Recuerdo que, de muy niño, estaba aterrorizado por una cortina de terciopelo que separaba el recibidor del resto de la casa. No importaba cuántas veces entraba o salía del domicilio de mis padres pasando junto a aquella malvada cortina. En cuanto oscurecía, la cortina se revelaba como el portal que separaba mi mundo, mi realidad, del terrorífico mundo del terror, de las sombras y los miedos. La cortina se materializaba en mis sueños y el terciopelo (dorado, que no azul) me atraía hacia él para hacerme caer en una sima dónde todas las realidades del inferno se materializaban en torno a mí para desgarrarme, para torturarme. Uno crece, el mundo se define a su alrededor y los temores, miedos y terrores se adaptan a nuevos contornos. No desaparecen, sino que dejan de encarnarse en la cortina del recibidor y pasan a vivir en diversos puntos de la cotidianeidad.
El terror no es sólo la enésima potencia del miedo. El terror es la suma continua del miedo, de muchos miedos. Y el grueso de los miedos no aparece en forma de Godzillas, de zombies o aparecidos de otras dimensiones. El grueso de los miedos se esconde a la vuelta de la esquina, en la habitación de al lado o tras el compañero de cama. En el conjunto de políticos que ignora la indignación heterogénea pero sólida de buena parte de la población, que ignoran el porcentaje de votos en blanco o la abstención, de aquellos que infravaloran la imagen que la corrupción da al sistema. En el paro que coarta las libertades de jóvenes y no tan jóvenes. En la violencia doméstica, sumando semanalmente su tétrica cuenta mortal. En el resurgimiento de la xenofobia y el fascismo… Eso da miedo. Todo eso da miedo, mucho miedo. Es el terror nuestro de cada día.
Y este terror cotidiano está recogido en cintas que difícilmente se etiquetarían como del género de terror. Pero hay auténtico gore en este terror moral, este abandono, desprecio o perversión de las normas éticas más básicas y que es recogido, de modo diverso, en cintas absolutamente dispares. El terror de un poder que va por encima del Estado: Promesas del Este (Eastern Promises, D. Cronenberg, 2007), El abogado del terror (L’avocat de la terreur, B. Schroeder, 2007), Gomorra (id., M. Garrone, 2008), Il Divo (id., P. Sorrentino, 2008), Inside job (id., C. Ferguson, 2010). El terror de la incomprensión, de la xenofobia, de la exclusión social, que recogen en todas sus obras los hermanos Dardenne. El terror que despierta el pecado original, la culpa, la ocultación de un Mal en mayúsculas, totalmente abstracto pero absolutamente real, que nace de los cimientos de nuestra sociedad pero empapa, absorbe y se crece en todos los niveles: el globalizado, como evidencia La pesadilla de Darwin (Darwin’s Nightmare, H. Sauper, 2004), el laboral como analiza La cuestión humana (La question humaine, N. Klotz, 2007), el familiar, diseccionado en Cache (id., M. Haneke, 2005)).
Hay, por supuesto, el terror más brutal. Aquel que recupera los miedos más atávicos y que puede surgir de repente, irrumpir en nuestra cotidianeidad, destruyéndola: la guerra, la ruina, el caos, el sinsentido, la alienación. Es el terror más frecuentemente reconocido como tal en el cine. En ocasiones se produce de modo brutal, como sucedía en La niebla de Stephen King (The Mist, F. Darabont, 2007) dónde los monstruos del Más Allá eran la encarnación de nuestros propios males, de la intransigencia religiosa o del oscurantismo de una derecha reaccionaria. En otras ocasiones, se trata de explosiones de terrorismo que no sólo siegan vidas sino que pueden dinamitar la estabilidad mental de toda una sociedad. El siglo XXI nace con una catástrofe que deviene, simultáneamente, la imagen icónica de una nueva Era. El hundimiento de las Torres Gemelas de Nueva York es la auténtica encarnación del terror. Cómo el símbolo arquitectónico y metafórico del poder y la riqueza norteamericana puede desvanecerse en unas horas implica el pánico de toda una sociedad que no entiende tampoco porqué ha sucedido y que es incapaz de asumir que se trata de un hecho irreversible, escondiendo la cabeza bajo el ala del gobierno y reza esperando despertar en algún momento de esta pesadilla. Pocas cintas han recogido tal dimensión del terror social ante la destrucción de un mundo. United 93 (id., P. Greengrass, 2006) tenía la capacidad de reflejar el terror de aquellos que sabían que iban a morir, la angustia ante una muerte anunciada y compartida por la audiencia, el dolor por la visión de las víctimas que fueron y de todas las que podrán (podremos) llegar a serlo. El cine, sin embargo, no he tenido la capacidad de recoger el pánico ante el vacío dejado por el ataque terrorista en la zona cero de Manhattan.
Hay otro terror peor que la muerte, la muerte en vida. Más allá de historias de zombies, tres cintas muy diversas han tocado el tema en el último decenio. Invasion (The Invassion, O. Hirschbiegel, 2007) es la enésima versión de los ladrones de cuerpos, recuperando el espíritu político del clásico de Siegel, que no su categoría. El incidente (The Happening, M. N. Shyamalan, 2008) aún me produce escalofríos. Una substancia no especificada induce a los humanos al suicidio, provocando las muertes más masivas y absurdas que nunca se hayan visto en pantalla. Muchos se reían en la sala. A mi, la sola idea del deseo de no regir mis deseos, de no regir el deseo de vivir, se me hacía insoportable. Eso es terror. Y, finalmente, la alienación más frecuente. Valorada habitualmente en documentales, la visión del Alzheimer que ha dado el cine ha resultado a menudo superficial y simplonamente melodramática. Poesía (Shi, L. Chang-dong, 2010) supera todas las obras previas al integrar en su trama la pequeña tragedia de una abuela aguerrida que quiere seguir aprendiendo, quiere seguir ayudando, seguir viviendo y que reconoce en sus síntomas el avance inexorable de una enfermedad que la privará a la larga de la vida pero, antes, de la ilusión, de la lucidez. Eso es terror. El terror de ver la inevitabilidad del desastre, de pronosticarlo sin tener la menor capacidad de evitarlo.
Y si todas las anteriores cintas citadas recurrían a un terror determinado, hay una que va a buscar el terror más absoluto. La combinación del temor a la oscuridad, a lo desconocido, del temor a los abusos y a la violencia, del temor al fracaso, del temor a la locura y a la pérdida de significado como individuo. Todos los terrores de cada día son compilados, potenciados y servidos en cóctel en Inland Empire (id., D. Lynch, 2006). Si la imagen icónica del siglo es el hundimiento de las Torres, Inland Empire encarna en su metraje todos los temores, atávicos y contemporáneos, en una cinta que utiliza diversos niveles argumentales y sensoriales, que lanza, que pierde, al espectador a un laberinto interior y lo proyecta (me proyecta), de modo inexorable, hacia esa cortina de terciopelo al final del pasillo. Oscura, densa, amenazadora. Siempre esperándome al final del camino.
«El cine, sin embargo, no he tenido la capacidad de recoger el pánico ante el vacío dejado por el ataque terrorista en la zona cero de Manhattan». Hay una película que ya recogió, de forma espeluznante, este sentimiento: «War of the Worlds», de Spielberg.
Y, por cierto, «Inland Empire» es, efectivamente, una de las mejores películas de terror de la década pasada.