussy. Por lo que he oído y me ocupo de recordarle a Violeta, en ella hay bastante más argumento y están presentes varias de las constantes de la Wishman, aunque también aparece firmada con un seudónimo.

Violeta, enfurruñada y casi histérica, se pone en pie violentamente. El suelo retumba y la película continúa, de fondo.

—¡Pero cómo puedes decir tantas tonterías! ¡El seudónimo es algo muy habitual en el porno, y tú lo sabes! No tiene nada que ver con sentirse orgulloso del resultado. Y Doris Wishman además era una mujer. Que sus películas se vendan mejor ahora por este detalle no quiere decir que ocurriera lo mismo durante los setenta. Y para tu información muchas de las películas más recordadas de Doris Wishman, como Nude on the Moon, también aparecían firmadas por falsos hombres. ¡Imbécil!

¿Cómo hemos podido llegar a esto? ¿En qué momento tomamos el camino equivocado?

Para no prestar más atención a Violeta, viendo como me calentaba calentándose o como se calentaba calentándome, pego los ojos a la pantalla. Satan was a Lady ya está terminando, y justo en este momento, perdidas ya todas las posibilidades con la chica, presto más atención que nunca al desarrollo de la trama. Doris Wishman ha dejado lo más interesante para el final. En los últimos diez minutos, todo arrebujado y apelotonado, hay rivalidades familiares, tensión, peleas, una muerte, espíritus, apariciones, conspiraciones, un polvo psicodélico muy de la época que me recordó a algunas de las últimas películas de Jess Franco (especialmente Paula-Paula —2010— y Vampire Blues —1999) y una explicación embarullada y muy traída por los pelos, aunque entrañable en su estropicio.

El plano final, dentro de lo impersonal y desapasionado del conjunto, es pasablemente inquietante.

—Espero que Come with me, my Love sea mejor que este sindiós…

—¡Basta con que no la vea contigo para que sea mejor! —me aúlla Violeta. Todo parece indicar no se le ha pasado el cabreo.

Intento poner los ojos en blanco mientras me tapo con la colcha pero no cuela.

—¡No, no, tú no duermes aquí! ¿Qué te has creído, hijo de perra?

Me levanto como activado por un resorte. Apresuradamente, me pongo los calcetines, la camisa térmica, los pantalones. Recojo mi mochila después de meter algunos vídeos en ella. Y agarro la puerta, no sin antes, ay, soltarle a Violeta que creo que Doris Wishman está sobrevalorada.

—¿Qué? ¿He entendido bien? ¡Si empezaste este articulo escribiendo justamente lo contrario!

El aire que recorría el perímetro del pisito de Violeta ya se había vuelto irrespirable.

—Lo que has oído. Incluso Deadly Weapons está llena de tiempos muertos y desatinos. Esa decadencia sórdida no es más que puro feísmo de carambola. Esta película me lo ha demostrado. Le quitas a Chesty Morgan o una historia con la que epatar y no queda nada de la Wishman. Ni siquiera la Sprinkle la salva. ¿Y por qué no hablamos ahora un ratito de A Night to Dismember (1983)? Sí, tú dirás que conserva un cierto encanto, pero el mismo encanto de un corto que haya dirigido a tientas tu primo subnormal.

Violeta me cruza la cara y me empuja escaleras abajo. Lo peor de todo es que efectivamente tiene un primo con síndrome de Down. No ha sido un buen ejemplo.

Mientras recompongo mis restos en el descansillo, me vienen en la cabeza algunos recuerdos de la noche anterior, con Violeta con un vestido verde ceñido, pierna arriba, pierna abajo, balanceándose en el taburete, oliendo a naranjas y pimplándose los martinis de dos en dos y de tres en cuatro. Promesas al vuelo, fogonazos de escote, juego de complicidades al descubierto, primero bebiendo en un antro de la Cava Baja, luego bailando en la fosa común de una discoteca del centro, finalmente retorciendo el paso entre Gran Vía, la glorieta de Bilbao y la calle Toledo. Retazos de citas de Curtis Harrington, taglines de Russ Meyer, diálogos de David DeCoteau, fotos y posters de Mamie Van Doren. Y entonces todo se mezcla otra vez con las imágenes de la peliculita de Doris Wishman que, lo quiera o no, continúan en mi retina: el potro de torturas, los polvos desarreglados, el peinado de las chicas, la psicodelia de saldo y la falsa peluca de canas. Y una cita más de la Sprinkle como colofón a una noche para olvidar y descuartizar: «En el futuro, todo el mundo estará sexualmente satisfecho. Se acabará la violencia, la violación y la guerra. Estableceremos contacto con extraterrestres y estos serán muy sexies también».

Justo ahora me siento tan invisible como el propio cine que recopilo.


­Nota: Las declaraciones de Annie Sprinkle están sacadas de los libros El otro Hollywood (Es Pop Ediciones), Hardcore from the heart (Continuum International Publishing Group) y varias entrevistas de Internet.