El niño de la bicicleta

Calidez e indulgencia

Uno de los estereotipos asociados comúnmente a eso que ha dado en denominarse cine comprometido, una etiqueta que siempre me ha provocado desconfianza (y que al final suele esconder un matiz peyorativo; nos referimos a él como sinónimo de un cine tosco y cargante, programático y pancartero), es su capacidad de suscitar una reflexión por parte del público. Merced a su compromiso, estos son filmes que hacen pensar. Tal y como sugiere Gérard Lenne, «desconfiemos siempre de la reflexión que se suscitaría por un film, pues el mismo film ya asume esta función de reflexión; si no, en definitiva, ¿para qué un film?» (La muerte del cine (film/revolución), Barcelona, Anagrama, 1974, p. 44). Por otro lado, este tipo de cine político y/o social resulta, las más de las veces, dogmático y maniqueo en su forma de representar la realidad que nos rodea. Terriblemente falso y artificial pese a su intención verista y a su aspecto semi-documental (o, quizás, precisamente gracias a ellas). Sin embargo, no es este el caso, creo, de la mayoría de las películas de los hermanos Dardenne. Trataré de argumentarlo.

El empeño de Luc y Jean-Pierre Dardenne con El niño de la bicicleta, su última película hasta la fecha, no es distinto al de sus obras anteriores ─salvo, quizás, al de su film previo, El silencio de Lorna (Le silence de Lorna, 2008), para mí su trabajo menos interesante, mucho más estilizada y trabajada dramáticamente, una tendencia que reaparece, por momentos, en El niño de la bicicleta─: mostrar su visión de lo que sucede a nuestro (a su) alrededor a través de unos principios de puesta en escena cinematográfica muy precisos. Es decir, nada nuevo bajo el sol; el mismo de, prácticamente, todos los cineastas: presentarnos su mirada al mundo a través de un dispositivo formal concreto. En este caso, la forma de los cineastas belgas pasa por desnudar su cine al extremo, reduciendo sus dramas a la mínima expresión, a los de los seres humanos anónimos que pueblan sus películas. Se trata de un cine simplificado (que no simplista; desde este punto de vista tiene que ver mucho más con cierto ideal bressoniano ─un ideal que podríamos resumir mediante muchas de las notas sobre el cinematógrafo de Bresson: “Cinematógrafo, arte con imágenes

de no representar nada”, “Vencer las potencias falsas de lo fotográfico”, etc.─, esto es ya un lugar común, que con Ken Loach o Robert Guédiguian), violento en su concisión, que propone historias pero que no impone un punto de vista. Y no lo hace, porque la mirada que los cineastas lanzan sobre sus personajes no incluye el juicio moral de los mismos (no lo hay, por ejemplo, en esta última, de Guy, el padre que abandona a Cyril); esa es una tarea que, en todo caso, corresponde al espectador que desee hacerlos. Una mirada necesariamente fragmentaria ya que, como señaló en estas mismas páginas Israel de Francisco, los Dardenne conocen a sus personajes «tanto (o tan poco) como los podemos conocer nosotros. Sus motivaciones se nos escapan, no sabiendo por qué van o vienen, por qué hacen tal o cual cosa, por qué toman una u otra decisión. Hay una vida entera antes y después de su aparición delante del objetivo». Nos hallamos a años luz de las películas de mensaje, y, por ello, un film como El niño de la bicicleta no precisa caer en el panfleto político o en la propaganda reformista como algunos afirman.

Sin embargo, frente al tono (aún más) grave y dramático de películas como Rosetta (1999), El hijo (Le fils, 2002) o El niño (L’enfant, 2005), de ritmo más lento, menos apoyadas en los diálogos, más lacónicas si cabe tanto en su narración como en su estilo, su último film resulta más abierto y accesible. También más cálido e indulgente. El motivo: la crónica neo-neorrealista da paso, aquí, a una fábula, a una especie de cuento de hadas del siglo XXI. Solo dentro de este registro podemos entender el uso de convenciones tan poco verosímiles desde un punto de vista naturalista como la resurrección de Cyril, por citar la más evidente. Un momento que, como ha señalado Carlos Reviriego, concilia a De Sica ─el de Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette, 1948) o Umberto D. (1952)─ con Dreyer ─La palabra (Ordet, 1955)─. El de la fábula, y más cuando ésta parte de unas intenciones realistas, es un género difícil en el cine ─el motivo que hace tan bello un film como Sueño de amor eterno (Peter Ibbetson, 1935)─. Una dificultad que se deja ver en la película de los Dardenne: por un lado, algunos de sus personajes son un mero soporte de la acción (el novio de Samantha, destinado únicamente a plantearle a ésta una decisión: «O el niño o yo») y otros resultan un poco estereotipados (el dealer que utiliza a Cyril como cómplice de su robo); por el otro, la película acusa una guionización más evidente, menos sutil, que sus filmes citados con anterioridad, y utiliza extradiegéticamente la música, en mi opinión, de una forma excesivamente solemne. En cualquier caso, y aunque no del todo conseguida, El niño de la bicicleta parece presagiar un giro en la carrera de los Dardenne, no sabemos si definitivo, eso será el futuro quien lo diga, que seguramente obligará a la crítica más perezosa a incorporar nuevos planteamientos críticos desde los que abordar el análisis de su obra.