Caché

Todos somos los zombies

Habrá sin duda quien pensará que la inclusión de Cache (id., M. Haneke 2005) en el listado de cintas de terror de la pasada década no es sino una boutade de gafapastas. Cierto que no parece haber ni zombies ni fantasmas ni apariciones sobrenaturales… Pero, haberlas, haylas.

Cache, al igual que otras obras de su autor como El video de Benny (Benny’s Video, 1992), Funny Games (id., 1997) o La pianista (La pianiste, 2001), es una película terrorífica sin lugar a dudas. En primer lugar, es evidente, por la explicitación de una violencia que llevamos, a nivel colectivo, a nivel individual, soterrada en nuestro interior. En segundo lugar, por la sensación de incertidumbre, de inestabilidad, de sensación de una inminente ruptura de la normalidad, del orden establecido. He citado en mi lista (y sirva esto de explicación para quien se haya sentido sorprendido o incluso molesto) una serie de cintas difícilmente catalogables en el género que ahora tratamos. La constante en todas ellas es la irrupción de un factor desestabilizador que rompe en pedazos el frágil y bruñido espejo de normalidad en el que nos miramos diariamente. Si la intrusión de un elemento externo, aparentemente neutro y sin capacidad alguna de influencia más allá del círculo íntimo, desestabilizaba la Bahía Bodega de Los pájaros (The Birds, Alfred Hitchcock, 1963, referente innegable de El incidente, The Happening, M. Night Shyamalan, 2008) y lanzaba la normalidad a un abismo de terror, algo parecido sucede en estas cintas. En el caso de Open Water (id., C. Kentis, 2003) el olvido de un equipo de buceo da lugar a la deriva de dos submarinistas en pleno océano. Como se apunta en la página de IMDB acerca de esta cinta: “te puede pasar a ti”. Ahí, en esta idea, radica la potencialidad de terror de tales historias. La empatía, la identificación, de nosotros con los personajes protagonistas. Sin ir más lejos, muchos de nosotros podemos coger un avión y padecer un accidente o un ataque terrorista como sucedió con los pasajeros del United 93 (id., P. Greengrass, 2006), película angustiosa dónde las haya, cuyos ejes de terror radican en la identificación con los protagonistas y con la anticipación. El miedo no viene de lo fantasmagórico o de aquello clasificable, cinematográficamente, como terrorífico. El temor surge de la elevada probabilidad de que no podamos controlarlo todo, ni aquello imprevisible, ni tan solo aquello que nos es más próximo.

Es debido a este mecanismo que Cache resulta tan incómoda. Los Laurent son bobos (beaux bourgeois), intelectuales de izquierdas progresistas y modernos, un tanto de vuelta de su matrimonio y su situación familiar, cuyos mayores problemas son los conflictos laborales. La aparición de unos videos sin remitente dónde se contempla su propio domicilio, así como de algunos dibujos infantiles dónde se sugiere la imagen de sangre, destapa todos los temores. La amenaza no es clara pero suficiente para obligar a la familia a mirar hacia adentro, a replegarse, y esta postura forzada, incómoda, que les fuerza a topar unos contra otros y obliga a mirar el recuerdo ignorado, es lo que más zozobra produce. George (Daniel Auteil) deberá enfrentarse a sus temores infantiles, al miedo de ser ignorado, y también a la mala conciencia que arrastra, muy oculta en el fondo de su memoria, por un delito moral que cometiera antaño y que ahora parece reclamar una venganza de origen pretérito. A la par, esta culpa es el reflejo de un crimen de estado cometido en Francia contra quienes reclamaban libertad, igualdad y fraternidad. Su relación con Anne (Juliette Binoche) se tambalea mientras ignoran las imágenes televisivas que rememoran la persistencia del conflicto palestino que Haneke cita como si del pecado original se tratara.

Pero Cache no incomoda sólo por su denuncia social. Como en tantas cintas de terror lo que cuenta a la larga no es solo lo que ha llevado a los personajes al punto en que se encuentran sino las reacciones que tienen y los miedos a los que se enfrentan. Haneke parece divertirse recurriendo a los mecanismos genéricos. Así, la situación se desencadena con el visionado de una cinta que parece anunciar, como en las cintas de terror japonés, un próximo suceso funesto. Las visiones, los recuerdos de infancia de George, en forma de brevísimos flashback, y las pesadillas se corresponden perfectamente con los planos de premoniciones o visiones aparecidos en numerosas cintas de fantasmas. Los travelling en pasillos largos y silenciosos remiten directamente a planos lynchianos en los que la normalidad más aparente oculta los crímenes más atroces. No es nada casual la coincidencia del apellido del protagonista con el de Dick Laurent, personaje de Carretera perdida (Lost Highway, D. Lynch, 1997), película con pasadizos oscuros y cintas de video que distorsionaban la estabilidad de lo real. El estallido de sangre final, por su lado, se corresponde perfectamente con los mostrados en películas gore y la desconcertante secuencia de cierre vendría a ser el equivalente al último golpe de efecto de las cintas de terror. Haneke, como demostró en Funny Games, conoce a la perfección el lenguaje del cine de terror y si en aquella ocasión lo analizó para desvirtuarlo, lo recicla ahora para dar coherencia estética a una historia mucho más terrible que cualquier cinta de espectros.

Decía al principio que en Cache no había fantasmas. No es así, hay uno o dos que vuelven del pasado con clara intención de venganza y sed de sangre. No parece haber zombies, decía. Tampoco es así. Recordemos que los zombies no se reconocen a sí mismos como tales. En esta sociedad sin valores morales que hemos construido, en esta ciudad muerta, todos nosotros somos los zombies.