Escopofilia cinéfila
Descubro, con cierta sorpresa, que escasean en internet las referencias a la escopofIlia; una patología estudiada por Freud y que sufrirían aquellos que se excitan al mirar abiertamente a otras personas que practican relaciones sexuales. El desuso del término bien podría ligarse a la absoluta implantación de otro concepto próximo —el voyeurismo— que describe un trastorno similar en el que, sin embargo, el mirón (el peeping tom) no se deja ver y opta por esconderse. Es decir, mientras los escopofílicos gozan públicamente de su deseo; los voyeurs lo satisfacen en privado, tras la mirilla de una puerta. Dos comportamientos distintos ante un instinto similar —el de mirar— que, como se ha escrito ya, son análogos a las actitudes del espectador cinematográfico frente a un filme.
En el caso de Amer (Hélène Cattet y Bruno Forzani, 2009) no tengo dudas: sufro escopofilia. Y ello se debe, en buena parte, al placer colectivo —que no culpable— que experimenté junto a otros tantos espectadores en la sesión de Sitges donde descubrí la película. No fue solo mi primera vez sino también la más significativa porque, en ella, compartí mi gozo desatado, mi orgasmo sensorial. Ver ahora el filme en casa es, claro, otra cosa; aunque, pese a todo, el deleite se repite. Puede que, en apariencia, mi experiencia solitaria se acerque más al vouyerismo onanista —ese que hoy todos practicamos frente a la pantalla de nuestros ordenadores— que a la antes citada catarsis de la sala oscura, pero el filme es tan generoso con la vista y el oído que logra superar mi (nuestra) timidez. Es más: me incita a gozar de lo que veo (casi) como si de sexo se tratase y a compartirlo con ustedes sin vergüenza alguna. ¡Que les zurzan a los frígidos!
Pero… ¿de qué estamos hablando? De una obra visceral y desatada. De una relectura con toques surrealistas del giallo. De filtros de colores —rojo, azul, verde. De un ejercicio estético desbordante —picados, ralentís, zooms, primerísimos primeros planos y deformaciones. De una verdadera plástica de los cuerpos —femeninos, maleables y porosos. De un concierto de gemidos —olviden los diálogos. De una oda a lo líquido —sudor, sangre, agua. De un ejercicio abstracto y carnal que estalla ante nuestros ojos. De un polvo infantil entre Eros y Tánatos. De sexo, muerte y deseo.
Todo ello es Amer, un filme escurridizo, elíptico y elusivo que nos seduce antes por lo que transmite que por lo que cuenta. No nos interesa, pues, tanto la vida de Ana (su infancia, su adolescencia y su madurez) como su percepción; su mirada subjetiva del mundo tangible (y onírico) con la que podemos identificarnos. La cámara, poseída por los sentidos de la protagonista, lo sabe y alude (en un juego de mostrar/ no mostrar) a nuestra curiosidad visual y sonora. Por ello, se detiene en el registro hipersensible de los detalles que ella percibe: el roce de la tela con su piel, un peine cercando su sexo, el rugido de una motocicleta, el sudor en un rostro bello, el viento en sus pechos, el crepitar de una puerta… Lo esencial es mostrar (que no narrar) su universo introspectivo, su despertar sexual y su interacción con lo que le rodea. El triunfo formal es absoluto.
Los planos son breves, cortantes y repentinos; los sentimos antes que los comprendemos. Forman parte de un montaje fragmentado en el que apenas hay tiempo para contemplar la belleza de cada una de las cuidadas secuencias. Sin embargo, Cattet y Forzani saben que, a veces, conviene detenerse al son de una melodía italiana de los setenta y gozar de los sentidos. Solo entonces (en un paseo juvenil, en un viaje en coche) a Ana se le permite soñar —y a nosotros con ella, en su interior— con que el instante placentero sea eterno, con que el tiempo se suspenda, con que la viveza de los colores perdure, con que el deleite físico sea algo más que un intenso preludio de la muerte…
No puede ser. Y ello, claro, nos lo dicen ojos de distinto pelaje que surgen durante toda la función. Ojos aterrados. Ojos seductores. Ojos perplejos. Ojos doloridos. Pocas son las películas que sacan mejor partido a la mirada que Amer y, más allá del giallo, ahora solo se me ocurren tres posibles referentes: la navaja de Un perro andaluz (Un chien andalou, Luis Buñuel y Salvador Dalí, 1929), la expresividad de los Ojos sin rostro (Les yeux sans visage, Georges Franju, 1960) y la mirada en el tiroteo final de El bueno, el feo y el malo (Il buono, il brutto, il cattivo, Sergio Leone, 1966). Tanto da. Porque estamos ante un obra maestra que nos mira y a la que miramos; ante unos directores (¡menudo debut!) que van un paso más allá del reciclaje refinado de un género; y ante un filme que agrede nuestra mirada, la rasga y la destruye cuchillo en mano. El placer escopofílico está garantizado, sí, pero les aviso que serán vistos y juzgados por Amer: no se admiten voyeurs en este viaje.