J-Horror, sagas y remakes

Reescritura y múltiples realidades

1 El remake es un fenómeno inherente a toda industria cinematográfica de cierta magnitud. Desde sus orígenes, Hollywood ha sido una clara partidaria de reutilizar argumentos y temáticas cuyo pasado éxito augurase nuevas y cuantiosas ganancias. En la última década, y debido a cierta crisis de creatividad generalizada en los grandes estudios estadounidenses, la reutilización de historias —gestadas en territorio nacional o no— ha estado a la orden del día, llegándose a producir más de una veintena de remakes anuales. De entre las distintas modalidades de este fenómeno, nos interesa específicamente aquella relacionada con el reciclaje argumental de películas producidas en el seno de una industria que no es la propia; en nuestro caso, la japonesa. Resulta indudablemente cómodo limitarse a despreciar estos productos a propósito de su marcada intencionalidad comercial y, muy especialmente, a causa de la supuesta falta de inventiva denotada por el hecho de aprovechar un material que ha sido llevado a la pantalla anteriormente. Sin embargo, esta posición nos arrastra tanto a ignorar el potencial valor artístico de las obras en cuestión, como a eludir el enorme interés derivado de la reescritura de narraciones en contextos socioculturales más bien dispares.

Estudios como Touchstone o Dreamworks Pictures han comprado derechos para poder ofrecer nuevas versiones de filmes de terror nipón de culto producidos por compañías como Oz o las míticas Toho y Daiei Eiga. Además del interés por exprimir al máximo el momento, los yurei traían vientos nuevos y frescos al anquilosado subgénero de fantasmas. ¿Podemos hablar de unos patrones comunes en las nuevas versiones de filmes tan distintos como Dark Water (Honogurai Mizuno Sokokara, Hideo Nakata, 2002) o Kairo (ídem, Kiyoshi Kurosawa, 2001)? Lo cierto es que en estos proyectos nos encontramos con un cierto afán de homogenización; es decir: la pretensión de que existe un idioma cinematográfico universal y común, una suerte de lengua unificadora que puede ser igualmente comprendida por todos, y cuyo acabado es el del cine industrial norteamericano. Un enfoque totalitario y peligroso, que no es sino un efecto más de la globalización. Por ello, pese a la problemática adscripción a un género determinado de una obra como Dark Water —que no deja de ser, en gran parte, un lánguido e inquietante melodrama—, esta acción homogeneizadora acaba sometiéndola a los rígidos códigos de cierto thriller psicológico a la americana. El predominio del montaje interno en el filme de Nakata se ve sustituido por un despersonalizado montaje externo, y la conmovedora locura de la madre japonesa pasa por el filtro de ese hitchcockianismo convencional del falso demente que debe demostrar su cordura al resto de la sociedad.

Y sin embargo, hablamos de uno de los fenómenos con mayor interés teórico del fantástico contemporáneo. Algunas de las películas más exitosas y celebradas del último J-Horror han dado lugar a una compleja red de secuelas y precuelas que se interrelacionan entre sí de modos imprevistos y absolutamente sorprendentes.

2 Para la industria cinematográfica internacional, el estreno de The Ring (Ringu, Hideo Nakata, 1998) tiene algo de fundacional. A día de hoy, sigue siendo la película más taquillera en la historia del cine nipón. Instantáneamente pasa a convertirse en una cult movie y, sin embargo, su originalidad y carácter visionario no residen sino en la traslación de una historia tradicional de fantasmas vengadores (kaidan) al Japón contemporáneo, inspirándose libremente en la novela homónima de Kôji Suzuki, primera parte de un ciclo de best-sellers. Así pues, hablamos de redefinir la interacción de fuerzas espirituales con los nuevos entornos humanos, actualizando el legado de los filmes de terror de época de Kaneto Shindo o de la magistral Kwaidan (ídem, Masaki Kobayashi, 1964). El tono gélido de Nakata, que perturba y sacude continuamente los cimientos de un relato de apariencia calma y sosegada, es otra de las grandes claves del filme. Si, en tiempos pasados, los espectros del más allá podían asediarnos desde el fondo de una taza de té, hoy son capaces de materializarse a partir de imágenes fotoquímicas o de tomar forma desde un puñado de píxeles. Su incorporeidad les facilita transmutarse de una a otra sustancia con alarmante facilidad, desplazándose sin necesidad de pasaporte entre la patria de lo real y los dominios de la virtualidad. Partiendo de una base tan jugosa, The Ring desatará la avalancha de productos que integran las viejas fantasmagorías de la Era Edo en las sociedades de consumo del siglo XXI. Largas cabelleras negras, níveos kimonos y rostros mortalmente pálidos reaparecen entre traqueteos de trenes, teléfonos móviles, páginas web y cintas de vídeo.

Pero incluso esta The Ring original se trata, en cierta forma, de una segunda adaptación de la novela. Unos años antes, el joven cineasta Chisui Takigawa dirigió la muy curiosa Ringu: Jiko ka! Henshi ka! 4-tsu no inochi wo ubau shôjo no onnen (ídem, Chisui Takigawa, 1995), mucho más próxima a las líneas narrativas de la obra de Suzuki. Así pues, nos hallamos ante dos orígenes paralelos, que partiendo de una premisa similar, encuentran un desarrollo bien distinto para la historia de la resentida Sadako. El panorama presenta aún más complicaciones si tenemos en cuenta que, en una extraña y arriesgada operación comercial, la película de Nakata fue estrenada junto a su secuela, Ring: The Spiral (Rasen, Joji Iida, 1998) directamente basada en la segunda parte de la saga pergeñada por Suzuki. Los actores Hiroyuki Sanada, Miki Nakatani y Yutaka Matsushige repiten los papeles interpretados en The Ring, reforzando la idea de auténtica continuidad entre ambas películas. El atronador éxito de la obra de Nakata desplaza a los márgenes del olvido este otro proyecto. Sin embargo, unos años después, el propio Nakata se encargará de ofrecer su propio desenlace para el inolvidable cuento de horror: The Ring 2 (Ring 2, Hideo Nakata, 1999) sigue la estela argumental de Ring: The Spiral, para desmarcarse de la misma progresivamente e incidir en meditaciones típicamente nakatianas acerca de la responsabilidad maternal y el doble rostro de la vulnerabilidad infantil. El público aplaude con entusiasmo la que ha pasado a concebirse como auténtica secuela de The Ring.

Dejemos al margen la serie de televisión Ringu: Saishûshô (1999) y el spin-off sobre la juventud de Sadako Ringu 0: Bâsudei (Ring 0: Birthday, Norio Tsuruta, 2000), cuya realización escapa a los intereses del texto presente. En cambio, sí creemos que merece la pena anotar, aunque brevemente, cómo el chispazo generado por las películas de Nakata da lugar a un primer remake surcoreano, The Ring Virus (ídem, Kimg Dong-bin, 1999), una interpretación seudocientífica de la extraña cadena de muertes producidas a partir del visionado de la célebre cinta de vídeo. Poco queda de los tradicionales onryô; ésta revisión reduce a cenizas cualquier peculiaridad de la mitología japonesa.

Apenas tres años después, cuando el fenómeno Ringu ha alcanzado su clímax, Dreamworks adquirirá los derechos para traducir a los cánones narrativos y estilísticos del cine comercial norteamericano una historia que ya habían disfrutado cientos de miles de espectadores alrededor del mundo. El todoterreno Gore Verbinski realizará un efectivo ejercicio de género con La señal (The Ring, 2002), que sigue a pies juntillas los derroteros argumentales del filme de Nakata, si bien el conjunto resulta más efectista y estridente que el desdramatizado y áspero original. Las notables recaudaciones en taquilla y la aceptación de la crítica especializada incentivan la idea de realizar una secuela en la que la siempre eficaz Naomi Watts volviese a ostentar el rol protagonista. Tras tensas negociaciones, Dreamworks consigue que el mismísimo Hideo Nakata se sitúe a la cabeza del proyecto. De ésta forma nace una cuarta segunda parte para una saga en continuo proceso de reescritura y expansión. Y, aunque su punto de partida guarda semejanzas con el de Ring: The Spiral y The Ring 2, la trama opta por un nuevo rumbo que deja la puerta abierta a una tercera parte, cuyo estreno está previsto para mediados de 2012.

Como si se tratase de una exploración de las distintas caligrafías que pueden delinear una misma historia y de las múltiples bifurcaciones que un relato puede tomar, sumergirse en los capítulos de la saga, a pesar de sus acentuados altibajos, supone una apasionante inmersión en un inconsciente ensayo sobre los inagotables caminos que puede transitar toda narración antes de escoger una única desviación; no olvidemos que existen cuatro orígenes en la historia de The Ring, y que cualquiera de las secuelas existentes sería una posibilidad viable para cada uno de ellos.

Más fascinante, si cabe, es el caso de la saga conocida como Ju-on, ideada por Takashi Shimizu, íntimo amigo del incatalogable Kiyoshi Kurosawa. Hablamos de un proceso de eterna reelaboración mediante el  reciclaje, una y otra vez, de unos mismos elementos; el conjunto de películas puede entenderse a modo de vastísimo puzzle de piezas multiformes, que no conocen lugar fijo y se amoldan libremente entre sí. Un relato inacabable, en perpetuo proceso de reescritura. Al igual que la maldición que da título a esta peculiar serie fílmica,  será la retroalimentación de sus elementos constituyentes el combustible que haga progresar la saga.

Siguiendo este mecanismo creativo, los dos primeros cortometrajes del director, Katsumi (Gakkô no kaidan G: Katasumi, Takashi Shimizu, 1998) y 4444444444 (Gakkô no kaidan G: 4444444444, Takashi Shimizu, 1998) —apenas rudimentarios bosquejos— serán absorbidos por La maldición (Ju-on, Takashi Shimizu, 2000), primera versión destinada directamente al mercado de vídeo. A su vez, La maldición 2 (Ju-on 2, Takashi Shimizu, 2000) fagocitaría parte del metraje de su predecesora. La repercusión internacional llegará con La maldición (The Grudge) [Ju-on: The Grudge, Takashi Shimizu, 2003], estrenada en cines de Europa y Estados Unidos, que funciona a modo de versión visualmente más sofisticada sobre los orígenes de Kayako y su hijo Toshio, optando por reintegrar algunos de los episodios más logrados del largometraje original. La secuela, La maldición 2 (Ju-on: The Grudge 2, Takashi Shimizu, 2003), estrenada el mismo año, funcionaría a modo de ejercicio de depuración estilística, exhibiendo un mayor dominio de los resortes del género.

Columbia Pictures sería la encargada de idear una coproducción americano-japonesa protagonizada por la estrella televisiva Sarah Michelle Gellar, pero localizando la acción en Japón. Takashi Shimizu se negó rotundamente a dejar el proyecto en manos de cualquier otro cineasta, realizando así dos remakesEl grito (The Grudge, Takashi Shimizu, 2004) y El grito 2 (The Grudge 2, Takashi Shimizu, 2006) — que se nutren de ideas, personajes y secuencias pertenecientes a las cuatro versiones japonesas.

La peculiar disposición narrativa de cada una de las películas no es menos interesante. Ju-on (2000) sentará las bases estructurales del resto del grupo: películas conformadas por compactas set-pieces de carácter costumbrista y anodino, sacudidas por los signos inquietantes que preceden la inminente muerte de un personaje. El orden cronológico de las mismas no es lineal y no existe un protagonista central con el que identificarse; todo hombre y mujer que pisa el hogar de los Saeki muere, tarde o temprano. Shimizu practica el distanciamiento a través de una aproximación fragmentaria y vaciada de dramatismo a la vida de sus personajes. A pesar de su apariencia arcaica, probablemente ésta primera entrega sea una de las propuestas más radicales del fantástico reciente, dado que los capítulos posteriores trabajan en la construcción de un personaje central que será testigo de una larga serie de retorcidas muertes hasta que llegue el momento de la suya propia, ciñéndose a un modelo narrativo más clásico. Los dos remakes americanos abandonan la división por capítulos y revisten el relato de una apariencia convencional: sus protagonistas son ciudadanos norteamericanos que se enfrentan a una fuerza mitológica ajena a sus raíces y nociones culturales; muy coherentemente, el relato adquiere los contornos de un thriller policíaco, donde los jóvenes gaijin reúnen y cotejan pistas con tal de desvelar el atroz misterio. A través de este replanteamiento genérico de la trama original, el cineasta nos demuestra que el remake también puede convertirse en un punto de encuentro cultural, en el espacio de un enriquecedor diálogo entre formulaciones cinematográficas distantes.

Nadie puede salvarse: ésta manifestación inquietante de una ira inagotable y voraz no parece tener fin. Las películas de Shimizu conversan entre sí, se complementan y completan, ofrecen al espectador la información que otra entrega nos había escatimado, mientras un puñado de personajes transitan entre uno y otro largometraje hasta que la irrevocable maldición salga a su mortal encuentro. Ju-on es un crucigrama incompleto, imperfecto y alucinante. Y no olvidemos, por cierto, la ignorada presencia de una bastarda tercera parte —El grito 3 (The Grudge 3, Toby Wilkins, 2009)— y de dos spin-off supervisados por el propio Shimizu —The Grudge: Girl in Black (Ju-on: Kuroi Shôjo, Mari Asato, 2009) y The Grudge: Old lady in White (Ju-on: Shiroi rôjo, Ryûta Miyake, 2009) —.

Por último, cabe reseñar brevemente el caso de la extraordinaria Kairo, cuyo nefasto remake estadounidense ha creado escuela: dos secuelas explotan, hasta consecuencias apocalípticas (temática y cinematográficamente), el atroz universo recreado por el cineasta de Kôbe.

3 En la última escena de Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas (Lung Boonmee raluek chat, Apichatpong Weerasethakul, 2009), un monje budista debe decidir si quedarse en un cuarto de hotel viendo la televisión o cenar en un restaurante con una amiga suya. Weerasethakul, en lugar de someter al joven a la desagradable obligación de escoger tan sólo una opción, prefiere representar las dos bifurcaciones posibles del relato simultáneamente, desdoblando al desconcertado personaje. A través de una disyuntiva tan cómicamente trivial, las imágenes sugieren la existencia de múltiples realidades que conviven en el cine: aquellas que suceden ante nosotros y las que nunca llegan a realizarse. Casi todos los grandes hallazgos de la vida son fruto del arbitrio y de la falta de intenciones definidas: directores de cine como Hideo Nakata, Takashi Shimizu, Gore Verbinski, Joel Soisson o Kim Don-bin, han generado una galaxia fílmica viva y orgánica, en persistente movimiento, cuyos elementos se prestan a infinitas combinaciones, invitándonos a (re)pensar las infinitas posibilidades de una historia a la hora de ser contada. Porque una narración no sólo se define a partir de lo que sucede a lo largo de su transcurso, sino, muy especialmente, por todo aquello que podría haber sucedido y que permanece, implícito, en su espíritu.