Embalsamar el espíritu
En su artículo Ontología de la imagen fotográfica, el teórico Andrè Bazin reflexionaba acerca de la forma en que la reproducción mecánica de la realidad posibilitada por la fotografía —y, por extensión, por el cine— eliminaba toda mediación entre el objeto original y su representación que no fuera la establecida por la cámara. La fotografía, en sus palabras, es el primer arte en el que la huella creativa del hombre se ausenta del resultado final. «Es la fotografía un exorcismo del tiempo, la creación de un universo ideal en el que la imagen de lo real alcanza un destino temporal autónomo. Y así, aunque sólo a efectos simbólicos, salvamos al objeto retratado de una segunda muerte espiritual.» [1]
En la región de Peso da Régua, emplazada en el Alto Duero, una familia de alta alcurnia requiere la labor de un fotógrafo para conservar un último recuerdo de la joven Angélica, fallecida cuando acababa de contraer matrimonio a causa de los problemas generados por un embarazo extrauterino. Para este trabajo de momificación espiritual recurrirán a Isaac, fotógrafo de origen judío sefardí, quien, sin apenas tiempo para tomar una resolución al respecto, se encontrará en medio del sombrío salón familiar, habitado por circunspectas mujeres que guardan un luto silencioso. En el centro, el cuerpo de la joven, aún tibio, descansa sobre un diván forrado en terciopelo azul, amortajado con un sencillo vestido crema y sosteniendo, entre sus manos, un ramo de orquídeas (símbolo de la irrefrenable atracción de lo femenino); el rictus de los labios sugiere una sonrisa. La belleza etérea y escultórica de Pilar López de Ayala no se halla muy distante de la hipnosis que ejerce con su enigmática ritualidad gestual Catarina Wallenstein en Singularidades de una chica rubia (Singularidades de una rapariga loura, 2009). El desorientado fotógrafo, palpando la tensa expectación de los asistentes, busca el ángulo más preciso para retratar a la muchacha. Cuando emplaza el objetivo sobre el semblante de Angélica, la difunta abre los ojos y le devuelve la mirada. Será este instante el que termine por definir a Isaac como el clásico héroe oliveiriano, desquiciado por una fijación obsesiva que lo arrastrará al intento de consumar un deseo (materialmente) imposible.
Ésta secuencia resulta admirable en varios sentidos. Desarrollada en tiempo real, el implacable tictac del reloj nos recuerda —como en una película de Dreyer— la angustiosa objetividad del tiempo que delimita nuestras existencias, encontrando su contrapunto en la intuición de una realidad metafísica racionalmente precaria, un paisaje atemporal cuyos fantasmáticos contornos apenas pueden ser tímidamente delineados en la huella que dejan los objetos por medio de la luz; es decir, gracias a la fotografía. El mayor interés de este tramo reside, no obstante, en la hermosa meditación sobre las imágenes propuesta por Oliveira. Al enfocar con la cámara el rostro de Angélica, su figura se desdobla unos segundos por un efecto mecánico, insinuando la reversibilidad y doble naturaleza de toda imagen fotográfica y cinematográfica. Así pues, la representación mimética del objeto convive con la realidad espiritual del mismo. La carne es corruptible y mortal; la imagen fotográfica, al sustraernos del tiempo, será antes una estampa de nuestro espíritu que de nuestro ser material.
Entre convivencias de contrarios, dialécticas y tensiones avanza —como todas las últimas películas de Oliveira— El extraño caso de Angélica. Los personajes habitan un presente que parece distante de sus preocupaciones, estancados en una burbuja atemporal y afincados en un anacronismo cultural al que la actualidad sólo llega como un difuso eco. Las referencias del filme a la recesión económica rozan lo insustancial, y un debate científico sobre el celebérrimo LHC sólo sirve para estimular, en el torturado corazón del protagonista, nuevos juicios en torno a la ambigua separación entre cuerpo y espíritu. Siempre que Isaac se encuentra a punto de experimentar el anhelado éxtasis espiritual, irrumpen los sonidos de bocinas, ruedas y motores, recordándole su forzosa sumisión a las inquebrantables leyes de la gravedad. Lo telúrico –—los campesinos— y lo espiritual —la sonriente Angélica— se hallan suspendidos conjuntamente en la habitación de Isaac. Y a lo largo del filme, impotente y melancólico, nuestro protagonista asiste a la absorción de las fuerzas de la vida por la inclemente maquinaria.
La magia de los primeros compases —que se abren con un amargo y nocturno plano general de Régua— empapa ininterrumpidamente la película hasta la dreyeriana secuencia del velorio. Desde entonces, diríamos que el protagonista contagia su ensimismamiento al relato, estimulante pero disperso y huidizo, recuperando, no obstante, el fulgor pretérito en fogonazos de inabarcable sensibilidad. Destaca, aparte del asombroso final —que corre parejo a la también elegíaca conclusión de Palabra y utopía (Palavra e utopia, 2000)—, un plano sostenido en el que un gato observa a un inaccesible pájaro, mientras escucha el amenazante ladrido canino en la distancia. Una escena en la que se culmina, con inusual excelencia, una de las más hondas e inaccesibles aspiraciones del arte: «Lo infinito es algo inmanente a la estructura de la imagen. Pero en la práctica, en su vida, el hombre indefectiblemente prefiere una cosa a otra, elige y sitúa la obra de arte en el contexto de su experiencia personal. (…) Pues las grandes obras maestras del arte, por su naturaleza, son ambivalentes y ofrecen ocasiones para interpretaciones de lo más diversas.» [2]
[1] Bazin, André. ¿Qué es el cine?; Madrid, Rialp, 1980.
[2] Tarkovski, Andrei. Esculpir en el tiempo; Madrid, Rialp, 1991.