Torture Porn

El terror llama a su puerta

La reacción del crítico estadounidense Roger Ebert ante The Human Centipede: First Sequence (Tom Six, 2009), uno de los últimos eventos en la órbita del torture porn, resume la incomprensión analítica con que ha sido tratado lo que nos atreveríamos a describir, no como subgénero o tendencia de cierto impacto durante la pasada década, sino como infección imprevista en el rumbo del audiovisual pactado a lo largo de la época.

«Se me exige que otorgue estrellas a las películas que reseño pero, en el caso de The Human Centipede, desisto», gemía Ebert; «el sistema de calificación mediante estrellitas es inaplicable a esta película. ¿Es buena? ¿Es mala? ¿Importa? Es lo que es, y se ubica en un universo en el que las estrellas no brillan». Su retruécano formal tenía una evidente intención reprobatoria. Pero, como ocurre a menudo con los juicios sumarísimos, el de Ebert estaba desvelando en el fondo su miedo a adentrarse más allá del confortable resplandor de sus propias categorías críticas y morales.

Y es exactamente esa la razón de que el cine de terror resulte víctima perenne de la ceguera crítica. Por su naturaleza intrínseca de mirada a y desde la oscuridad, de espejo inflexible para con nuestros miedos individuales y gregarios, de reflejo de nuestros sentimientos menos asimilables por el ecosistema social, parece lógico que el género sea invisible o incluso refractario a los conformes con un simulacro de las cosas que, solo a regañadientes y a destiempo, admite que la luz artificial de lo consensuado se vea enriquecida por las sombras de las monstruosas pesadillas que aquejan a la razón instrumental colectiva.

Resulta sintomática al respecto la anécdota que contaba Eli Roth meses después de que se estrenase su segunda realización, la crucial Hostel (íd. 2005), y de que otro crítico, David Edelstein, acuñase el término torture porn para delimitar el espacio representativo inédito que la cultura mainstream empezaba a conceder por entonces al tormento reiterado y explícito de seres humanos. Roth explicaba que, mientras en Estados Unidos los bienpensantes de uno y otro signo ideológico le lapidaban desde los púlpitos mediáticos, no hacía más que recibir cartas agradecidas de soldados destinados en Irak: tras jornadas de cruentos combates, situaciones dantescas y amargas reflexiones sobre el absurdo de su presencia en el país asiático, de vuelta en sus campamentos los militares disfrutaban en masa de las atrocidades expuestas en Hostel.

Roth atinaba al concluir que las mismas no solo podían servir a los propósitos de aliviar la tensión nerviosa acumulada y conectar con imaginarios afines a sus experiencias reales en el caso de los soldados; sino, en menor medida, en el caso de cualquiera que se viese obligado a disimular cotidianamente su miedo. Y, si en Occidente ha reinado un estado de ánimo desde el 11-S y sus réplicas, ha sido El Miedo. Miedo que el cuerpo social ha tratado de soslayar cobijado bajo una irresponsable burbuja emocional, económica, moral y creativa que, a la hora de escribir estas líneas, ya ha reventado; delatando su virtualidad, y devolviéndonos al desierto de lo real que solo el torture porn ha tenido la audacia de transitar durante los años previos con sangre, sudor y lágrimas, cuyas salpicaduras han dibujado el malestar de una cultura.

Mientras el grueso del cine comercial apostaba por lo digital y los grandes relatos episódicos e infantiloides, y el audiovisual de autor hacía gala satisfecha de una alienación formal y discursiva que lindaba con la oligofrenia, el torture porn nos dejaba claro que, como hoy y como mañana, estábamos en guerra. Y que, quien no lo sintiera así, era cómplice de los vencedores. Por tanto, el enemigo a batir.

Con una rabia autodestructiva, exhibicionista, esquizofrénica, fruto de su concepción alucinada entre frikis y ejecutivos de estudios, sus imágenes abyectas y su carácter reactivo, que no reaccionario, a la corrección política, el torture porn ha sido uno de los pocos escenarios donde se ha debatido la (a)moralidad de los tiempos que nos había tocado vivir y nuestra flexibilidad adaptativa a los mismos, en forma de ceremonias sacrificales de autoconocimiento; de relatos sin más relato que un auto de fe o el Grand Guignol, herederos del splatter, el exploitation y el gore oriental; sin más jalones narrativos que los impuestos por «el miedo, el malestar físico, el escándalo de la razón y la moral, los actos y las actitudes que taladran nuestra conciencia sin posibilidad de escape» (Antonio José Navarro).

Así, Saw (íd. James Wan, 2004) y sus seis secuelas hasta la fecha han representado el mundo como mazmorra laberíntica regida por un demiurgo capaz de transformar a las víctimas en verdugos y viceversa, en la que se han purgado hasta la extenuación la indiferencia y falta elemental de principios con que tratamos en el día a día a nuestros semejantes; la sexta entrega, Saw VI (íd. Kevin Greutert, 2009), que hizo auténtica bandera de ese mensaje, fue no por casualidad censurada en España a través de la calificación X.

Provocador hasta lo insoportable era el discurso de Martyrs (Pascal Laugier, 2008), la más atractiva muestra del relevante torture porn galo (inédita por supuesto en nuestro país), que apelaba a Foucault para ejemplificar cómo los esfuerzos del sistema por cimentar un simulacro de paz social y otorgar una aureola trascendente a sus actos, requieren de la sumisión y hasta la conversión abusiva a sus fines de los sujetos discordantes.

The Collector (Marcus Dunstan, 2009), posiblemente la obra maestra del movimiento, establecía una fascinante dialéctica entre los mecanismos del torture porn y los del thriller y el noir, lo que nos remitía por añadidura a los torture porn premilenaristas —distinguidos y elípticos— por excelencia: El silencio de los corderos (The Silence of the Lambs. Jonathan Demme, 1991) y Seven (Se7en. David Fincher, 1995). Scar (íd. Jed Weintrob, 2007) haría lo propio con el slasher de los ochenta, y La matanza de Texas (The Texas Chainsaw Massacre. Marcus Nispel, 2003) con respecto al de los setenta.

W Delta Z (Tom Shankland, 2007) se preguntaba por la pervivencia del amour fou en un entorno sujeto a sentimientos pragmáticos y rentables, constructivos. Los renegados del diablo (The Devil’s Reject. Rob Zombie, 2005) llevaba al límite las actitudes de sus psicopáticos protagonistas, y después ponía a prueba nuestro presunto relativismo moral al hacer de ellos héroes crepusculares. Habitación sin salida (Vacancy. Nimród Antal, 2007), The Poughkeepsie Tapes (John Erick Dowdle, 2007) y Colinas sangrientas (The Hills Run Red. Dave Parker, 2009) propiciaban turbadoras lecturas metacinematográficas. Wolf Creek (íd. Greg McLean, 2005) nos recordaba que lo hiperreal debe cuidarse muy mucho de volver la mirada atrás, so pena de caer presa de lo primitivo latente. En la estela de Hostel, Turistas (John Stockwell, 2006) y Borderland (Zev Berman, 2007) exacerbaban la paranoia estadounidense post 11-S en lo relativo a lo que aquel país podía esperar de la escena internacional. Captivity (íd. Roland Joffé, 2007) vulneraba con total inconsciencia las barreras entre el torture porn y el melodrama romántico para pijillas anoréxicas…

Es aquí donde toca profundizar en lo que apuntábamos al principio y a lo que aludía el citado Edelstein: el torture porn como síntoma extrapolable más allá de un coto genérico. No importa si, como moda, está agotado —eso insinúan algunos, aunque cualquier página de descargas alegales continúa descubriéndonos a diario infinidad de propuestas de la serie B a la Z—. La tortura en sí misma, como engranaje literal y metafórico en los bastidores de nuestro impoluto sistema de vida (asunto que la reciente muerte de Osama Bin Laden ha devuelto a primera línea de actualidad), ha sido el argumento de intrigas de alcance sociopolítico como The Killing Room (Jonathan Liebesman, 2008), The Tortured (Robert Lieberman, 2010), Amenazados (Unthinkable. Gregor Jordan, 2010), Les 7 jours du talion (Daniel Grou, 2010) o la serie 24 (íd. Joel Surnow y Robert Cochran, 2001-2010), amén de tener papel en las imágenes de, entre otras, Casino Royale (íd. Martin Campbell, 2006), El buen pastor (The Good Shepherd. Robert De Niro, 2006), Expediente Anwar (Rendition. Gavin Hood, 2007), The Girl Next Door (Gregory Wilson, 2007), An American Crime (Tommy O’Haver, 2007) y La verdad de Soraya M. (The Stoning of Soraya M. Cyrus Nowrasteh, 2008).

Más aun, la violencia gráfica por fin parece haber devenido herramienta formal asumida por todo tipo de realizadores, con lo que ello acarrea en términos de crispación y cuestionamiento del sosiego expositivo, ideológico, que había caracterizado hasta la fecha otros cines. Véanse La vida de David Gale (The Life of David Gale. Alan Parker, 2003), La pasión de Cristo (The Passion of the Christ. Mel Gibson, 2004), Slumdog Millionaire (íd. Danny Boyle, 2008), Anticristo (Antichrist. Lars von Trier, 2009), Cisne negro (Black Swan. Darren Aronofsky, 2010), Red White & Blue (Simon Rumley, 2010), El castor (The Beaver. Jodie Foster, 2011)… La comedia popular norteamericana está mostrándose especialmente susceptible al contagio por el virus de lo explícito, y en Resacón en Las Vegas (The Hangover. Todd Phillips, 2009), Ahora los padres son ellos (Little Fockers. Paul Weitz, 2010), Salidos de cuentas (Due Date. Todd Phillips, 2010) y ¡Qué dilema! (The Dilemma. Ron Howard, 2011) no ha sido raro toparnos con palizas brutales, chorros de hemoglobina, rostros tumefactos y heridas de bala.

El etólogo Konrad Lorenz sostenía que, pese a su mala prensa, la agresividad es parte esencial en la organización preservadora de la vida. Bien podríamos concluir que el terror extremo también ha sido parte vivificante fundamental de la imagen generada en los últimos diez años. Una imagen a la que han sacado brillo servil críticos como Roger Ebert y los emasculados cahieristas de turno, ciegos por contra a los profetas de un cataclismo que hace tiempo dejó de llamar a nuestra puerta y empezó a derribarla a hachazos.