Declaración de guerra

Carta de unos padres a su hijo

Por mucho que se entremezcle con intereses industriales o espurios, el cine siempre mantiene intacta su capacidad de servir como refugio de la inocencia. Nunca podemos olvidar esa emoción primigenia al aprender a leer y relacionarnos con las imágenes, al detectar ese otro mundo detrás de cada película que nos invita a continuar sus aventuras por nuestros propios medios. A través de nuestra educación sentimental somos capaces de preservar el valor de esas imágenes que, en buena medida, han ayudado a configurar nuestra identidad; somos capaces de conservar el poder de conmoción del cine. Por eso, no nos cuesta creer en el sentimiento de pertenencia que el arte desarrolla en nuestro interior. Más allá de sus temas, los dos largometrajes de Valérie Donzelli nos enseñan a creer en el cine, en las imágenes que anidan dentro de nosotros, en las infinitas formas expresivas que, lejos de agotarlo, anuncian ese otro mundo donde todo es posible, donde el acto de contar no ha perdido su importancia original.

Tras La reine des pommes (2009), relato donde el deseo femenino mal entendido se filtraba a través de la comedia de enredo y el musical à la Demy, Donzelli ha dado un paso consciente hacia la autoficción en Declaración de guerra (La guerre est déclarée, 2011). A partir de la historia real de la enfermedad de su hijo, Donzelli aborda desde la ficción los sentimientos encapsulados durante aquellos años. La autoficción, como cualquier género biográfico, implica una delicadeza añadida a cada una de las descripciones que hacemos de nuestra historia; es el vigilante que reprime toda libertad creativa para obligar al texto a ceñirse a la realidad. Muchas autoficciones amplifican el dolor del pasado en su obsesión por detallar las heridas que permanecen abiertas o las huellas del desgarro. Sin embargo, la opción de Donzelli consiste en evitar, a través del cine, que la incertidumbre de la enfermedad de su hijo infecte al único rescoldo de ilusión que queda ante el dolor propio: esa inocencia original que todavía nos permite creer en lo imposible.

En su segundo filme, Donzelli y su ex pareja, Jérèmie Elkaïm, plantan cara al poso trágico que alberga toda batalla contra una enfermedad. Sin caer en la frivolidad ni en la emoción prefabricada, ambos buscan la infinita ternura que les inspiró el dolor por su hijo. Así, las dificultades económicas que atravesaron durante los años de tratamiento se transmutan en un improvisado musical escrito por Benjamin Biolay; la amargura de saber que todavía no ha concluido el proceso en una rave enfebrecida en la que expulsar toda esa energía que el drama reprime en los cuerpos; y la historia de amor (in)interrumpida en una fábula contemporánea con narrador que puntúa, por encima de la ficción, los bajones anímicos de sus protagonistas. Cada momento de la película encuentra la confianza que Donzelli deposita en la posibilidad terapéutica del cine, de poder volcar sus sentimientos y saberse acompañada por las imágenes, precisamente, en ese momento de soledad en que la vida comienza a derrumbarse.

La sutil ligereza con que Donzelli encara su propia historia acaba siendo su mejor arma. Las explosiones de comicidad no bloquean su sentido agradecimiento a la sanidad pública; tampoco la complejidad de tener que lidiar con dos estratos familiares diferentes (Romeo y Julieta provienen de una extracción social diferente) no obstaculiza la comprensión y el sentido de comunidad de ambas familias. Incluso el desorden emocional que invade al matrimonio no les impide negociar con sus impulsos en busca de la solución que favorezca a su hijo. Y, con todo, Declaración de guerra nunca deja de ser el informe sentimental de unos padres que no pierden la esperanza, que se niegan a clausurar su ficción con un fundido a negro, unos puntos suspensivos o una polaroid familiar en la que no aparezcan junto a su hijo Adán.

Declaración de guerra debería leerse como la carta de amor de unos padres a su hijo, el testimonio de cómo la tristeza y el dolor por una enfermedad infantil pueden transmutarse en la felicidad de saber que han conseguido superarla. Por eso, el gesto final de Donzelli y Elkaïm, al otorgar el protagonismo de su hijo Gabriel al personaje del pequeño Adán, resulta tan profundamente conmovedor. En esa imagen de cotidiana normalidad entre unos padres y su hijo radica el brutal esfuerzo emocional por impedir que la tragedia devore sus vidas, opaque sus imágenes o tiemble en sus palabras. Un esfuerzo que pulveriza, a partir de la imagen del pequeño Adán/Gabriel completamente curado, las dudas y el miedo que atesora toda autoficción cuando nos obliga a buscar palabras para la tristeza de ver a nuestro hijo enfermo, para explicar su larga hospitalización. Una imagen, la del pequeño Adán/Gabriel, que nos invita a confiar en la inocencia original que el cine nunca ha perdido, y que yace en cada rincón de nuestro interior, donde las imágenes viven y los sentimientos permanecen.