Halloween II

Regresos (in)esperados

Michael Myers, como la primavera, ha venido y nadie sabe cómo ha sido. Decían que estaba fiambre, pero no encontraron el cuerpo. Laurie Strode tiene unas pesadillas muy vívidas, que se acentúan más cuando se acerca Halloween, y eso le pasa por ver la tele hasta tarde y, aunque ella no lo sabe, porque en realidad se llama Angel Myers y eso de la familia tira mucho. Sam Loomis ha sacado un nuevo libro, más controvertido que nunca, y aunque más de uno le quiere matar, no se sospecha ni de lejos lo que se le viene encima. Y Rob Zombie nos trajo al madrileño syfy (hace ya más de un año) Halloween 2 haciendo que se nos olvidaran al instante las maravillosas Amer y Canino, disfrutadas en esa misma muestra. Siete meses después de su estreno en los EE.UU. había pocas esperanzas de poder ver en pantalla grande la que se confirma como una de las mejores y más perturbadoras películas de terror de los últimos años, pero pudimos.

En esta secuela Tyler Mane repite en el cuerpo de un gigante Myers, más sanguinario y más bestia que nunca, que apuñala tantas veces y con tal saña que prácticamente atraviesa a sus víctimas. El empleo que Zombie hace del sonido es una de las puntas de lanza de una puesta en escena sencillamente perfecta. Los sustos no nos los da un cambio repentino en la música ni otro golpe de efecto que el de una puñalada por la espalda a una víctima que no tiene casi tiempo de gritar. Eso sí, las puñaladas se escuchan nítidas, así como los huesos despedazados y la carne desgarrada.

Michael Myers recorre imparable el camino que le separa de Haddonfield, escuchando la voz de su madre, escuchando la voz del niño que fue (aunque sea otro actor, el niño), del niño que es, para reunir a su familia, aunque sea para escindirla de una vez por todas. Y en su camino va sembrando la muerte, y Zombie la recolecta y nos la sirve con diversas presentaciones, a cual más sugerente: elipsis que luego recupera cuando otros recorren el camino del monstruo, en un bosque desde las sombras, en un maizal a plena luz de luna, en un lupanar, jodiendo la fiesta al personal, en las pesadillas de Laurie, en un hospital, mientras The Moody Blues cantan a las noches de blanco satén, como el que viste Sheri Moon, la mamá del killer. En una casa en medio del bosque,  que recuerda al asedio al que se ven sometidos los Firefly en Los renegados del diablo, donde Sam Loomis se hinchará de gloria por última vez, y donde Angel se encontrará con sus orígenes. Y los testigos de este inesperado regreso del mal son unos personajes geniales a más no poder, como ese sheriff devorado por la culpa, el propio Loomis, cada vez más convertido en una caricatura de sí mismo, y una Danielle Harris que lo borda… hasta que la aborda en el baño el hermano de su amiga y le desborda las entrañas sin miramientos.

Rob Zombie firma probablemente su mejor película demostrando que no todos los regresos inesperados resultan un fracaso y constata que es uno de los directores más personales del momento, que rueda como los grandes, y que por más que sea músico, y no de pop, (y eso se nota en los temas de la banda sonora), lleva el cine en las venas. Cada plano que rueda Zombie es un mundo, y Myers, en su onírico viaje, atraviesa el mundo real con unos cuchillos a todas luces mucho mejores que los que anuncian en la teletienda.