London Boulevard

Manolete, si no sabes torear…

C omo sucediera antes con David Goyer o Jonathan Hensleigh, William Monaghan pasa a engrosar la lista de escribanos de moda que dan el salto a la dirección. Al igual que aquéllos, el guionista de Red de mentiras (Body Of Lies, Ridley Scott, 2008) deja patente que no es lo mismo tocar el triángulo que la pandereta, al tiempo que nos hace recordar las carencias de los libretos que lo encumbraron. Difícil de entender el prestigio labrado por este tipo en base a sus dos guiones más celebrados: el de la inasible El reino de los cielos (Kingdom Of Heaven, Ridley Scott, 2005) y el de la muy exitosa Infiltrados (The Departed, Martin Scorsese, 2006), film que se salvaba en parte por el trabajo del italoamericano y en mayor medida por el montaje de Thelma Schoonmaker. No es de extrañar pues que su ópera prima como realizador se salde con resultados mediocres, correctos siendo muy generoso y no precisamente gracias al guión. Justo es decir que  lo narrado no carece de interés, quizá por tratarse de la adaptación de una novela de Ken Bruen, uno de los máximos representantes de la actual novela negra irlandesa, trasvasado recientemente al cine en Blitz (Elliott Lester, 2011).

La historia de la película, con cierto aire leonardiano (de Elmore), sigue las andanzas del ex-convicto Mitchel (Colin Farrell, pasando por ahí), que quiere redimirse tomando el mismo camino que Carlito Brigante. Mal asunto, el personaje parecía el único en la sala que no había visto el film de Brian De Palma. Tampoco es que se esfuerce demasiado, sabemos más de sus intenciones por lo que declara que por sus acciones al respecto. Así, el individuo pretende esquivar los atractivos de la vida fácil al margen de la ley al tiempo que intenta reconducir a su díscola hermana, busca vengar la muerte de un indigente cuya relación con el protagonista no me quedó muy clara, sufre la presión de un inquietante mafioso interpretado por Ray Winstone —en un papel contrapuesto al que ofrecía en Sexy Beast (Jonathan Glazer, 2000) —y se lía con una celebrity acosada (Keira Knightley) que le ha contratado para que le tape algunos agujeros. Por ahí pululan también sujetos ya clásicos del reciente thriller británico: David Thewlis, Eddie Marsan o Stephen Graham, a quienes se suma un Ben Chaplin, cada vez más perdido, emulando al Robert De Niro de Malas Calles (Mean Streets, Martin Scorsese, 1973).

Todas estas subtramas desfilan por la pantalla con escasa convicción, sin encajar jamás en un conjunto coherente. Aquí es donde podría haber ayudado en algo (no mucho, la verdad) una figura como la anteriormente mencionada Schoonmaker. Qué rematadamente mal está montada esta película. Por no hablar de los errores de casting. Si Farrell parece desganado, mejor no hablar de la eterna anorexia interpretativa de Knightley. Se resiente así la química de su romance —lo que me hace replantear la anterior referencia a Leonard —respirándose con más intensidad cierto feeling incestuoso entre el protagonista y su lasciva hermana (jugosa Anna Friel). Infructuosos también son los intentos de Monaghan por dotar al conjunto de una apariencia cool, la que marca la tradición —pese a fijar más la mirada en clásicos de la crook story británica— como Mike Hodges, John Mackenzie, Cy Enfield o el exiliado Joseph Losey —que no en el posmodernismo de Guy Ritchie y amigos.

 Por último, cabe preguntarse por los criterios de la cada vez más caprichosa distribución cinematográfica en España. ¿Por qué llega a las carteleras una película de estas características? Ya no se trata sólo de su calidad (cosas peores se estrenan), sino de la tardanza y su consiguiente disponibilidad por otros medios. ¿De verdad es rentable?