Ocurrió en Lowell, Massachussetts
Hablábamos el otro día (y lo seguiremos haciendo hasta el fin de los tiempos) de lo difícil que es ser uno mismo y de lo mucho que le gusta a la gente comandar barcos ajenos. Dicen que lo hacen porque son tus amigos, parientes, agentes de bolsa, pero yo creo que lo hacen por puro vicio. O porque comandar el barco propio no siempre da las satisfacciones esperadas. Esa es la diatriba de Micky Ward (Mark Wahlberg), el protagonista de The Fighter, al que, en un momento dado, precisamente estando él sobre el ring del gimnasio dónde entrena, todos tienen algo que decirle. Todos creen conocer el camino que Micky debe seguir. Pero una película no es la vida misma ni ésta se puede trasladar a la pantalla con todos los innumerables matices: la cosa tiene que resolverse en aproximadamente dos horas y, además, si se quiere transmitir un mensaje esperanzador, hay que hacer que la luz entre en los arrabales. Así que, al final, el sendero ganador, para Micky, terminará resultando ser una suma de las voluntades y los pareceres de todas las personas de su entorno.
The Fighter está basada en una historia real, y probablemente sea más o menos fiel a esa historia. Hasta dónde puede serlo una competente película de sobremesa. Hay que decirlo: no todas las historias son el infierno en carne viva. Los parias también ganan alguna vez. Aunque toda gloria sea efímera. Lo que ocurre es que esta película ya nos la sabemos, en gran parte. Habla de valores y de lealtades, de perseguir sueños y de otras cosas que importan, pero el artificio se delata a sí mismo cuando asistimos, en el filme, al estreno del documental sobre Dick Eklund (Christian Bale), del que no vemos imágenes pero oímos las reacciones de los internos de la prisión y de la familia de Dicky. Es entonces cuando empezamos a sospechar que ese documental de la HBO sobre el auge y caída de un boxeador suburbial contiene más verdad, emoción y transparencia que la que puede contener una película nominada a los Oscar de Hollywood del año 2011. Y luego vamos a añorar la crudeza y el halo de fatalidad que tenían algunas películas de boxeadores que hemos visto en el pasado. Aquí todo es demasiado limpio y previsible, aunque David O. Russell nos brinde alguna secuencia aislada que podría ser digna de las mejores películas sucias, como ese batallón de hermanas white trash, capitaneadas por su temible madre (Melissa Leo), que se presentan en la casa del bueno de Micky para ahuyentar a patadas a su encantadora novia, interpretada, todo candor ella, por Amy Adams.
Me habría gustado saber más cosas de Lowell, Massachussetts, la patria no sólo de Dicky Eklund y Micky Ward sino también de Jack Kerouac. Cuando supe que Melissa Leo estaba en The Fighter, pensé que quizá la película iba a darnos algunas pistas sobre el alma de esa ciudad, porque es una actriz que tengo asociada a dos ciudades norteamericanas: primero, a Baltimore, dónde interpretó a la detective Kay Howard de Homicidio (Homicide: life in the street, Paul Attanasio, 1993-1999), una gran serie policial que, por estas cosas de la vida, ha quedado condenada a ser recordada como el precedente de The Wire (David Simon, 2002-2008); y la otra ciudad es la Nueva Orleans post-Katrina de Treme (Eric Overmyer & David Simon, 2010), serie en la que la actriz da vida a Toni Bernette, una indomable abogada de derechos civiles. Apenas recuerdo ya nada de Lowell, Massachussetts, salvo la fachada verde de la casa a la que va a drogarse Dick Eklund, y el contenedor de basuras que hay en el patio trasero. Pero me alegraré si le dan a Melissa Leo el Oscar a Mejor Actriz de Reparto al que opta. Será, de hecho, una alegría más valiosa e inesperada (para mí) que la que se deriva del final feliz de esta película.