Historias de Shanghai

El espíritu de las Navidades sin futuro

A diferencia del resto de ideologías, las cuales, con mayor fracaso que acierto, proponen parámetros de acción al respecto de su lectura de la realidad, el nacionalismo tiende a reemplazar ésta directamente por un imaginario que justifique un statu quo impensable desde la racionalidad o la tradición. Dicho constructo descansa sobre los pilares del arte y la cultura popular que a tal propósito el poder moldea, sea vía imposición, manipulación mediática o apoyo económico. Se vio en la capitalización política de los éxitos del Real Madrid de Franco y el Barça de Laporta; en la prohibición u obligación de emitir corridas de toros en función del gobierno que controle la televisión; o, más allá de nuestras fronteras, en los blockbusters patrióticos que ha financiado en los últimos años la República Popular de China, a través de cineastas apesebrados —Zhang Yimou, Feng Xiaogang— o el control artístico de la producción —Confucio, Legend of the Fist: The Return of Chen Zhen.

Es tentador valorar Historias de Shanghai desde este prisma, toda vez que se trató de un encargo de las autoridades chinas para promocionar la Exposición Universal de 2010. De hecho, se celebren en dictadura o democracia ¿qué manifiestan, sino alardes de soft power nacionalista, estos museos de fachadas erigidas con fondos públicos para identificar a cada país con su imagen deseada? Conviene asimismo recordar que su director Jia Zhangke nunca ha hecho gala en su discurso de la frontalidad de Wang Bing o Wang Xiaoshuai, colegas habitualmente asociados a su generación, sino que ha dedicado éste a la crisis de identidad en que los bandazos históricos han sumido a un pueblo secuestrado por un PCC que todos sabemos eterno. Esta actitud reflexiva antes que combativa, aun contrarrevolucionaria se mire por donde se mire, responde mejor que ninguna a la exigencia de sintetizar lo inabarcable que plantean todas las Exposiciones Universales.

El reto parece animar a Jia a llevar aún más lejos la experimentación titubeante con los códigos del documental y la ficción de 24 City (2008), así como la transfiguración de la identidad en emoción que por momentos conseguía en Useless (2006), planteando distintas conjugaciones de narrativa y poética para cada una de las 18 entrevistas que componen este relato-Frankenstein del pasado reciente de China. En el caso de la Revolución Cultural o las guerras previas a la constitución de la RPC se opta por el clásico distanciamiento de la Historia mediante las historias personales, evitando la pesadez ensayística de Platform (2000) o los sermones lanzmannianos al no pretender representatividad alguna en las remembranzas del entrevistado, sino en todo caso una materialidad de lo subjetivo respaldada por los escasos documentos gráficos a los que se alude. Cada intervención es bendecida por la onírica fotografía de Nelson Yu Lik-wai y la cámara ingrávida de Jia, la cual jamás se apresura a encuadrar al busto parlante, confiriendo al narrador y su entorno la consistencia de una tabla donde se inscribiera su discurso (a veces mal hilado o parco en contexto).

En cambio, el autor se recrea en los cortes de las películas a las que aluden personajes relacionados con el mundo del cine, equiparándolos al metraje de la entrevista en sí. El diálogo entre ambos descubre nuevos espacios diegéticos, como el contraste entre el vigor expresivo del filme de propaganda en blanco y negro protagonizado por una bella Huang Baomei y la decadencia mortuoria de la fábrica donde realmente trabajaba, abandonada en la actualidad y tan irreal como un croma en el que se hubiera insertado su figura envejecida; o el acotado por las imágenes del documental Chung Kuo de Antonioni (1972) y las palabras del encargado de censurar su rodaje, quien lamenta la reprimenda recibida por hacer mal su trabajo a pesar de no haber visto todavía la película.

Gobernando este mapa tonal aparece a intervalos el deambular de Zhao Tao —actriz fetiche del director— por diversos paisajes urbanos en transformación, un segmento incomprensiblemente criticado en tanto cohesiona el conjunto a nivel estético, intelectual y emocional. Su muda presencia impregna el filme de la melancolía de lo efímero que ya transmitía Naturaleza Muerta (Still Life, 2006), motivada por la huella física del progreso que alimenta un Estado omnímodo, incansable profanador de los nichos de la Historia.

Pero hay algo más. Recuperando la disquisición que hacía el comienzo sobre la dificultad de determinar el perfil de una nación (o cualquier colectivo) partiendo de lo real, su papel señala la pieza que falta para vislumbrar los contornos del puzzle: un testigo cartesiano. La blanca Tao es la conciencia que siempre estuvo ahí, la convicción inquebrantable de que China existe más allá de las jerarquías, las miserias y los sueños nacionales que ni las propias élites son capaces de formular. El país muta, luego es; desde esta asunción los cineastas chinos —también los de Hong Kong y Taiwán— se posicionan entre aquellos que se limitan a registrar el cambio perpetuo (el también entrevistado Hou Hsiao-hsien, el propio Jia) y los esperanzados que pretenden explorar más allá, quizá en busca de un sustrato emocional como el que tan claramente se percibe en las vecinas Japón y Corea (Lou Ye, Andrew Cheng). Un anhelo similar al que comunica ese plano de rostros atrapados en un ascensor, a la espera de contemplar y contemplarse en el imponente escenario al que dan las puertas una vez abiertas.

Nada de esto exime a Jia Zhangke de cierta servidumbre a los intereses del régimen, y probablemente haría mejor servicio a su país dedicándose a filmar el despotismo funcionarial o los dramas de los desgraciados por el sistema, a la manera de su colega Zhao Liang. Pero considero Historias de Shanghai una de las mejores películas de 2012 para una sociedad como la española, la cual ha sustituido la conciencia de vivir (y sufrir) un cambio histórico como el que trata de capturar el director por un estado de acrítica estupefacción, aterrada ante la posibilidad de que todo se mueva como en la olvidada Lorca. Mientras algunas películas juguetean con la nostalgia como algo escindido del pasado (Promoción fantasma, Blancanieves) y un sinfín de obras patrias de género gritan mientras señalan a nuestra espalda, las calles arden con el fuego purificador de la conciencia de los fieles votantes de lo menos malo, para después humedecerse de lágrimas y cava derramados a mayor gloria de San Ildefonso. ¿Qué espíritu las recorrerá esta Navidad? ¿Quién dará fe de nuestra existencia? Ahora que ya no se puede confiar ni en un registrador de la propiedad, va siendo hora de llamar a un albacea.