En las décadas de los setenta y ochenta, el cine de la productora Troma se constituyó como incómoda guerrilla —a veces satisfactoriamente revolucionaria, otras derivativa y formulista en su apasionamiento naif— de un cine hecho (literalmente) desde las tripas para un público de fans asqueados de una vida sin el glamour histérico del higadillo y el rojo hemoglobina. Quizá fuera precisamente esta fijación —estridente, machacona— por la sangre lo que acabara por difuminar, si no aplastar, lo que mejor tenía la productora: su complicidad con el loser adolescente y, muy especialmente, el humor cafre, desmitificador, a menudo vitriólico y, con todo, buenrollista, que salpimentaba los fotogramas de sus mejores títulos. Comedias zafias o pastiches retro, en su mayoría merecedores de sopesada reivindicación, como Combat Shock (1986), Hollywood Zap! (1986), Las camareras se suben por las paredes (Waitress!, 1981), Screamplay (Rufus Butler Seder, 1985) o Def by temptation (James Bond III, 1986) cuyas dianas conceptuales, muchas veces, se hallaban muy por encima de sus virtudes más evidentes y epidérmicas, ensalzadas hasta la extenuación precisamente por las hordas de fans que, en ocasiones, funcionan también como los mejores verdugos de la noble causa.
Cuando el impulso de la juerga eighties, tan chabacana, teenager y hedonista ella, evidenciaba palpables síntomas de agotamiento, la productora comenzó a parecerse a un juguete anacrónico y roto, extraño en un mundo que comenzaba a hacer serie B con presupuesto y moral de serie A y que volvía a reivindicar los valores tradicionales como lenitivo contra el Apocalipsis multimedia: un monstruo en un mundo que abominaba de lo monstruoso después de haberlo convertido en una efímera moda (la cultura freak) con etiqueta indie y fecha de caducidad al reverso. Hubo, eso sí, un último pataleo por parte del taimado Kaufman, más moderno, joven y destroyer que nunca: la jugada no cuajó, de puro extrema y post-punk, pero se saldó con un puñado de exquisitas barrabasadas, con la excelente Terror Firmer (1998) a la cabeza, y la irrupción en la arena de prometedores talentos de la catadura de Trent Haaga y James Gunn, que pronto abandonarían la placenta tromática para iniciar sendas carreras en solitario.
Una película como Hobo with a Shotgun se revela hoy por hoy disfrutable de manera autónoma, pero no por ello conviene minusvalorar las claras deudas que presenta con esta última etapa de Troma (esa ciudad postapocalíptica, casi una Tromaville hipster, o esos villanos histéricos de opereta suburbial) que empezó a cambiar la gracia infantiloide de sus primeros títulos por una catarsis autoconsciente, cool y furiosamente desmelenada, más cercana a los últimos títulos de Robert Rodríguez —o a la escuela Mark Millar— que a los referentes originales en clave Z. Más hipertrófica y altiva (para bien) que casposa, la película no se limita fotocopiar los últimos highlights tarantinescos, sino que da muestras eficientes de conocer bien la letra de sus padres (Carpenter) y abuelos (Aldrich, Peckinpah). El titánico Hauer, por su parte, revive los tiempos de Segundo Sangriento (Split second. Tony Maylam, 1992) componiendo un personaje que es, a la vez, un trasunto del Stroszek herzogiano con debilidad por la ingesta de cristales y ultimísima mutación del vigilante clásico: en estos tiempos, poco más que un indignado con la metralla necesaria. Hauer encarna esa idealización (¿erotización?) de la clase media-baja tan propia de la postmodernidad, y con su héroe homeless, estereotipo que no llega al caricato, consigue hacer de la necesidad, carisma, un poco a la manera de Mickey Rourke. La buena noticia es que en la operación no hay lavado de cara: la película es tan salvaje como su trailer promete, y aunque los malos son tan malos como el guion precisa y los héroes tan blandos —de corazón— como cabía esperar (el espíritu cómic-book impide, a veces, la gama de grises), la mano de Eisener orquesta el conjunto con brío y sentido épico, eliminando tramas y tiempos muertos, con el aderezo constante de litros de sangre y homenajes pulp —de Mad Max (George Miller. 1979) a Leone, pasando por toda la roña italiana de los setenta y ochenta—, alguna que otra escena magnífica de inspiración kaufmaniana (la matanza de niños en el autobús colegial), un elenco que se toma en serio la broma, e incluso encuentra hueco para sorprendernos con una bonita historia de amor imposible al borde del precipicio.
Continuaremos luciendo carné de hooligans de Hauer hasta la llegada de un juicio final cansinamente postergado, que ojalá nos sorprenda empuñando el mando del VHS como sustitutivo del fálico pistolón de turno. Y aguardamos con ansia más desvíos de lo real tan generosos como este Hobo with a Shotgun, ejemplo luminoso de cómo las epopeyas postapocalípticas vuelven a acoger los manifiestos políticos más rabiosos y subversivos en tiempos de caos sociocultural. Y ojo a la novata y muy hermosa Molly Dunsworth, cuya manera de desperezar conciencias a balazo limpio deja en bragas a la sosita Jessica Alba de Machete (Rodriguez, 2010).