Las nieves del Kilimanjaro

La gente pobre

En estos tiempos que vivimos de pérdida de valores, de restricción de derechos y de pasividad por parte de los ciudadanos frente a este reajuste sin fin, la nueva película de Robert Guédiguian es del todo pertinente, por su temática y por la humanidad que despierta en su mensaje. Voy a explicar el porqué, pues no se debe a que estemos frente a una obra maestra, ni falta que hace, ni además es lo que pretende el director. Es una película humilde, como modesto es su creador, a pesar de que lleva ya 17 películas en su haber como realizador, y otras tantas como productor —entre las que destaca su participación en la abrumadora Zona Libre (2005)—. Estamos ante una obra natural, una historia donde no prima la política militante ni la búsqueda de adeptos, sino que lo que destaca es la sensibilidad que brota de cada plano de este emotivo e idealista cuento sobre una pareja de obreros y sus circunstancias. Este es el mayor mérito del cine de Guédiguian, y en esta ocasión lo cumple más que nunca.

A pesar de llevar por título Las nieves del Kilimanjaro no tiene nada que ver ni con el relato de Hemingway ni con la película que se basó en este texto, de Henry King; más bien lo contrario, pues aquí se expresa los anhelos de esta pareja por viajar a África y, mientras en la obra de Hemingway el personaje principal antepone su vida profesional (escribir) a su vida personal, en ésta la protagonista femenina (una Ariane Ascaride espléndida en, sin lugar a dudas, el mejor papel que le ha regalado su marido) se decanta por su vida personal ante la profesional, y su deber moral frente a sus anhelos burgueses del viaje. Esta película, que no se desarrolla en África sino en Marsella, comienza con la lista de unos nuevos parados víctimas de la crisis-estafa que padecemos en medio mundo. Pero, lejos de ser una radiografía de la lucha sindical, poco a poco nos vemos transportados al día a día de una pareja bien avenida: su trabajo, su “no-trabajo”, su familia y un suceso —el robo del viaje a ese tan ansiado paraíso que debe ser Kenya— que va a cambiar el rumbo de sus vidas, que les va a hacer recapacitar sobre la problemática de las nuevas generaciones, que lo tienen bastante peor que ellos. De hecho, aquí, el “buen ladrón” no tiene más remedio que robar para poder vivir y pagar las deudas, porque es víctima también del sistema. Se reflejan, por tanto, los dos tipos existentes de parados: los mayores que cobran indemnización y que están a punto de jubilarse (los que todavía tiene algún derecho social), y los jóvenes, sin derechos y sin esperanzas. Ejemplos ambos de lo viejo y lo nuevo, la sociedad que creció con ideales, que luchó por ellos, que se siente con orgullo perteneciente a la clase trabajadora; frente a las nuevas generaciones nihilistas, desclasadas, despolitizadas y egoístas que solo anhelan la supervivencia. Y todo desde un enfoque muy real, porque real es el paro y su consiguiente destrucción social, que conlleva desesperación, pobreza y delincuencia; como reales son también los personajes, porque desde luego que existen personas como los protagonistas de esta historia: solidarios, empáticos, socialistas y humanos, que llegan a perdonar al “buen ladrón”, llevando a la práctica su ideario socialista. 

Guédiguian siempre filma muchas escenas cotidianas, dotando de bucólica poesía a esos pequeños actos diarios que componen nuestra vida, y que son nuestros pequeños momentos de felicidad (las comidas con la familia, pasar un día en la playa, tomar algo en una bar, bailar y celebrar con los amigos y la familia…). Muchas veces rueda con los mismos actores (el trío protagonista de varios de sus filmes, Arianne Ascaride, Jean-Pierre Darroussin y Gérard Meylan) y reproduce los mismos problemas una y otra vez: la política, la lucha de las clases, el sexo y el amor. Un amor en Marsella (1997), La ciudad está tranquila (2000), Marie-Jo y sus dos amores (2002), o Mi padre es ingeniero (2004) son buenos ejemplos de ello. De hecho es una de las señas de su cine, la conjunción de un mensaje político de izquierdas junto con una historia sencilla y particular de varios amigos en Marsella, aunque cuente también con una película tan atípica en su filmografía, Presidente Mitterrand (2005), que más parece un documental frío sobre la figura del ex presidente que una película sensible de las que nos tiene acostumbrados.

Las nieves del Kilimanjaro es, pues, y ante todo, un análisis sutil sobre la situación actual, eufemísticamente mal llamada crisis, y una crítica hacia el sindicalismo y la división existente entre los sindicalistas de antes (idealistas inadaptados a los nuevos tiempos), y los trabajadores y parados de ahora, que lejos de tener una conciencia social, tan solo pretenden conservar su trabajo, al precio que sea. Pues bien, algunos pensarán que está todo perdido, que ya no hay lucha de clases porque los desfavorecidos nos hemos dado por vencidos, y porque además nos hemos convertido en una sociedad apática e individualizada donde cada uno lucha por mantener su culo a flote sin importar el del vecino. Espero que no tengan razón. Este tipo de películas nos recuerdan que otro mundo es posible y nos recargan de ilusión e idealismo. Y no me refiero a un idealismo político que todavía falta mucho por volver a recuperar, sino de algo más primitivo todavía —la solidaridad humana—, para que crezca entre nosotros de nuevo la empatía para con “el otro”, porque solo desde esta emoción podrá surgir el sentimiento de unión y de clase, y, por tanto la lucha. Porque el cine de Guédiguian es mucho más que cine político y social, el cine de Guédiguian está lleno de pequeños detalles, trasmite pasión por la vida del día a día, retrata a la clase obrera sin arquetipos, con sus deseos y sus fracasos: transmite pasión, pasión por la vida, con sus luces y sus sombras.