No tocar
Es lamentable tener la certeza de que incluir la expresión «sexo con niños» incrementará las visitas de esta crítica (ya podéis iros, desgraciados). Otras implicaciones menos sórdidas de traer el problema a la palestra, en cambio, arrojan luz propia sobre los engranajes que articulan nuestra relación con los demás. A diferencia de otras materias escabrosas sometidas a debate público (terrorismo, aborto, pena de muerte), en lo que respecta al abuso de menores —sobre todo la pederastia— ha cristalizado un consenso en torno a la figura del agresor, identificado como un monstruo de naturaleza desviada por mor de sus actos gravísimos. Por otro lado, un minuto de buceo en la hemeroteca de Google basta para constatar que en España el bienestar de los niños nos importa un carajo, mientras no sirva de munición contra alguna de las iglesias católicas, apostólicas o ideológicas enfrentadas a la que nos da de comulgar. Fuera máscaras, pues, y adelantemos que Polisse va más allá de la denuncia de inquietudes sociales acaso tan tibias en su contexto como más acá de los Pirineos, instalándose en el terreno de contradicciones que media entre nuestras vidas y la de esos monstruos.
Comparada con la serie The Wire (2002-2008) por su enfoque descriptivo y minucioso, la película recrea la vida cotidiana de los miembros de la Unidad de Protección de Menores de la policía de París. Con la creación de David Simon comparte la desmitificación del trabajo policial, menos necesitado de héroes que de funcionarios honrados, así como un gusto por la exploración de meandros narrativos que los aficionados al drama de investigación encontrarán familiar. Otra característica común es el naturalismo que asegura el notable elenco de actores, quienes aprovechan el escaso tiempo que les permite el montaje coral para componer personajes complejos, dignos de poblar un filme de Desplechin. Y, para terminar con los referentes, tampoco estaría de más una mención a Michael Mann de haber profundizado el relato en la miseria moral por la que patrullan a diario, más allá de la turbación que transmiten Marina Foïs o el rapero Joeystarr en sus papeles.
Sin embargo, empezando por trasladar su romance en la vida real con este último a los roles que ambos interpretan, la actriz y directora Maïwenn parece desdeñar la vertiente sociológica en favor de emociones de andar por casa. La fotógrafa que encarna irrumpe en la rutina de la UPM como sus derivas sentimentales lo hacen en la película, modulando su desarrollo en claves de ligereza, ingenuidad vital y otros sesgos afines al universo en que habita Isabel Coixet. Es difícil reclamar la lucidez social de un Laurent Cantet o la contundencia filosófica de un Nicolas Klotz cuando se equipara una redada de explotadores de niños con un tierno cruce de miradas, entre otras estampas propias de la foto fija de un hipotético remake americano. Por otro lado, quién sabe si la legítima empatía hacia sus protagonistas —moldeados a partir de los contactos reales de Maïwenn con la UPM— guarda relación con la integridad con que se los retrata, y si debiéramos entonces hablar de un falso procedural drama donde la corrupción trasciende menos que las crisis conyugales.
En lugar de esta libertad irresponsable, que diría un educador, ¿hubiera sido preferible una aproximación éticamente más comprometida con las víctimas, como la de No tengas miedo (2011)? Los terribles insertos pseudodocumentales de la cinta de Armendáriz no predisponen a favor de ello. Por el contrario, el mismo desparpajo que tiñe de rosa Polisse permite la exposición directa de aquello a lo que otros simplemente aluden, provocando fogonazos de humor y dejando al espectador desprotegido ante los giros más cruentos. En la estela de su documental Le Bal des Actrices (2009), la autora compensa la frivolidad de los primeros compases con una honestidad que huele a rebelión inconsciente contra sí misma, o quizá contra cierto sector de la audiencia, el que se ufana de entender una realidad amputada en las elipsis que sistemáticamente demanda. Maïwenn tiene el coraje de negárselas, consiguiendo, por ejemplo, que el simple llanto de un niño se nos grabe entre las escenas más impactantes del año (aparte del fiscal de Barcelona ¿sigue de baja algún traumatizado por el newborn porn de A Serbian Film?).
En definitiva, el cariño de Polisse por sus personajes no le impide observar de reojo el mundo en que vivimos, con familias obligadas a llevar a sus hijos de la cuna a la fábrica para asegurar su sustento, o pequeñines que parecen disfrutar incluso más que el padre que los masturba. Quedarían más allá de este reconocimiento los infiernos cimentados en psiques aberrantes de Deliver us from Evil (Amy Berg, 2006) o Snowtown (Justin Kurzel, 2011), ya que en esta ocasión el tema no es el maltrato a menores, sino los mecanismos —explorados desde Lovecraft a Hannah Arendt— con que los adultos afrontan las parcelas inaprensibles de lo real. Por supuesto, en tercera persona me refiero a policías, familiares de víctimas y demás condenados a descubrirse a sí mismos en la mirada de un monstruo. Polisse ni se molesta en hablar de nosotros, los que a lo sumo pagamos por verlo.