Poe según Corman

El oficio de sobrevivir

Acometer ciertas empresas, en realidad casi todas las que de una forma u otra merecen la pena, conlleva sus riesgos, y muchas veces acaba dejando un saldo deficitario. Pero si la cosa funciona, si por diversos motivos todo sale bien, el resultado puede terminar formando parte del acervo cultural y ser recordado siempre.

Las adaptaciones a la gran pantalla de obras míticas de la literatura no son una excepción; y por citar unos pocos ahí tenemos, entre otros muchos de los que sería imposible dar una cuenta exhaustiva y fiel, justa, el nombre de Kurosawa unido al de Dostoyevski, el de Kubrick al de Nabokov, Brooks al de Capote, Truffaut al de Bradbury, Houston al de Hammett, Hawks al de Chandler, Annaud al de Eco, y montones, quizá demasiados, al de Shakespeare. La lista desde luego se hace interminable. Sin embargo, ésta mengua cuando no hablamos de una sola adaptación y alargamos temerariamente el número a dos, o incluso más.

En total fueron siete, nada menos, las películas que Roger Corman (5 de abril de 1926) realizó basándose en relatos de Edgar Allan Poe. Siete películas en un tiempo récord: concretamente en un periodo de 4 años; sin incluir las otras nueve que fue dirigiendo mientras tanto, y entre las que destacan por motivos divergentes The Intruder (ídem, 1962), su único fracaso comercial, junto con la ironía de ser una de sus pocas películas con profunda carga social y política, y El hombre con rayos X en los ojos (The Man with X-Ray eyes, 1963), ganadora del Festival de Cine de Ciencia Ficción de Trieste. Porque si de algo sabía este director todo-terreno, este “guerrillero del cine” (como le calificó una vez su discípulo Peter Bogdanovich), es de no dejar nunca ese saldo deficitario mencionado antes; como bien muestra el título de su completa y entretenidísima autobiografía: Cómo hice cien películas en Hollywood y nunca perdí un centavo (How I Made a Hundred Films in Hollywood and Never Lost a Dime), publicada en España en 1992 por Ediciones Laertes. Esta afirmación hiperbólica no deja de ser chocante, aunque al mismo tiempo completamente cierta en ambos aspectos: suman casi la centena las películas que Corman ha dirigido a lo largo de toda su vida (de ahí quizá su merecido premio Oscar en 2009 a toda su trayectoria profesional), y más de trescientas si incluimos las producidas o distribuidas por su cuenta, y en la práctica totalidad de ellas los beneficios siempre han estado presentes. Citar por ejemplo que entre las películas que Corman distribuyó en el mercado norteamericano están Amarcord (ídem, 1973) de Fellini; El cazador (Dersu Uzala, 1975) de Kurosawa; La historia de Adèle H. (L’histoire d’Adèle H., 1975), La habitación verde (La chambre verte, 1977) y El amor en fuga (L’amour en fuite, 1978) de Truffaut; Sonata de otoño (Herbstosonaten, 1977) de Bergman; El tambor de hojalata (Die Blechtrommel, 1978) de Volker Schlöndorff o varias películas de David Cronenberg.

Curtido en el oficio a base sólo de trabajo y más trabajo a destajo (empezó en 1948 de mensajero en la Fox), pues al comienzo de su carrera como director la preparación teórica previa brillaba por su ausencia, por no decir que fue nula, Roger Corman llegó a dirigir seis películas en 1955, el año de su debut como realizador: entre ellas mucho western de bajo presupuesto y alguna que otra cinta de ciencia-ficción con criaturas mutantes devoradoras de seres humanos. Para Corman, experto en reciclar decorados y vestuario, aprovechar tomas, optimizar los escasos recursos disponibles y simultanear oficios, el tiempo que se perdía en producción era precioso e irrecuperable, y las cantidades de dinero despilfarradas resultaban sin excepción poco provechosas a tenor de los posteriores beneficios obtenidos a cambio. Según su criterio de superviviente, todo podía hacerse siempre de una manera más competente, menos derrochadora.

Con estos antecedentes, ascéticos y espartanos a un tiempo, nada complacientes con el sistema y la industria, además del cómputo global de casi una treintena de películas, por descontado todas siempre muy rentables y entre las que destacan de manera más que notable Un cubo de sangre (A Bucket of Blood, 1959), una sátira sobre el mundo del arte en general con un escultor asesino como protagonista, y La tienda de los horrores (The Little Shop of Horrors, 1960), una farsa en estado puro que se ha convertido por derecho propio en su película más famosa (inolvidable un primerizo Jack Nicholson en el papel de un empleado de funeraria masoquista), Corman decide por sí solo, contando con su fiel y polivalente equipo de costumbre, realizar una cinta de terror, en color y cinemascope, al estilo de las películas góticas inglesas, y que tendrá ciertas similitudes con otra cinta coetánea de Mario Bava titulada La máscara del demonio (La maschera del demonio, 1960), basada en un cuento de Gogol.

La elección de Poe supone para el director, además de un capricho personal, un reto importante, ya que una película extraída de uno de sus relatos podría contar con un público implícito y evidente, a saber, los innumerables y ávidos lectores de este indiscutible maestro, adalid de lo macabro, lo truculento y lo paranoico, lo enfermizo en una palabra; pero también llevaría parejas las inevitables comparaciones con el original, tan difíciles de soportar en muchas ocasiones. Sin embargo, este a priori insalvable problema no acabó siendo tal para Corman.

El resultado es El hundimiento de la casa Usher (The Fall of the House of Usher, 1960). Para esta primera película sobre uno de los mejores relatos del escritor de Boston, donde ya se dan cita todas las obsesiones que marcarían notablemente su extensa producción (morbosidad, incesto, enfermedad, decadencia y muerte), y también para las sucesivas cintas, nuestro director mantuvo todo aquello que tan buenos resultados le había dado en ocasiones anteriores: tramas basadas en lo siniestro, movimientos de cámara frenéticos, composiciones más profundas, personajes originales interpretados convincentemente y un gran sentido del ritmo. Menudea la alternancia entre planos sinuosos y otros en picado, las angulaciones inverosímiles y las imágenes superpuestas. Filtros coloreados sobre las lentes de las cámaras o gelatinas rojas y azules en los focos compusieron el ambiente demencial en las secuencias oníricas, tan importantes en el universo de Poe, pues es siempre la mente morbosa y perversa de sus protagonistas la que termina desencadenando el mal latente y oculto. Apenas hay exteriores, y el del comienzo de la película se rodó después de un incendio forestal que precisamente tuvo lugar en las colinas de Hollywood. Toda la película se desenvuelve en un ambiente simbólico, donde el terror surge de un miedo antiguo enquistado que conseguirá triunfar pudriéndolo, contaminándolo todo. La propia casa es un personaje más, dotado de una gran fuerza magnética, sólo comparable a Vincent Price y su magnífica interpretación. A partir de este film, Price se convierte en asiduo de los posteriores trabajos de Corman (de hecho, el tándem formado por estos dos genios estará presente en seis de las siete películas, la práctica totalidad, del ciclo Poe).

La buena acogida de esta película decide al director: habrá una saga Poe. Repitiendo guionista y actor principal, Corman lleva a cabo la siguiente adaptación: El péndulo de la muerte (The Pit and the Pendulum, 1961), relato oscuro e insinuante sobre los tormentos de la Inquisición que en manos de Corman se transforma mediante una retorcida vuelta de tuerca en un nuevo ejercicio claustrofóbico y morboso que en nada desmerece al original. De hecho, en la película existen añadidos narrativos que puede decirse la completan haciéndola quizá más tensa, pero también más comprensible para el gran público. La secuencia estrella de la película, con el terrible péndulo mortal bajando mientras oscila amenazadoramente a una velocidad de vértigo, fue conseguida manipulando los fotogramas en un magnífico trabajo de montaje (el filo que desciende en los planos panorámicos nada tiene que ver con ese de los primeros, donde se usó un filo de verdad). Comparándola con su predecesora, El péndulo es menos redonda, más una continuación algo fallida teniendo en cuenta los resultados de la primera; pero también posee el encanto del mundo tenebroso y dantesco que pretende recrear.

Si en esta cinta el relato de Poe era objeto de una interpretación más libre, aunque, a fin de cuentas, original y creíble, la siguiente cinta consigue una vuelta de tuerca más gracias el enorme trabajo de un nuevo guionista, Charles Beaumont, que sería también responsable del guión de La máscara de la Muerte Roja; en mi opinión, de las mejores junto con ésta que ahora nos ocupa. La obsesión (The premature burial, 1962) está basada en el relato El demonio de la perversidad (por cierto, insuperable la traducción al castellano, de este relato y de toda la narrativa del norteamericano por parte de otro grande, el argentino Julio Cortázar, publicada por Alianza Editorial), en la que el protagonista detalla con precisión y angustia sus sufrimientos y sus miedos a ser enterrado vivo, y que termina con un giro inesperado que nunca dejará de sorprender e incluso divertir. No obstante, la película tira por otros derroteros, convirtiendo las pesadillas del protagonista en temores reales que desembocarán en asesinatos y venganzas crueles; aunque no pierde de vista el punto grotesco que proporciona a veces el humor más negro (memorable la escena en la que Alan Napier afirma que él nunca se divierte, sino que experimenta distintos grados de aburrimiento). Además de esto, y de los recursos y las técnicas recurrentes que Corman fue perfeccionando para esta película, amén de la gran actuación del protagonista principal, que en esta ocasión corre a cargo del galés Ray Milland, hay otro gran acierto narrativo, responsabilidad del mencionado guionista, que consiste en usar de catalizador del miedo y el temor el silbido de la canción típica irlandesa Molly Malone que el enterrador Sweeny no deja de componer en sus apariciones inquietantes.

Sin embargo, para las dos siguientes películas de la saga Poe, que datan del mismo año que la anterior, el director vuelve a contar con su guionista original, R. Matheson, además de su actor fetiche para estos menesteres, Vincent Price. En Historias de terror (Tales of terror, 1962), un popurrí de varios relatos, Morella, El gato negro y El caso del señor Valdemar, destaca por encima dentro de esta terna el segundo de ellos. El duelo interpretativo entre Price y Peter Lorre no tiene precio, y la escena de la cata de vinos, un pequeño y siniestro, patético incluso, homenaje (también lo es la escena del delirium tremens que sufre Lorre) al alcoholismo del narrador que nos sirve de motor y excusa, es simplemente estupenda, irrepetible. De nuevo, Corman aprovecha decorados, efectos especiales, tomas antiguas y recursos anteriores, marca de la casa, dando una vez más muestras de su hacer eficiente y dejando pistas de cómo obtener los siempre tan ansiados beneficios. Y como tampoco podía ser de otra manera, la explotación de recursos acabó incluyendo también la trama, y en El gato negro asistimos a un pastiche de otro relato, El barril de amontillado, encajado a la perfección dentro de esta magnífica historia de terror cotidiano.

Y de nuevo, ese mismo año, haciendo de la explotación de recursos, músicos, actores, guionistas y todo aquello que las circunstancias pusieran al alcance de su mano una seña de identidad de la factoría Corman, al dúo de actores anterior se une un octogenario Boris Karloff, además de la carnalmente sensual y atractivamente perversa Hazel Court, para completar el inestable y problemático elenco protagonista de El cuervo (The Raven, 1962): fueron constantes la fricciones entre esa leyenda apergaminada del cine de terror (partidario de un aprendizaje estricto y un parlamento riguroso del guión) y el eterno secundario de ojos saltones y sonrisa socarrona (espíritu inquieto, creativo e improvisador nato). Le tocó a Price, como no podía ser de otra manera dada su experiencia con el director y su carácter flemático, hacer de intermediario entre ambos, plato de dudoso buen gusto. Gracias quizá a esa tensión, el resultado del conjunto no pudo ser más estimulante (para Corman, ésta es la película más lograda de la saga). Puede que también influya en esta opinión de nuestro director el hecho de que en esta cinta se dan por primera vez la mano el terror y la comedia, algo que acostumbró a hermanar Corman en sus primeras películas como realizador. El duelo de magos es una muestra de esta aseveración, y en él se emplearon efectos ópticos para simular los haces de rayos, una grúa para elevar a Price y un cañón de verdad que hizo las delicias de todo el equipo en el rodaje. Por otra parte, la película no se basa en un relato, sino en un poema cuyas primeras líneas la voz en off de Price recita al comienzo del metraje. Y de nuevo, una vez más, la línea argumental del poema se desvirtúa, convirtiendo al cuervo original en un hombre hechizado por un mago malvado, con objeto de alcanzar la sorpresa y crear algo completamente nuevo y sorprendente a partir de algo conocido por todos los fervientes lectores de Poe.

Dos años después (que nadie piense que Corman detuvo o redujo en este tiempo su actividad, pues una vez más actores, decorados y guionistas trabajaron a contrarreloj para aprovechar los ya muy sobados decorados de El cuervo y grabar una nueva cinta de terror en dos días, para así no tener que gastar ni un centavo en el extraordinario sueldo de Karloff), en 1964, ven la luz las dos últimas películas de esta extraña y fructífera pareja anacrónica. Una es La máscara de la Muerte Roja (The Masque of the Red Death, 1964), la más fiel de las adaptaciones que llevó a cabo Corman de los relatos de Poe; quizá también por ser uno de los cuentos más logrados del de Boston. En cualquier caso, el director la dejó aposta para el final de la saga ya que al principio de esta sucesión de variopintos proyectos cinematográficos temió, quizá de manera infundada pues nada tienen que ver el tono de ambas películas, una existencial y profunda, la otra siniestra y quizá más ligera, que algunos pudieran ver en su largometraje una mala copia de El séptimo sello (Det sjunde inseglet, 1957), con la impasible muerte ataviada con una larga capa y la escolta de la peste asolando los campos de Italia y Suecia, respectivamente. La película fue un éxito, con la mayor justicia del mundo. Sin salirse demasiado de la propia narración, aunque de nuevo otro relato de Poe se cuela en el argumento de la película como trama secundaria (esta vez es Hop-Frog, la historia de un enano cruel que deja en pañales al intrigante y rencoroso enano medieval de otro sueco insigne,  Pär Lagerkvist, nobel de literatura en 1951, cuya obra es poco o relativamente poco conocida en nuestro país), Corman se sirve de la importancia que el texto original otorga al colorido para crear una atmósfera asfixiante y malsana que atrapa desde el principio.

La última adaptación, La tumba de Ligeia (The Tomb of Ligeia, 1964), parece más una continuación forzosa de los tópicos que tan buenos réditos habían dado antes, y no logra ni la tensión ni el encanto, tampoco el favor del público, de los que gozaron sus predecesoras. En esta ocasión, el cambio de guionista no favorece al resultado, y ni la siempre solvente interpretación del eterno Price ni el buen hacer de Corman logran salvar el producto final a pesar de contar con todo de cara. Por esta época, los cantos de sirena de una productora fuerte, la Columbia, se dejaban ya oír en la mente del realizador, que creyó, erróneamente, como reconoce en su autobiografía, que los grandes estudios le requerían para obras de envergadura y no para repetir lo mismo, aunque con más presupuesto, que había estado haciendo hasta el momento, como luego resultó ser.

Para este prolífico experto capaz de realizar cine de verdad a partir de casi nada, gracias sobre todo a su sagacidad y una extraordinaria capacidad de trabajo, atributos que ya no abundan estos días, donde cualquiera pretende ser un genio y llevar a cabo la obra maestra definitiva, el ciclo de películas de Poe supuso la oportunidad de demostrar al mundo su versatilidad, hacer ver a todos, crítica incluida, que podía llevar a cabo películas con tramas trabajadas y personajes psicológicamente interesantes. Patrocinador de Coppola (contribuyó con 22.000 dólares a la financiación de Dementia 13, la opera prima de éste), maestro de Joe Dante o Jonathan Demme, mentor de Martin Scorsese, padrino de Jack Nicholson y Monte Hellman, acostumbró toda su vida a dirigir a unos actores que nunca, o casi nunca, sabían qué camino seguirían sus personajes porque los guiones no estaban todavía acabados o se iban modificando sobre la marcha.

Por estos y otros motivos, Roger Corman escapa a los análisis excesivamente sesudos y petulantes: él mismo reconoce que celebraba con ironía los jactanciosos artículos sobre su cine que Cahiers y Positif le brindaron en una época, ridiculizaba las declaraciones de principios que algunos atribuyeron a unas pocas de sus películas, y se encogía de hombros cuando escuchaba que en ciertos momentos sus largometrajes (que por cierto jamás superaron nunca los noventa minutos) encerraban una significación subyacente y el conjunto poseía un estilo visual propio plasmado por la cámara. Siempre fue un audaz aventurero con ansias de experimentar y sin tiempo para detenerse a meditar las consecuencias de aquellos proyectos que encadenaba continuamente y sin dilación; aunque nunca pasó por ser un suicida temerario deseoso de lanzarse al vacío.

Es posible que no tenga en su haber, después de haber hecho tantas y tantas películas, ni una sola obra inmortal en el sentido que hoy día damos a este manido término que suena escrito en mayúsculas; pero es que el apetito es una cosa y el hambre es otra muy diferente. Del mismo modo que la inmortalidad y la supervivencia no tienen nada que ver: una dura siempre; la otra, toda la vida.