Carlos

Chacales

Hacen falta muchas películas para explicar el trayecto que sigue una revolución desde la fase expansiva, virulenta, panfletaria que Godard reflejaba en La chinoise (J. L. Godard, 1967) y en su época Vertov a la fase de desesperanza o melancolía que revisan Les amants reguliers (P. Garrel, 2005)  o Soñadores (The Dreamers, 2005 B.  Bertolucci). Hay demasiadas sombras, demasiados vacíos, en la revisitación cinematográfica de la revuelta (que no revolución), de los roaring seventies. Una revisión inaceptablemente olvidada por los cineastas europeos de este siglo salvo excepciones —Buenos días, noche, (Buongiorno notte, M. Bellocchio, 2003)—, muy honrosas excepciones —El abogado del terror, (L’avocat de la terreur, B. Schroeder, 2007).

Se trata de hecho de una revuelta nunca concluida que, en los tiempos que corren, está más cerca que nunca de revivirse. Es por ello que hay que valorar la película de Assayas como oportuna y necesaria. Y también inteligente. Puesto que aunque se centra en un personaje cuyo impacto real pudo ser menos relevante de lo que cabía suponer, si resulta ser altamente significativo de cómo evolucionó una sociedad y cómo se degradaron los sueños. El trayecto de la revolución según Assayas, según el modelo Carlos, va de la internacionalización del conflicto, de la diseminación del terror revolucionario, a la liposucción… Y, por poco verosímil, resulta extremadamente irrefutable.

Carlos (id, O. Assayas, 2011) no es tanto la historia de Ilich Ramírez Sánchez como la historia de la degradación de una revolución (¿de todas las revoluciones?). Una revolución que nunca fue, puesto que quedó supeditada a los intereses políticamente coyunturales de aquellos que la impulsaron. Carlos, pese a su formato cinematográfico,  constituye una miniserie. La versión abreviada que ha llegado a nuestras pantallas, por tanto, condiciona la valoración de los resultados, siendo evidente que determinadas elipsis obedecen a forzosa racionalización del metraje pero que por el camino (al igual que en la revolución) se han quedado personajes, tramas y cambios en la hoja de ruta. El Carlos que vemos, pues, se estructura en tres grandes bloques. En la primera parte Ilich Ramírez defiende con vehemencia, y no sin coherencia, la necesidad de una lucha armada generalizada para sacudir los cimientos de una sociedad que él quiere cambiar y que agrede a los más indefensos, entiéndase el pueblo chileno violentado por el golpe pinochetista o el palestino sojuzgado por intereses sionistas. No bastan manifestaciones. Es necesaria la lucha armada. Y ante las reticencias de los compañeros de lucha, que sienten perdida la lucha en las calles o la guerra de guerrillas ante la inferioridad a un omnipresente, todopoderoso, enemigo americano, plantea como una opción el trotskismo, la globalización de la lucha obrera, la revolución internacional de los pueblos oprimidos, Sintiéndose solo frente a los que considera pequeños burgueses incapaces de iniciar una revolución, busca aliados entre otras células teroristas (el Ejército Rojo alemán) y  ofrece con arrogancia sus servicios a Wadi Hadad, líder del Movimiento por la Liberación de Palestina, enfrentado a la sazón no sólo con Israel sino también con Al Fatah. El episodio se cierra con una suerte de declaración de guerra asesinando a un correligionario delator y a tres policías. Tras la masacre, Hadad le reprende pero le encomienda el liderazgo de un golpe arriesgado, el secuestro de los representantes de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), maniobra propagandística que debe culminar con la ejecución de los representantes de Irán y Arabia Saudí, países poco receptivos a las reivindicaciones palestinas. La operación acaba con un fiasco dado que Arabia apuesta por un pago de impuesto revolucionario que financie el Movimiento a cambio de la vida de su ministro y Libia, supuesta promotora del golpe, se echa atrás por la muerte de su representante. Thomas Edward Lawrence, alias Lawrence de Arabia, fracasó en su intento más romántico que estratégico de unir las tribus árabes en un único movimiento. Carlos, puro y gorra de Che en todas las apariciones,  gana fama internacional pero es despedido de la organización. Su orientalismo es breve y coyuntural, supeditado a intereses izquierdistas que no son compartidos ni por los desfavorecidos de Oriente Medio (que tan siguiera sabrían de su existencia) ni por unos mandatorios interesados en acuerdos venales. Carlos no es Lawrence y, a medio plazo, su filosofía está más próxima a la de su émulo mediático, el mercenario Chacal, que a la del infructuoso liberador de los beduinos.

El tercer bloque de la película, el más mutilado en esta versión, salta de un Carlos vanidoso, mujeriego, que trata, a la muerte de Haddad, de conseguir un papel protagonista en las intrigas de Oriente Medio. Como si de un fichaje estrella se tratase, Carlos  es llamado al éxito por Siria mientras la URSS pone precio a la cabeza de Anuar el Sadat considerándolo un traidor vendido a América. Finalmente, el desplome del Muro de Berlín y su mundo falsamente revolucionario, dejan en evidencia sus únicas cualidades, las de un asesino ególatra.

Después de la revolución, como cantaba Springsteen, los sueños no cumplidos devienen pesadillas. Carlos fue tan torpe como para matar un aliado comprometiendo su master plan en la OPEP pero también fue vendido por los intereses coyunturales de Libia, Argelia y Arabia. En su etapa posterior se mantuvo aparentemente fiel a su credo pero Assayas le revela no como una víctima de intereses superiores, sino como un arribista, necesario en un periodo de la historia, en el negocio del Murder Incorporated, versión Medio Oriente. Esta nueva obra de un director todoterreno, suerte de Winterbottom francés, retrata no tanto el personaje como refleja un fresco, o mejor, una pintura negra, de los años de plomo de los setenta y ochenta, dónde los tiburones se devoraban entre sí. Tal vez una época poco distinta a la que estamos habitando. Junto a la citada El abogado del Terror y a El divo (Il divo, P. Sorrentino, 2008) compone la trilogía más implacable y amarga de la sociedad, globalizada y podrida, en la que sobrevivimos.