Un lugar donde quedarse

Bajo una nueva piel

El cine de Paolo Sorrentino (Nápoles, 1970) es el de los mil recursos audiovisuales. Sus imágenes, menos narrativas que profundamente insinuantes, están siempre acompañadas por notas sonoras y musicales que refuerzan un concepto cinematográfico que, aunque discutible, es la marca de identidad de este realizador. Sus protagonistas, por otra parte, lo ocupan todo dentro del argumento, a la vez que sus gestos les acercan a la familia de los koalas, con una parsimonia y una pesadumbre que llega a exasperar. Los rostros del Titta di Girolamo de Las consecuencias del amor (Le conseguenze dell’amore, 2004) o del Giulio Andreotti de Il divo (Il divo: La spettacolare vita di Giulio Andreotti, 2008), ambos interpretados por Toni Servillo, no reflejan ni un ápice de sentimientos o de vida interior, sino que es el ajetreo periférico lo que ejerce de impronta emocional para saber qué es lo que pasa por el cerebro y el resto de las vísceras de tales individuos. Como en la dialéctica hegeliana, la suma de dos elementos opuestos origina un nuevo producto, despertando la curiosidad del espectador a través de sugerencias estéticas.

Sin la necesidad de comprometernos con esta opción artística, sí que deberíamos poder apreciar en su justa medida el arrojo de una propuesta así, pues la combinación de este telón de fondo a ritmo de traca de petardos con unos personajes tan hieráticos resulta plenamente provocativa. Para su última película hasta la fecha, Un lugar donde quedarse (This Must Be the Place, 2011), Sorrentino no ha variado la fórmula, pues en ella encontramos a Cheyenne (Sean Penn), una antigua leyenda musical que podríamos definir como una mezcla entre Ozzy Osbourne —y su casa de los horrores televisada por la MTV— y un Eduardo Manostijeras de bajonazo: intelectualmente errático, a medio camino entre el autismo y la catatonia, habitando una mansión tan obsoleta como él mismo. Y volvemos a la asociación de contrarios, pues, a pesar de ser una imagen bastante habitual —la de la residencia señorial con inquilinos anclados en la estética glam—, no por ello deja de resultar menos chocante, sobrepasando todo ello el estado de sofisticación para caer en el del estupor —por estar más cerca del ridículo—.

Como en sus anteriores películas, Sorrentino sostiene sobre sus personajes una mirada a medio camino —y de difícil equilibrio— entre el cinismo y la comprensión, de un amor particular cercano a lo maternal: les quiere como son, a pesar de sus defectos. El estatus de Cheyenne en su Dublín natal se define por un cierto respeto a la figura de culto. Sus convecinos no sólo le toleran su apariencia exterior, una rareza en el humilde paisaje de los centros comerciales y los barrios obreros, sino que incluso su presencia les genera el orgullo de contar con alguien que ha podido —y sabido— trascender esas fronteras que les mantienen allí lastrados. Todo ello cambiará al viajar el protagonista a Estados Unidos, pues su padre acaba de morir. Allí su anonimato le jugará la mala pasada de convertirle en el blanco de todas las miradas de una gente que, por ser un crisol de todo el orbe terráqueo, debería poder aceptar con menos problemas la aparición de un rara avis como Cheyenne. Sorrentino, sin embargo, tiene la habilidad de insertar a su protagonista entre paisajes, personajes y situaciones basados conscientemente en los tópicos, en las recurrencias que han forjado la iconografía norteamericana: de los barrios judíos de Nueva York al desierto de Nuevo México, de las cafeterías de carretera a las cabañas de madera, de los orondos camioneros a ese remedo de Gordon Gekko llamado Ernie Ray (Shea Whigham).

La descontextualización se convierte en una seña de identidad, y lo bizarro adquiere así un carácter de afirmación: todos somos diferentes y, a pesar de que la cantidad condiciona la calidad, la extrañeza de lo ajeno no sería tal si nos mirásemos primero a nosotros mismos. La inserción de personajes tan particulares sobre fondos inconexos despeja paulatinamente la mirada de interpretaciones apriorísticas, pasando a ser primera necesidad sus motivaciones vitales y los nexos afectivos que los puentean. La reconciliación entre generaciones, entre culturas, entre padres e hijos o, incluso, entre víctimas y verdugos —uno de los aspectos más discutibles de todo el film— se presenta como una medicina contra la intolerancia. Algo que, más allá de sus buenas intenciones, no deja de ser un aspecto más que trillado. Incluso infantil, observando la forma en la que el realizador lo ha plasmado.

Y es que Un lugar…, a pesar de algunos méritos, no deja de resultar una propuesta fallida. Sorrentino se ha dejado fascinar por algunas de sus filias cinematográficas, y su personalidad se ha disuelto para dejar paso a un cineasta irreconocible. Si alguien nos preguntara, podríamos responder que esta película está filmada por Alexander Payne con Gus Van Sant como ayudante de dirección: las transiciones visuales entre secuencias, sugerentes pero vacías de contenido; la inserción de notas musicales jocosas, remarcando cierta ironía ante lo contemplado; el estado de confusión y desorientación de su personaje principal, dejándose mecer en un mar de casualidades que no le impiden disfrutar de esa odisea vital… Como siempre que alguien trata de emular a otro —¿por admiración?, ¿por contaminación?, ¿por falta de identidad propia?—, surgen las mismas dudas, pues la alienación formal invita a pensar, sin duda, en que de algún modo la autoestima del alumno ha sido puesta en entredicho por los fantasmas de sus maestros.

Pareciera como si el realizador italiano hubiese sufrido el mismo proceso de transformación —¿travestismo?— que su protagonista, cambiando de personalidad para ver qué pasa, para saber cómo se siente en el ojo de otro cineasta, cansado de ese Sorrentino del que se espera más de lo mismo. Bajo los cosméticos se le reconoce, sí, pero ha mutado severamente. O es que quizás, como el propio Cheyenne, todo ha sido un proceso de desmaquillaje, de desprenderse de una estética que le estaba lastrando, impidiéndole evolucionar. A pesar de que, como en muchas ocasiones se suele decir, más vale lo bueno conocido.