Pánico en la granja

De soldaditos y Madelman

Lo que tiene la paternidad. Ver cintas que, tal vez, de otro modo no llegarías a ver. Y de entre las películas de un ciclo infantil encontrar una obra náufraga, vista en los festivales de Cannes y Sitges pero, incomprensiblemente, nunca antes estrenada. Pánico en la Granja es un frenético y delirante ejercicio de libertad.  A priori, la inocente historia de tres amigos que conviven en una bucólica zona rural, en clave de comedia costumbrista. Sin embargo, la cotidianeidad  se transforma como de modo inevitable en una gran aventura que les lleva al Centro de la Tierra y a enfrentarse con monstruos de la Laguna Negra. Pero, como decían otros personajes animados, no se vayan todavía, que aún hay más. Los amigos en cuestión son un caballo, un cowboy con rifle y un indio con plumas. Si añadimos que no son (evidentemente) personajes reales, ni producto de animación 3D, ni laboriosos muñecos de plastilina, ni elaborados dibujos de animación clásicos… sino muñequitos de plástico animados con stop motion, el tema ya llama, definitiva, poderosamente, la atención. Y si, rematemos la jugada, la técnica no pretende imitar la realidad sino, al contrario, tender a recuperar los juegos de infancia, la apuesta es segura.

Porque la opción tomada (ya en numerosos cortos de cine y televisión)  por Aubier y Patar se desmarca de las líneas del cine de animación clásico como de la animación informatizada. Y, especialmente, porque su objetivo es sin lugar a dudas divertir al espectador a la par que divertirse elaborando una película que es a la vez un juego para ellos mismos. Recuerdo como me tumbaba en el suelo de mi habitación con el Fuerte Comansi y también como los soldados colonizaban montañas subiendo al sofá del comedor. Recuerdo como los Madelman ocuparon su territorio llevando a cabo más azarosas aventuras. Y, más tarde, en las postrimerías de la infancia, cuando empezaba a sentirme avergonzado de mi propia imaginación, cómo rompía las normas y se mezclaban los indios de Comansi, un gigantesco Geyper Man, los Madelman y aquellos pequeños soldaditos que venían en bolsas de papel con el nombre de alguna batalla de la Segunda Guerra Mundial (Stalingrado, Iwo Jima.. hombres y tanques para sacrificar, todo por un duro). Los personajes elaboraban por sí mismos, en sus distintos tamaños y dimensiones, aventuras extraordinarias en las que los buzos de Madelman surgían de las profundidades para obtener armas con las que los soldados de Comansi se defenderían de los ataques indios. Geyper Man, gigante que no era de nuestro agrado, irrumpía pisoteando los soldaditos que, despavoridos, montaban de a tres un caballo tamaño Comansi para escapar hasta que una confederación de Madelman e indios le derrotaba. Y aunque los pies y las manos de mi hermano y las mías propias irrumpían continuamente en escena, la imaginación desbordante, el entusiasmo, suplían la falta de movilidad de los muñecos. Aquello era realismo. Y aquel espíritu es el que se recupera en Pánico en la Granja. No hace falta por ello mejorar la técnica de animación. No es preciso el 3D. Al contrario, desde esta óptica tales estrategias serían perjudiciales por que la estrategia de los autores belgas se dirige a la recreación de la imaginación en un producto dirigido al público infantil pero con un humor  de tal ingenio que pueden ser disfrutados por los adultos, especialmente por aquellos que jugábamos a soldaditos. Hay numerosas referencias cinematográficas en la película. Desde el descenso al Centro de la Tierra a los monstruos anfibios, pasando por un tsunami y el hundimiento de un valle entero. Sin embargo se evita la referencia explícita, el chiste interno cinéfilo. Pánico en la granja es una cinta que se disfruta escena a escena, entre carcajadas, aunque a algunos, además, nos suscite la vena nostálgica.  Y trabaja tanto el gag puntual como la secuencia, siempre avanzando hacia el delirio. Un delirio que parte de  la cotidianeidad de los propios personajes y sus posturas poco modificables (algunas figuritas llegaron a tener hasta 200 duplicados  en posturas diversas). Del obsesivo Simón, responsable de un conservatorio de música dónde estudian cerdos, cabras y caballos (hijos de una pareja humana) y que abronca a los que golpean las máquinas de vending de las que caen gofres gigantescos, al granjero  Steven que devora tostadas de tamaño natural (es decir, el triple de su tamaño) o que se pelea con el guarda por que bailó (sin cambiar su postura de detener el tràfico) con su mujer, pasando por el trío protagonista, caballo, indio y cowboy, que pugnan por ser los primeros en la ducha, los personajes tienen escenas realmente delirantes en el quehacer del día a día. No obstante, la imaginación se desborda a nivel visual. De la torre de ladrillos que reciben por error y cuyo peso hunde la colina a la partida de cartas que los personajes juegan imperturbables sobre una roca que va cayendo hacia el centro de la Tierra, de la lucha con peces espada y peces sierra a la aparición insólita de un Papá Noel subacuático o a la secuencia del gigantesco robot pingüino gobernado por tres mad professors…. Pánico en la granja es un incentivo no sólo para recuperar la obra televisiva de estos dos creadores o para acercar los niños al cine sino, sin duda, para rejuvenecer como personas y como cinéfilos recuperando la inocencia perdida.