El héroe y el villano
Qué es lo que define a un héroe? Sin duda alguna, sus notas distintivas están ligadas a términos como la valentía —e incluso la temeridad—, el arrojo, el idealismo o la generosidad. Pero más allá de estas características objetivas, el héroe lo es desde el punto de vista de aquellos que comparten sus principios y sus objetivos. No es por lo tanto extraño que a lo largo de la Historia de la humanidad nos encontremos con personajes que son ensalzados por unos y denostados por otros, y que los llamados ídolos nacionales sean para otros muchos los villanos protagonistas de los truculentos actos que conforman la falsedad documental del enemigo. Así, no suelen importar tanto que alguien haya basado su vida en la gesta, el valor o el sacrificio, sino más bien que haya conseguido la victoria para aquellos a los que representa.
Esta visión tan normalizada no deja de ser injusta en sus propios términos. Sobre todo en la época en la que nos ha tocado vivir, donde el maniqueísmo y el maquiavelismo se han acomodado en la conciencia colectiva de unas sociedades ansiosas de concentrar en los antagonistas los conceptos más despreciables que teóricamente les representan. Que para luchar contra el mal —término éste sumamente subjetivo, referente a todo aquello que no se vincula al nosotros— se acuda recurrentemente al terrorismo de Estado, a la invasión militar o a la tortura se disculpa por la colectividad en pos de una unidad sin fisuras que blinde instituciones de carácter reaccionario —como la familia o el propio Estado, aquel garante del orden a cualquier precio.
A través de esa regla no escrita por la cual el género histórico habla metafóricamente del presente en el que se inscribe dicha producción, Olivier Assayas está retratando con Carlos (Films en Stock / Egoli Tossell Film / Canal+ / Arte France, 2010) el mundo de nuestros días mucho mejor que algunos de los argumentos coetáneos a aquel momento. Y es que en esta serie la lectura de ciertos acontecimientos del pasado reciente y su trascendencia para con los días de nuestro presente hacen posible que podamos comprender que lo que vivimos —y muchas veces padecemos— es la consecuencia de un mundo en continua transformación. O, como se suele decir en Castilla, «de aquellos polvos, estos lodos».
Carlos es la crónica de la muerte de un hombre y del nacimiento de un mito. Es decir, de cómo el estudiante venezolano Ilich Ramírez Sánchez desaparece de este mundo para dar paso a esa entelequia llamada Carlos, quien llegó a ser casi una marca comercial. Si Los Beatles fueron en su día tan célebres como Jesucristo —según sus propias palabras—, el terrorista estuvo en boca de todos durante las décadas de los setenta y los ochenta. En su copyright se focalizaron filias y fobias casi a partes iguales, que es lo mismo que decir según la distribución en bloques —políticos y sociales— que dividían al mundo por aquellos años: para algunos liberador de conciencias, para otros asesino implacable. Su nombre no creaba indiferencia, forjando partidarios o enemigos según se le viera como un héroe o como un villano, concentrando en su esquiva, fugitiva y casi invisible figura esa ambivalencia del que con sus gestas beneficia a algunos tanto como perjudica a otros.
Hay dos puntos interesantes en esta serie y que, como elementos de la función, están inteligentemente integrados dentro de la trama. El primero de ellos se refiere a un término como la globalización, que parece que hemos inventado en nuestros días y que, sin embargo, en Carlos adquiere una especial relevancia. Ver esta serie en su versión original ofrece al público el espectáculo de asistir a conversaciones en distintos idiomas —desde el omnipresente inglés al árabe, pasando por el español, el francés, el alemán o el ruso— que dan una idea de la internacionalización de un conflicto armado, una guerra abierta sin campo de batalla —o con el mundo como campo de batalla, ya que la serie ha sido grabada en las localizaciones originales de la historia, recorriendo el equipo hasta nueve países: Austria, Francia, Alemania, Hungría, Líbano, Reino Unido, Marruecos, Sudán y Yemén— donde lo que ocurre en una pequeña zona del planeta —el conflicto palestino— sacude la totalidad del globo terráqueo como una imparable fuerza telúrica, agitando conciencias en uno y otro sentido en forma de terremoto violento y visceral.
Pero la cosa no queda ahí, y el desfile de personajes de primer orden da una idea de la trascendencia de las acciones de Carlos, que le llevaron a ser observado por el poder con mayúsculas. Destacar la aparición física del dirigente soviético Yuri Andrópov como director del KGB antes de convertirse en presidente de la URSS, quien se interesa personalmente en conocer al terrorista, a quien hace el encargo de asesinar al presidente egipcio Anwar el-Sadat. También se nombra a mandatarios franceses como Georges Pompidou, Jacques Chirac o François Mitterrand como actores —ajenos al espacio fílmico, en off— de las decisiones que se toman a nivel gubernamental.
Pero si hay un hecho que vincula a esta serie con la actualidad es la presencia en el escenario de personajes de primer orden como Saddam Hussein o Muamar el Gadafi —este último mucho más presente en nuestros días, algo ajeno al propósito de la producción—, quienes al lado de la persistencia de un conflicto como el palestino —un problema que lejos de resolverse se acrecienta a cada año que pasa— hacen que nos preguntemos si aquellos ideales que movilizaron a personas como Ilich Ramírez Sánchez —aka Carlos— no sólo no tenían sentido entonces —más allá, o a pesar de, la expeditiva metodología empleada— sino que, una vez vencidos en sus propósitos, el rodillo imperialista comenzó a realizar su acción sin obstáculos a la vista, obteniendo hoy una visión diferente del mundo: un panorama en el que los oprimidos son planchados sin reparos ante una comunidad internacional bailando al compás marcado por unos Estados Unidos —y el lobby de presión sionista que marca muchas de sus decisiones en el extranjero— victoriosos en su hegemonía. Unos conflictos que no sólo no terminan, sino que parecen perpetuarse indefinida e interesadamente en el tiempo, haciendo del sufrimiento el mejor aliado de los intereses al servicio del capital expansivo —la única globalización que a día de hoy parece interesante para uno de los hemisferios.
Esta degradación del mundo que habitamos está representada en la propia crónica del individuo y de su inserción en un panorama cambiante. Así, de poder asistir a conversaciones sobre la lucha armada en lugares públicos —como la que se produce en un elegante restaurante entre el propio Ilich (Èdgar Ramírez) y su compañera Amie (Juana Acosta) en el primer capítulo de la serie— pasamos progresivamente a un paisaje dominado y controlado por el implacable mundo del espionaje institucional, haciendo gradualmente del entorno un ambiente irrespirable y claustrofóbico.
Pero la destrucción del mundo de Carlos —no sólo aquel que conoce, sino sobre todo aquel al que aspira— tiene su propio reflejo en su persona. No sólo porque en un alarde adaptativo ha de transmutar su inicial base ideológica marxista por la aceptación del Islam como forma de enfrentarse al omnímodo imperialismo norteamericano —aunque, al fin y al cabo, concibe el comunismo y la lucha árabe como sendas religiones sobre las que fijar su lucha armada; como dijo Groucho Marx: “¡Aquí están mis principios! Ahora, si no le gustan tengo más”—, sino que su propio cuerpo indica las pautas de las mutaciones políticas que están en marcha. Como bien indica Antoni Peris en su crónica sobre la película, Carlos pasa del remedo del Ché a la liposucción: es la importancia de la estética como forma de control individual, manejando los tempos figurativos a los que acompañan las transformaciones históricas. Es la crónica de un hombre contradictorio en sus métodos y sus objetivos que hizo de la violencia y la muerte su profesión y del que, sin embargo, Assayas ha tratado de encontrar ese punto por el cual enamorarse de él. Así logramos comprender —más allá del síndrome de Estocolmo— cómo uno de los miembros de OPEP a los que Carlos secuestra es capaz de pedirle un autógrafo. La cámara del director francés se ha quedado prendada del personaje. Y eso se nota.