Los peligros de creernos lo que no somos
El cine puede ser ese espejo que nos devuelva una imagen de lo real, de nuestro entorno más cercano o de parajes remotos, pero que, al fin y al cabo, nos ayude a entendernos. Y, sin embargo, en la mayoría de las ocasiones este reflejo está conscientemente deformado, haciendo que pase por verdadero lo que no lo es. Es decir, creando una sensación de autenticidad donde sólo hay falacia.
De una película como Las chicas de la 6ª planta (Les femmes du 6ème étage, Philippe Le Guay, 2010) podría decirse que es un ejercicio nostálgico y desenfadado, en el que un acomodado hombre de negocios de la Francia de los años sesenta queda prendado de la filosofía vital de un grupo de sirvientas españolas, de quienes termina por aprender el verdadero valor de conceptos como la alegría de vivir, la libertad y la solidaridad. Lo cual, a primera vista y con tal despliegue de conceptos positivos que cualquiera firmaría, nos debe hacer sospechar. Y es que, a poco que se escarbe esta colorida superficie, podremos encontrar aspectos más profundos y tenebrosos de la sociedad actual. De la francesa en particular, y de la occidental en general.
El país de la liberté, égalité et fraternité esconde bajo este hermoso y pesado lema las contradicciones de la sociedad moderna. O, mejor dicho, de lo que somos y cómo nos vemos. En este caso concreto, el país galo es capaz de acuñar productos culturales como esta película, o la más reciente Intocable (Intouchables, Olivier Nakache y Eric Toledano, 2011), donde la idílica convivencia entre nativos y foráneos resulta ser un paradigmático modelo de armónica coexistencia, sin traumas ni conflictos aparentes más allá de la fascinante perplejidad con la que unos y otros se llegan a mirar. Algo que, a poco que se lea la prensa o se vea un noticiario televisivo, genera un poso de incertidumbre y descreimiento en quien pueda observarlo: la quema de coches durante aquellas tres funestas semanas del 2005 que sumieron a Francia en el caos y el pánico, o los asesinatos de Mohammed Merah en un colegio judío de Toulouse en marzo de este 2012 enfrentan la realidad a sus representaciones, concluyendo que es imposible la integración allí donde no se dan las condiciones necesarias para su desarrollo.
La historia de la inmigración es siempre la misma: la de una sociedad que se aprovecha de los más desesperados de otros países, aquellos que se arman de los arrestos necesarios para dar el salto hacia lo desconocido, tragando sapos como la explotación, la humillación, el rechazo y la pérdida de dignidad. Cualquier otra forma de contarlo supone una edulcoración de la realidad, una manipulación de lo que pasa hoy en día… o de lo que pasó tiempo atrás. Por eso, que la acción de Las chicas… se desplace casi medio siglo atrás, allí donde la masificación emigratoria no existía y el entendimiento parecía posible, redunda en su mentiroso mensaje de que otro modelo es posible, cuando sabemos que los lodos de hoy provienen de los polvos —con perdón— del ayer: son precisamente los inmigrantes de segunda o tercera generación los que peor lo están pasando, los que más desplazados se sienten y los que —a modo de explicación, y nunca de justificación— improvisan fallas con automóviles ajenos o irrumpen en guarderías con su siniestra y mortal mascletá.
En esta película la mirada del espectador es conducida y transformada a través de la de Jean-Louis Joubert (Fabrice Luchini), el verdadero protagonista —por más que el título de la película y la radiante aparición de las chachas españolas pueda hacer pensar lo contrario. Su mutación de metódico burgués y sus huevos pasados por agua —los del desayuno: tres minutos y medio, ni un segundo más— a la de bohemio que descubre las suculentas propiedades de la paella encaja perfectamente con ese espíritu constructivo y tolerante con la que se autodefine toda sociedad moderna que se precie. La salida de su espacio privado, tan ordenado y aséptico como su vida sexual, se precipita al conocer de primera mano las espartanas condiciones de vida de las sirvientas españolas que habitan en el piso superior, una estratégica situación geográfica con la que el guión fuerza a pensar en los aspectos positivos de los menos favorecidos en una sociedad que, al fin y al cabo, sólo sabe repartirse entre amos y esclavos.
Pero quizás lo más sorprendente de todo el relato llegue hacia el final, donde —por circunstancias que eludiremos— monsieur Jouvert viaja hacia una España que, viendo lo visto, parece un país de ficción. Si a lo largo que la película se nos ha presentado a ese grupo de trabajadoras del hogar españolas como una comunidad flamenca y que acepta las dificultades con una sonrisa —una forma de prolongar los tópicos que persiguen a nuestro país y que puede a llegar a justificar, por ejemplo, una intervención económica—, la sociedad hispánica que se encuentra el protagonista más bien parece sacada de la filosofía del buen salvaje acuñada por Jean-Jacques Rousseau. Y es que en mitad de ninguna parte el señor Jouvert no sólo se encuentra con un niño que puede responderle en perfecto francés —desmintiendo así el elevado índice de analfabetismo rural que asolaba a la España de aquellos años—, sino que, además, arriba al hogar a medio construir de Concepción (Carmen Maura), quien en un alarde de matriarcado —quizás una mirada centroeuropea contaminada por el mito de la mamma meridional— domina a su marido con mano firme —como si el machismo patriarcal y la violencia contra las mujeres no fueran una lacra histórica que se extienden hasta nuestros días—, llegando a confesarle en la intimidad este sufrido esposo que su mujer «no entiende del amor» (!). Cualquier parecido con la España de Franco parece, pues, pura ilusión.
No sabemos qué nos deparará el futuro. Quizás tengamos la —mala— fortuna de que en los años venideros tengamos en España a nuestro propio Le Guay —cada vez que lo pienso, el apellido le va que ni pintado—, que sepa filmar con el mismo virtuosismo las relaciones entre los nuevos ricos y sus criadas dominicanas, donde el sabor del sancocho y el colorido de la bachata hagan perder la cabeza a algún españolito. Puede que esta crónica nos quede mejor, pues para eso somos los creadores del sainete. Y es que la comedia, por si alguien no se había dado cuenta, es el mejor lubricante para meterla doblada.