Assassin(s)

Juego peligroso

Recuerdo cuando vi en su estreno El odio (La haine, 1995); me pareció una película muy sugerente y la sigo teniendo en alta estima puesto que reflejaba un estado de excitación en la sociedad parisina, mostraba esa diferencia entre la urbe y los suburbios, cuyas sociedades no pueden ser complementarias. Era, como se afirmaba al final de la película, «la historia de una sociedad que se derrumba. Según se va derrumbando, se repite sin cesar, para tranquilizarse: Hasta ahora todo va bien. Hasta ahora todo va bien. Hasta ahora todo va bien. Lo importante no es la caída… sino el aterrizaje».

Dos años después, el estreno de Assassin(s) despertó mi interés por verla tras su paso por Cannes, en su quincuagésima edición, donde fue vapuleada con pocos argumentos. Ángel Fernández Santos escribió de ella que era «un deleznable aborto de clip, que finge combatir la estética de la violencia para convertirla en un juego seudointelectual de pim-pam-pum y, por tanto, en apología indirecta del tiro en la nuca». Su estreno en España fue minoritario y creo que la carrera como director de Mathieu Kassovitz se vio muy perjudicada por la dureza de las críticas que se vertieron contra su película. Ese mismo año Michael Haneke estrenaba, esta vez con el beneplácito de la crítica, Funny Games (1997), con la que comparte ciertos planteamientos estéticos aunque su divergencia ética resulta abrumadora.

Cuando vi Assassin(s) no me pareció tan horrenda. Han pasado quince años de entonces y la película prácticamente había sido sepultada bajo el olvido… hasta que llegó la buena noticia de que se editaba en dvd. Y lo que le ha pasado al segundo largometraje de Kassovitz es que, aquello por lo que tanto clamaba Fernández Santos sobre la apología de la violencia se ha quedado anticuado. Los cambios tecnológicos de los últimos quince años que han influido en la sociedad han dejado el discurso de Assassin(s) en un juego con sordina. Conviene reseñar que Kassovitz se queda muy lejos de saber qué discurso desea armonizar en su película, pero eso no quiere decir que su película sea apologética, ni siquiera que funcione mediante arquetipos. Si Assassin(s) planteara el placer del asesinato, y además la impunidad del delito, lo que acrecienta la inexistencia de una posible culpabilidad o responsabilidad sobre la base del placer del criminal —o como afirma el señor Wagner (Michel Serrault): «Somos artistas»—, le falta el distanciamiento o la ironía que mostraba Thomas de Quincey (1785-1859).  Es decir, no serían admitidos, para ser objeto de discusión, o de estética admiración en la Sociedad de Conocedores del Asesinato, que figura en los textos que componen Del Asesinato considerado como una de las Bellas Artes. Y es esa falta de ironía la que imposibilita un acercamiento suficientemente distanciado para valorar lo que vemos.

Creo que si la premisa de Kassovitz respondía a la necesidad de conformar una película sin prejuicios, los tres personajes sobre los que bascula la película, el señor Wagner, Max (Mathieu Kassovitz) y Mehdi (Mehdi Benoufa), son seres bastante anodinos, carentes de fulgor, de éxtasis alguno en la realización de cada crimen, ordenados por una vacilante arbitrariedad. Pero en toda imagen, como ya apostilló Godard, hay una ética.

Ya he referido que en esa misma edición del festival de Cannes Michael Haneke presentó Funny Games. En ella la imagen más liberadora para el espectador decide castrarla el director, permitiéndonos un momentáneo respiro, pero nada más. Me refiero a esa escena en que uno de los dos jóvenes torturadores cae abatido por los disparos desde una escopeta y, en un efecto en el que el director se erige como deus ex machina, permite a su compañero de juergas criminales coger un mando a distancia y rebobinar la escena que acabamos de ver para permitir esa segunda oportunidad que no da la vida. La tortura proseguía, nada había cambiado. Era un efecto cargado de ética, Haneke no iba a permitir al espectador que saliera libre de la sala de cine, con la conciencia tranquila.

En Assassin(s), el señor Wagner asesina a sangre fría a Max, hasta entonces su ayudante, porque ha ejercido de espectador, y ha deseado que el joven Mehdi no muera. Ese acto de piedad es el que le lleva a la muerte y ese acto es el que enfrenta al señor Wagner, un asesino que podría haber luchado con los nazis, cuya ideología no ha olvidado, y el joven Mehdi, apenas un chaval de origen magrebí que solo desea fardar con las pistolas mientras disfruta con juegos interactivos y corre con playeras. En el fondo, lo que viene a decir Kassovitz es que no hay ética posible para el asesinato.