La nada cotidiana
En La familia en desorden (Anagrama), Elizabeth Roudinesco viene a preguntarse por qué la familia continúa constituyendo la base de la sociedad occidental, y cómo es posible que incluso sujetos antes relegados a ámbitos marginales quieran adoptar el mismo orden que antes contribuyera a su infelicidad. Su ensayo indaga en las raíces de un modelo reforzado por la tradición judeocristiana, primero, y con el triunfo de las revoluciones burguesas, más adelante, y que ahora es puesto en cuarentena por eso que algunos llamaron la irrupción de lo femenino. Pero sólo hasta cierto punto, puesto que hoy por hoy la familia no aspira a cambiar demasiado por mucho que cambie el sexo de sus partes, como el hogar no parece dispuesto a renunciar a ser ese refugio que, según Ambrose Bierce, permanece abierto toda la noche. Los chicos están bien habla un poco de todo esto y precisamente en ello se encuentra su limitado, pero innegable, atractivo, e incluso su punto de morbo. Nos dice que las familias dominadas por mujeres son tan disfuncionales como las patriarcales, y están sujetas a los mismos vaivenes y contradicciones. No es extraño que esta conclusión, aunque compartible, produzca una cierta desazón, no tanto por su contenido sino por la manera en que sus responsables llegan a ella.
Tal como está el patio, no me habría disgustado una película furibunda o disparatadamente militante. O todo lo contrario. Pero lo que nos trae la buena de Lisa Cholodenko se queda en el terreno intermedio, desabrido y perezoso al que nos tiene acostumbrados el cine independiente norteamericano con sello Sundance. Y se embarra a conciencia en una cotidianeidad exasperante donde todo se parece demasiado a la vida y en la que todos los personajes son lo suficientemente sosos para que puedan parecernos cercanos y reconocibles. No es que Los chicos están bien llegue a aburrir, porque no lo hace. Sus accesorios —las historias de los chicos— no convencen pero tampoco molestan, como la trama central. Hay alguna réplica inteligente en unos diálogos que vuelven a creerse más acerados de lo que son, y un par de escenas con relativa gracia. En la mejor de todas ellas, Julianne Moore le desabrocha el pantalón a Ruffalo y saluda a su pene (imprescindible aquí la v.o., cómo disfruto contradiciéndome), a modo de regreso inesperado a una heterosexualidad quién sabe si más satisfactoria. No serán pocos quienes interpreten este momento como una constatación de prejuicios arraigados (es decir, una puesta al día del tradicional lo que necesitan las bolleras es una buena polla), pero en su contexto resulta lo suficientemente divertido como para despertarnos del tedio y disculpar la licencia.
Por otra parte, los actores son conscientes de la capacidad de lucimiento que les brinda el guión, y se entregan con generosidad. Y aunque Benning y Ruffalo parecen las elecciones más adecuadas, da la impresión de que sus personajes se amoldan a ellos y no al contrario. Moore, en cambio, luce espléndida y arrolladora, con el mismo magnetismo que siempre caracterizó a esta actriz imprevisible, frágil al tiempo que poderosa, cuya etérea palidez no hace más que subrayar un carácter que intuyo de aúpa y que me sobrecoge y descoloca constantemente.
Pero no es suficiente, claro. Porque acaso esto tendrá todo el valor testimonial que los expertos estén dispuestos a concederle, y estoy seguro de que su mera existencia propiciará debates más jugosos que la propia película, pero no conviene olvidar que si sus personajes no fueran mujeres a todos nos la traería al pairo su previsible desarrollo. Y, lo que es más importante, nadie intentaría hallar en ella un discurso, tradicionalista o rompedor, que seguramente ni exista más allá de la delgada línea entre la oportunidad y el oportunismo.
Quizá, a fin de cuentas, Los chicos están bien, sólo interese realmente como paradigma de una impotencia. Como ratificación de que el cine indie, en su voluntad de sortear los clichés y los lugares comunes, ha quedado anclado en la nada. En una nada cotidiana, bonita e inofensiva, el mismo escaparate de lujo que todos esperamos encontrar tras el pago de una entrada. Es normal: para remover conciencias ya tenemos la televisión.