Ajita Wilson es sin lugar a dudas uno de los rostros y personajes más fascinantes del universo del cine erótico de los setenta y ochenta. Nacida George Wilson, esta imponente negraza de expresión completamente ida continúa siendo uno de los iconos más perdurables de su época, amén de un recuerdo difuminado de una manera de entender el cine, y también la interpretación, ya dejada atrás. Puede que no fuera una actriz destacable, en términos académicos, pero su mirada desprendía una fiereza y una sensualidad fuera de lo común, que hizo las delicias del público protopajillero de una España que se abría de piernas y mentes al mundo del sexo libre. Zambullirse en su filmografía sin las adecuadas precauciones entraña riesgos nada desestimables, pero no conviene tampoco perderse clásicos del soft más retozón y cutrelux como Black Aphrodite (Filippou, 1977), Escape from Hell (Mulargia, 1981), o los que rodó en España, Sadomanía (1981) y Macumba sexual (1983), ambas de Jesús Franco, como las igualmente recomendables Catherine Cherie (Jaime Jesús Balcázar, 1982), o Apocalipsis sexual (Carlos Aured, 1982), entre otras. Por supuesto, también hizo cosas más explícitas que los interesados pueden rastrear fácilmente via Internet. Pero aquí estamos para hablar de una de sus obras menos conocidas y también más enigmáticas: La princesa desnuda, de Cesare Canevari.
Harto difícil se antoja la tarea de describir la alegre torpeza y sublime descontrol que se desprende del visionado de la rareza que nos ocupa. Empecemos diciendo que durante toda la película, Ajita Wilson muestra un semblante de perplejidad que se contagia al espectador a medida que la acción avanza. Híbrido de drama, comedia romántica, sátira corrosiva, cine de espías y delirio pajillero de obvios enclaves exóticos, La princesa desnuda tal vez sea una de las películas más indefinibles, extrañas y, por tanto, estimulantes, que pueden encontrarse dentro del dilatado universo de la sexploitation. Su director, Cesare Canevari, es lo que podríamos definir como un pájaro de mucho cuidado —de su filmografía sobresalen títulos tan poco prestigiosos como La última orgía de la Gestapo (L´ultima orgia del III Reich, 1977)—, pero hay que reconocer su meritorio esfuerzo de dotar a la cinta de una personalidad muy particular —un montaje desbocado, lleno de planos picados y subjetivos by the face y encuadres forzados para recalcar el desconcierto de ciertas atmósferas—, especialmente en las escenas menos narrativas, que van más allá de la mera exposición carnal para solaz del aficionado. La película arranca con la conversación entre dos periodistas: uno de ellos, especie de trasunto spaguetti de Arturo Fernández, ha decidido renunciar a la noticia del día para hincar el diente a una exclusiva mucho más apetitosa: la llegada de la princesa Mariam —en la versión doblada al español llamada Emmanuelle—, esposa de un temible dictador africano, a tierras milanesas con la intención de negociar con el gobierno del país. El periodista hace hincapié en que la princesa es la viva personificación del sexo y que su efecto sobre hombres y mujeres es fulminante. A partir de ahí, toda la película puede verse como un efectista poema dedicado a exaltar la sexualidad de la negra, que abarca desde los registro más bufos —las tronchantes reuniones con los políticos, pura comedia italiana populachera— a los más sombríos —la violación en el parque o la orgía final en el burdel—. Ajita Wilson cumple siempre y parece como drogada en la mayoría de las escenas (hasta tal punto que la dobladora española sufre lo que no está escrito para encajar sus frases en boca), algo que, ciertamente, encaja bastante bien con el misterio y magnetismo de su personaje. Por su parte, Tina Aumont está divertidísima en un papel de confidente-espía que se deja tentar por su lado sáfico nada más conocer a la deslumbrante princesa.
Exhibicionismos y calenturas —que las hay, y nada despreciables para los menos prejuiciosos— aparte, lo que más llama la atención de la película, vista hoy día, es su dimensión satírica, tan frontal y honesta como en el de muchos títulos del género, cuyo substrato de denuncia fue debidamente parodiado/homenajeado en la brillante Machete (Robert Rodriguez, 2010). Canevari no se corta un pelo a la hora de dar a entender, desde las primeras secuencias, que el Milán de entonces, marcado por una corrupción soterrada, era tanto o más hostil que la profunda África azotada por el poder de monstruosos dictadores. Y lo que es más importante, la película nos habla —de una forma un tanto tosca, pero no menos efectiva— de cómo el Primer Mundo, guiado por intereses meramente económicos, tantas veces utilizó a los países subdesarrollados como campo de experimentación, para lo cual no tuvo reparo en apoyar la más cruentas matanzas. Todo esto, en clave de humor más cínico que crítico, queda reflejado en La princesa desnuda de una forma tanto o más ilustrativa y punzante que en La doctrina del shock (The Shock Doctrine, Whitecross y Winterbottom, 2009). Y hablo de cinismo porque el bueno de Canevari, después de colarnos varias escenas de una epatante brutalidad, entre otras una orgía psicodélica bajo los efectos de las drogas en las que tiene importancia capital un enano sin nada que envidiar a Peter Dinklage, no se corta en concluir su película con la típica escena de comedia romántica en el aeropuerto, con un sostenido y ridículo juego de miradas entre Ajita Wilson y el galán de casi medio minuto de duración, un polvo en un urinario y una coda de chistecillos coyunturales sobre el devenir de cada personaje. Y no hablemos ya de su discurso sobre la responsabilidad ética del periodismo amarillista. Resumiendo: los cineastas de guerrilla italianos de estos años los tenían cuadrados.