Bertrand Tavernier

Pasión por filmar

Me disponía a escribir un artículo sobre los antihéroes de las películas de Tavernier, con el estilo más o menos objetivo y debidamente argumentado que se le supone (igual es mucho suponer) a un crítico de cine, cuando fui asaltado por una tentación tan poderosa que al final no he podido resistirme a su influjo. Normalmente rehuyo las críticas que personalizan en exceso, que comienzan cada párrafo con un yo que no permite ver el fondo. Pero en este caso, con Bertrand Tavernier de por medio, no puedo más que pisotear la objetividad, dejar de lado las argumentaciones lógicas, pasar a la primera persona del singular y escribir acerca de esa cosa o cualidad, la mayor de las veces intangible, que acaba por atraparme de sus películas.

De mis recuerdos de infancia, mi selectiva memoria tiene preferencia por uno que tiene que ver con el cine. Me gustaban todo tipo de películas, sobre todo las de los hermanos Marx, pero la que quería ver una y otra vez, la que no me cansaba nunca de volver a disfrutar, era El ladrón de Bagdad (The Thief of Bagdad, Michael Powell, 1940), con el genio gritando «Libreee, libreeee» y su estentórea risa retumbando en mis oídos infantiles. Años después, ya completamente subyugado por el veneno del cine, descubrí con asombro que aparte de Powell, mi otro director favorito, ese francés grandullón y parlanchín que me había cautivado con varias de sus obras maestras, consideraba al cineasta inglés como su mentor. No sólo eso; Tavernier se había erigido como su gran defensor entre la crítica europea cuando el estreno de El fotógrafo del pánico (Peeping Tom, 1960) fue despachado con desprecio. También se encargó de restaurar el prestigio de Powell organizando retrospectivas en el Institut Lumière de Lyon que todavía hoy preside. La coincidencia no es tal. Hay algo inefable en las imágenes y personajes que ambos son capaces de crear, una cualidad que tiene mucho que ver con una aproximación puramente artesanal a la filmación y una libertad creativa que les permite saltar de un género a otro sin perder nada por el camino.

En una filmografía tan irregular como la de Tavernier, lo que está fuera de duda es que todas sus películas, sin excepción, han sido realizadas con una pasión desbordante, un entusiasmo casi infantil por el tema y los personajes tratados y por el propio hecho de hacer cine. Lo que reivindican Tavernier y Powell en cada plano es la joie de filmer, un estado vital y emocional en el que toda decisión es crucial, ya sea el tono de color de una determinada escena, una palabra pronunciada por un personaje o la velocidad de un travelling de seguimiento.

En cuanto a sus personajes, existe una línea invisible que une los caminos de antihéroes tan diferentes entre sí como el Dave Robicheaux de En el centro de la tormenta (In the Electric Mist, 2009), los cineastas de Salvoconducto (Laissez passer, 2002), el profesor de primaria de Hoy empieza todo (Ça commence ajour’dui, ), el policía callejero de L.627 (L.627, 1992) y el comandante Dellaplane de La vida y nada más (La vie et rien d’autre, 1989). A pesar de que cada uno de ellos fue creado por guionistas distintos, todos son indudables hijos de Tavernier, un director de una especie en permanente peligro de extinción. Y es así, principalmente, porque el cineasta les ha insuflado sus propias convicciones morales a la hora de defender su trabajo: un deseo innato y obsesivo por hacer lo que creen correcto, siempre desde una perspectiva personal que, muchas veces, les lleva a saltarse las normas establecidas.

Decía el director galo que lo que mejor había aprendido de Powell era, precisamente, a mostrar a los protagonistas cometiendo errores. “Mis personajes nunca son heroicos, aunque pueden ser admirables”, acierta a decir Tavernier, que, antes de lanzarlos a la acción, acostumbra a enfrentarlos a complejos dilemas éticos. Con una puesta en escena en la que ellos son los que marcan la pauta (son famosos sus travellings de seguimiento) él evita enjuiciarlos, sólo se dedica a mostrar su entorno y sus circunstancias vitales para que el espectador conozca las razones (o los impulsos) que los han llevado a actuar de una manera u otra. En el fantasmagórico condado de Nueva Iberia (Luisiana), el ex alcohólico y melancólico Robicheaux (Tommy Lee Jones) se ve empujado a tomar la justicia por su mano, ya sea repartiendo guantazos o falsificando pruebas. La clave está en un pasado cargado de odio racial y un presente en el que los mafiosos son capaces de enriquecerse a costa de los afectados por el huracán Katrina. Para Tavernier, Robicheaux “es alguien que tiene heridas, pero que sigue luchando para defender lo que George Orwell definía como «la decencia común»”. Y, corroborando lo arriba explicado, añade: “Me gustan los hombres que luchan, que tienen sombras y que no siempre aciertan. Me gustan incluso si su batalla está perdida de antemano”. En una filmografía plagada de gloriosas batallas perdidas, el único ganador es el espectador. Es decir… yo.