Headhunters

Loca evasión

La ola fría de género negro llegada de Escandinavia y alrededores presenta como principales efectos secundarios el hartazgo y la cómoda tendencia a meterlo todo en el mismo saco y mandarlo a tomar viento polar. Más allá de clásicos suecos como Maj Sjöwall y Per Wahlöö o neoclásicos como Henning Mankell, hay que separar el grano de la paja como al islandés Arnaldur Indriðason o el dúo Roslund/Hellström hay que apreciarlos sin recordar a Stieg Larsson y similares. Al noruego Jo Nesbø no lo he leído jamás pero esta adaptación de una novela suya ha despertado mi interés por ver si los detalles más sugerentes del relato se hallan ya en su obra. Sobretodo porque me resulta difícil imaginarlos igual de efectivos en forma literaria.

Roger Brown (Aksel Hennie) es un cazatalentos para empresas que parece tenerlo todo: una chabola fetén, pasta gansa y una mujer de bandera, una costosa fachada para ocultar el profundo complejo que le supone medir 1’68. Lo que en España —especialmente si se te da bien darle patadas a una pelota— no conlleva mayor problema, parece que en Noruega es un trauma de narices. Quizá por ello Brown padece ciertas disfunciones sociales, como la de ser un ladrón de obras de arte. Esto último, sumado a lo mal que todo vikingo lleva que le intenten poner cuernos, arrastrará al personaje a una grotesca persecución por salvar el pellejo, dando finalmente a su apellido todo su significado y acabando, pese a sus esfuerzos, cornudo y apaleado.

Es esa persecución, que ocupa con holgura la parte central del metraje, el mayor hallazgo de la película. Un slapstick noir donde el Coyote es el perseguido, pues lo que pasa el pobre Brown (excelente Hennie) en su huida del implacable ex-mercenario Clas Greve (Nikolaj Coster-Waldau) no tiene nombre.  Hasta acabar hundido en la mierda, literalmente, en un momento que, sumado a la escena de sexo en la letrina de Zombis nazis (Død snø, Tommy Wirkola, 2009), pone a los noruegos a la cabeza del uso de la escatología más perturbadora en el cine, sólo por detrás del holandés Paul Verhoeven, maestro capaz de dotar al recurso de todo su valor dramático.

Así entra en juego el efecto fiordo: humor negrísimo y algo absurdo, violencia grotesca y escatología sin prejuicios, servido con gelidez narrativa escandinava pero buen pulso rítmico por un tal Morten Tyldum que parece especializado en trasladar literatura negra noruega a la pantalla. Su trabajo en ese juego del gato y el ratón, que aparca la sensación inicial de que nos vamos a encontrar con un sofisticado thriller nórdico más, salva una función de lo más divertida.