La balada del capitán Spaulding
La opera prima del popular músico Rob Zombie, La casa de los 1000 cadáveres (House of 1000 Corpses, 2003), no tardó en ser señalada, poco después de su estreno, como uno de los splatter más originales de los últimos años. No obstante, a pesar de transmitir en sus mejores momentos la atmósfera de absoluta locura que pretende, este cocktail cinéfilo no deja de ser un remake más o menos encubierto o incluso un plagio de la fundacional La matanza de Texas (The Texas Chainsaw Massacre, Tobe Hooper, 1974). Su mayor error radica en la explicitación total de los hechos que narra. Parece olvidar que el auténtico impacto de la pieza de Hooper se encuentra en la desquiciada utilización del sonido que conduce al paroxismo. Caótica y en exceso lisérgica, la película de Zombie, todavía hoy la más hilarante de su filmografía, con permiso de la fallida The Haunted World of El Superbeasto (2009), a pesar de sus limitaciones, no tardó en conseguir una tropa de admiradores que la elevaron a la categoría de culto.
Por supuesto, la inevitable secuela no tardó en llegar, si bien con una importante serie de variaciones que parcialmente la alejan de su grotesco precedente. Los renegados del diablo parte también de La matanza de Texas, en concreto de su segunda parte. Pero al contrario que en La casa de los mil cadáveres, el realizador extrema y corrige el planteamiento del filme de Hooper. Al igual que sucede en aquella, cobra protagonismo un familiar de una de las víctimas de la primera película sediento de venganza. Sin embargo, el enajenado Lefty Enright (interpretado por un Dennis Hopper todo muecas), acaba quedando, duelo con sierra mecánica incluido, como un mero apunte conseguido en un conjunto inexplicablemente convencional, frente al alucinado santurrón John Quincy Wydell, ávido de la sangre de la familia Firefly, los matarifes responsables del asesinato de su hermano, que se descubre ya en el arranque como un personaje tan sádico y extremo como Spaulding y su troupe. La incorporación en la trama de un protagonista a priori positivo que no tarda en revelarse como un ser tan abyecto como sus demonios, la ausencia de personajes con que el espectador pueda llegar a empatizar, y sobre todo la progresiva y radical inversión de roles que se produce, sitúa al espectador en una suerte de tierra de nadie en la que no parecen existir ninguna clase de reglas. De pronto, en el último tramo, se plantea una determinada complicidad con los carniceros que son presentados como víctimas indefensas frente a las atrocidades del agente de la ley. Todo el esquema genérico clásico es derrumbado atrapando por completo a un espectador conmocionado y perdido que sólo puede asistir indefenso, como una víctima más de la atrocidad de los protagonistas, al desarrollo de los acontecimientos. Las intenciones del cineasta son loables, y están parcialmente logradas, pero acaba siendo víctima de la forma que utiliza para plasmarla. En exceso caótico (si bien comparativamente mucho menos que en su anterior trabajo) y víctima de sus desmedidas ambiciones artísticas, reñidas con sus limitaciones como narrador, cae también en un psicologismo barato que posteriormente sentenciará sus revisiones del clásico de John Carpenter, La noche de Halloween (Halloween, 1978).
La mayor virtud, sin duda, de Los renegados del diablo, se encuentra en la relativamente bien organizada cinefilia que la sostiene. Para su elaboración, Zombie parte del western, y en concreto de la mirada crepuscular que caracteriza al género a partir de finales de los sesenta. Grupo salvaje (The Wild Bunch, Sam Peckinpah, 1969) y Dos hombres y un destino (Butch Cassidy and the Sundance Kid, George Roy Hill, 1969), dos de las piezas más significativas de la evolución que experimenta el western, son las principales influencias. Del filme de Peckinpah, el director intenta atrapar su estilizado lirismo y la rotundidad de las secuencias violentas. Por desgracia los mejores hallazgos visuales del autor de Pat Garrett y Billy the kid (Pat Garrett & Billy the Kid, 1973), están muy lejos de las limitaciones narrativas y de los torpes y caóticos recursos formales que Rob Zombie domina. De la mítica película de Newman/Redford, busca los elementos desmitificadores y cierto tono desenfadado que choca por momentos con la gravedad de la propuesta. Lamentablemente, los protagonistas no tienen el carisma de Paul Newman, William Holder o Robert Ryan y Zombie no conoce, o al menos no controla lo suficiente las características del género como para permitirse el lujo de transgredirlas y añadirlas a su discurso. El desenlace sin ir más lejos, literalmente sacado de Dos hombres y un destino, intenta convertir a los Firefly, en su huida desesperada, rodeados por la policía, en personajes de leyenda. Rob Zombie no se da cuenta de que una leyenda no se construye tan sólo a partir de superficialidades o el morbo más grotesco. A sus creaciones les falta auténtica alma y les sobran trazo grueso y chistes cinéfilos que en realidad no significan demasiado.
Los renegados del diablo, tiene una particular suciedad narrativa, no por convencional menos lograda, y sobre todo supone una inmejorable pieza para comprender las mutaciones que en los primeros años del nuevo milenio está experimentando el cine de terror. Así que, estimado lector, si tiene usted estomago suficiente para adentrarse en los horrores de la casa de los mil cadáveres, en lo más profundo de los Estados Unidos, no se pierda la oportunidad de descubrir a la familia más devota del inmortal Groucho Marx.