Yimou menor
La Historia siempre es una buena compañera de viaje, imprescindible si queremos establecer una mínima perspectiva en cualquier análisis artístico, también cinematográfico. Aunque sea Historia reciente, como ocurre en el caso del cineasta chino Zhang Yimou (Shaanxi, 1951), es obligado traerla a colación, puesto que parece haberse olvidado ya, tan pronto: 1988, Oso de Oro en el Festival de Berlín (Sorgo rojo); 1991, León de Plata en Venecia (La linterna roja); 1992, León de Oro (Qiu Ju, una mujer china); 1994, Gran Premio del Jurado en Cannes (¡Vivir!); 1999, segundo León de Oro en Venecia (Ni uno menos); 2000, Gran Premio del Jurado en Berlín (El camino a casa). Es solo una selección de seis de los reconocimientos más relevantes para el que es, en mi opinión, uno de los mejores cineastas vivos y, quizá, uno de los mejores estilistas cinematográficos de todos los tiempos.
Esta breve introducción, en la que se citan algunas de sus mejores películas, entre ellas las redondas La linterna roja y ¡Vivir!, es importante por dos razones. La primera, que estamos ante uno de esos casos de incomprensible desprestigio crítico, motivado en parte por razones extracinematográficas (la simpatía mutua entre el cineasta y el régimen chino, especialmente), y en parte por el advenimiento de nuevas modas. La segunda razón es que, ciertamente, el Yimou de aquella época (hasta La joya de Shangai, probablemente) no es el de hoy, a pesar, por supuesto, de que no se le ha olvidado rodar, y de que ha seguido haciendo películas tan brillantes como Héroe (en mi opinión, una de las mejores de las últimas dos décadas) o tan notables como Ni uno menos, El camino a casa, Happy Times, La casa de las dagas voladoras o La maldición de la flor dorada.
Sin embargo, ciertamente, su evolución no es precisamente satisfactoria, y en este sentido el filme que nos ocupa es quizá ejemplo paradigmático y, seguro, el escalón más bajo de su filmografía reciente, quizá de toda su carrera. Esa evolución está marcada por dos aspectos, la occidentalización de las formas y el manierismo escenográfico, que redundan en un alejamiento de la radical autenticidad que ha alumbrado siempre su cine, aunque mantenga, eso sí, un profundo compromiso con la Historia y la sociedad chinas.
Sorprende ver en un filme de Zhang Yimou, por ejemplo, esa moda detestable de rodar con cámara en mano escenas de todo tipo, por más que su contenido necesitara la estabilidad que da el trípode; una moda que ya no es moda porque es más vieja que el zoom, pero que ensucia la imagen y transforma el montaje en algo impreciso y aleatorio y que, sí, puede considerarse eminentemente occidental. Algo que ver con lo occidental tiene también la tendencia a coreografiar cualquier argumento, convirtiendo el ritmo en la suma del movimiento de los personajes, el ralentí y el montaje rápido, cuando la autenticidad de Yimou, su maestría, se encontraba en la consecución de encuadres y composiciones serenas que ofrecían al espectador un ritmo interno casi lírico, semejante al que producen las palabras en las obras de los grandes poetas.
Si algo se conserva en el último filme de Zhang Yimou, respecto de su tendencia a la pureza del lenguaje fílmico, es su extraordinaria capacidad para narrar sin palabras, como sucede en la mayor parte de la última media hora de Una mujer, una pistola y una tienda de fideos chinos. Lo que ocurre es que el argumento del filme apenas si da para algo más que un corto de larga duración, y su tono grotesco en ocasiones se adapta mal al estilo del cineasta chino, por más que ese aliento operístico que parece animar buena parte de su cine reciente —y que tiene mucho que ver con su evolución en la puesta en escena, influida probablemente por otras actividades artísticas a las que se viene dedicando— trate de envolver una fragilidad que poco o nada tiene que ver con la mayoría de las películas que ha hecho en todos estos años.
Pero qué duda cabe de que incluso entre los fotogramas más desequilibrados de su carrera pueden observarse destellos de una raigambre narrativa sensacional, capaz de sintetizar en una imagen el relato completo de la vida de un personaje; capaz de sacarnos del letargo de un argumento sin vida con el vigor singular de una cámara de repente lúcida y brillante; capaz de embelesarnos con la quietud y el lirismo de un plano vacío, de un silencio tumultuoso. Si de algo es incapaz un artista de talento es de caer en la medianía, por más que su obra esté afectada de una irregularidad y de una fragilidad tan alarmantes como las que aquejan a la última película de Zhang Yimou.