13 asesinos

El lado más salvaje de la vida

Esta película deja una sensación ambivalente. Por una parte el goce de una película de acción trepidante, elaborada por la mano y el ojo de un director que conoce su oficio y sabe de los clásicos. Por otra, la duda, persistente, sobre lo que pudo ser y no fue. Takashi Miike parece moverse por el lado más salvaje de la vida, del cine, con películas rebosantes de violencia y sadismo. 13 asesinos sin embargo da la sensación de que Miike se haya domesticado.

13 asesinos es la nueva versión de una leyenda popular de Japón de la cual se desconoce si tiene una base histórica. A mitad del siglo XIX un señor feudal, hermanastro del shogun, aterroriza diversas provincias. Su actitud cruel y despótica se resume en la idea que los siervos viven y, sobretodo, mueren según los deseos y necesidades de su señor. Ante tal situación la justicia no se atreve a reaccionar y el más alto magistrado resuelve acabar el conflicto encargando la muerte del tirano a un grupo de asesinos, liderado por un conocido samurái. Miike arranca la historia con tres ejemplos de terror fascista y muy coherentes con diversos ejemplos de su filmografía: el harakiri del gobernador de la provincia debido a su incapacidad de resolver la situación filmado en primer plano (con el rostro lleno de dolor y angustia mientras oímos como el cuchillo desgarra las entrañas) al que sigue la masacre de su familia a flechazos, la violación y muerte de unos anfitriones en una recepción a manos del invitado de honor y, finalmente, la muestra extrema de su sadismo en una secuencia tan concisa como terrible, tan desprovista de sangre como evocadora de la misma, del terror más absoluto. La historia daba pie, pues, a la desazonante y perturbadora puesta en escena que Miike exhibiera en otras cintas. De hecho, podría orientarse perfectamente, al menos en su primera mitad, a una versión oriental del Saló o los ciento veinte días de Sodoma (Salò o le centoventi giornate de Sodoma. P.P. Pasolini, 1975). Sin embargo el director abandona esta tendencia y substituye la tensión inherente a cada secuencia por una línea creciente de tensión acumulada en un relato completamente integrado en la tradición del jidai geki, el cine de samuráis y luchas a espada. El protagonista, Shinzaemon, recluta en el segundo tercio de la cinta, a su grupo de  samurais y ronin, equipo al que se unirá un peculiar cazador (evocación de los tanuki, juguetones seres fantásticos entre mapache y hombre) que les ayudará en la construcción de la gran trampa que tenderán al tirano y sus huestes. El último tercio de la película está dedicado íntegramente a la batalla entre unos y otros.

Miike está, podría decirse, sorprendentemente clásico. Tan sobrio, tan preciso, que parece ser otro director, alejado de sus obras voluntariosamente desequilibradas e  hiperbólicas como, por poner dos ejemplos harto diferentes,  La felicidad de los Katakuri (Katakuri-ke no kôfuku 2001) o Ichi the killer (Koroshiya, 2001). La batalla es arrebatadora y la energía puesta en los encuadres y los travelling permiten un goce absoluto de la acción. El problema radica en que 13 asesinos está más cerca de cintas como Los profesionales (The Professionals, R. Brooks,1966) o Los siete magníficos (The Magnificent Seven, J. Sturges, 1960), obras tan funcionales como la propia acción desarrollada por los grupos que las protagonizan, que de la cinta que inevitablemente nos viene a la mente, Los siete samuráis (Shichinin no samurai, A. Kurosawa, 1954) en la que el contexto humano y la creación del grupo, sus relaciones internas, estaban tan desarrolladas como el conflicto bélico. Nos atrae más la acción en sí misma, la escenografía y la coreografía, que el resultado de la batalla. No llegamos a empatizar con el grupo de justicieros ni los comentarios de sus rivales bastan para que destaquen en el fragor de la batalla, Evidentemente, Takashi Miike no pretende más de lo que nos ofrece. Ni quiere imitar a Kurosawa ni elaborar una cinta especialmente original. El objetivo de Miike es alinearse con los clásicos  en lugar de elaborar actualizaciones del género como hicieran Yoji Yamada  en El ocaso del samurái (Tasogare seibei, 2002)  o La espada escondida (Kakushi ken oni no tsume, 2004), Nagisha Oshima en Tabu (Gohatto, 1999) o Takeshi Kitano en Zatoichi (2003). En este sentido, Miike consigue su objetivo en una cinta que ralla el clasicismo y supera en resultados a otro autor que se refugió en el clasicismo del género de yakuza, el Kitano de Outrage (Autoreiji, 2010).  Así pues, aunque la preparación de la batalla y el desarrollo de algunas secuencias son mecánicas, nos sirve una delicatessen con la ayuda de un excelente equipo de arte. La lucha entre los samuráis con las espadas dispuestas al combate y clavadas en el suelo o la carga de los toros llameantes bastan para que, a diferencia del tanuki, no digamos que nos aburren los samuráis. Habrá que esperar ahora (poco por que Miike no cesa de rodar) para saber si su carrera se mantiene en esta modalidad más clásica o si bien regresa a su terreno, al lado más salvaje de la vida.