La erosión del tiempo
Dicen que el tiempo es relativo. Dicen que el tiempo lo cura todo, dicen, pero también lo transforma todo, lo cambia. Y claro, el amor está dentro de ese “todo”. Dicen que en la madurez está aceptarlo, dicen. Pero la inexorabilidad del tiempo jamás nos devolverá “los tiempos de esplendor en la hierba”. Tiempo es también lo que ha necesitado este perfeccionista director —doce años para ser exactos— para realizar esta audaz, conmovedora, sincera y verosímil historia de amor y desamor y, casi tres años, lo que ha tardado en estrenarse en este país, después de estar ya visto por medio mundo y haber desfilado con muy buena acogida de crítica por varios de los mejores festivales de cine, como Gijón, Sundance, Cannes y Toronto. Cosas del tiempo, supongo.
Como dice su director y co-guionista, Derek Cinafrance, ha precisado de 66 borradores para dar sentido a esta historia que refleja sin pretensión de convertirse en manual (tan solo de plantear preguntas), la problemática de la pareja y la imposibilidad de que el tiempo haga perdurar la pasión. A este cineasta americano le interesa sobre todo explorar los problemas familiares —según cuenta en una entrevista. De hecho, en su primera película Brother Tied trató el tema de la relación entre hermanos y su próximo filme se centrará en las relaciones paterno-filiales. En esta ocasión le ha interesado profundizar en el poso del tiempo y la mella que provoca en la pareja. Pero, frente a los innumerables ejemplos que tratan del enamoramiento, es un hecho que se han realizado muchas menos películas que traten el desamor o la crisis matrimonial. Así, significativos directores lo han intentado escudriñar a lo largo de su filmografía, pero las dudas inquebrantables siguen haciendo poner en cuarentena cualquier tesis concluyente. Así, el existencialista Bergman (Secretos de un matrimonio), el psicoanalista Allen (Maridos y mujeres), Kubrick (en su más que seductor retrato matrimonial Eyes Wide Shut), Rossellini (con ese final tan amargo y dulce a la vez en la obra maestra Te querré siempre), o la Copia certificada de Kiarostami (copia, y a la vez insólita como la original), o Donen en la agridulce Dos en la carretera, todos ellos ejemplos de profundidad y madurez tanto narrativa como de contenido. También destacan las menos loables pero interesantes Se acabó el pastel (Mike Nichols), o La guerra de los Rose (Danny deVito); esta encomiable incursión en el asunto por un Derek Cianfrance que no se queda atrás, pese a su juventud; y un Judd Apattow, que también hace lo propio, pero desde el humor y el buen rollo, en su nueva comedia Si fuera fácil, conformando estas dos últimas (cada una en su estilo) dos buenas pretextos para visitar los cines.
Inspirada en el álbum homónimo de Tom Waits, Blue Valentines, y como contrapunto a My Funny Valentine (Chet Baker), la BSO la firma un conjunto indie a revindicar, Grizzly Bear, responsables de crear un clima blue, una de las mejores bazas del filme, donde no faltan temas tan románticos como You & Me (Penny & The Quarters), We belong (Pat Benatar), You Always Hurt the One You Love (interpretado por Gosling, tan melómano como el propio Derek Cianfrance). Es evidente que no estamos ante el chico más alegre de la clase, pero sí ante un talento en bruto que, desde luego, ha demostrado sus dotes autorales, su valentía y desnudez de emociones. La historia, basada en la novela de Alyson Tyler, Triste San Valentín, se presenta con varios saltos temporales del presente hacia el pasado a través de flashbacks, donde se va ensamblando un pasado ya muy lejano y constantemente anhelado, y un presente rehuido, como si el tiempo de un plumazo hubiera aniquilado los sueños y esperanzas y les hubiese transformado en otros seres, ahora extraños ante la mirada del otro y ante su propio espejo. Esta apuesta tan valiente y tan difícil de llevar a cabo con éxito, con la que el director consigue ir más allá de la historia per se, nos la presenta desde sus propios protagonistas, desde sus evocaciones, anhelos, deseos y miedos, y no desde la presunta objetividad de un narrador imparcial, pero es también la que le resta naturalidad (al no contarse la historia de forma lineal) porque el hecho de volver al pasado distrae y disminuye la intensidad de algunos momentos que acontecen en el presente, como ocurre con el sobrecogedor desenlace. Por otro lado, es ahí donde cobra importancia y brillantez, pues ya no tenemos una sino dos versiones de la misma historia y, en algunos momentos, contrapuestas. Así, vemos la de un Dean enamorado desde el primer fotograma, y la de ella (Cindy), una mujer insegura que conoce a Dean en un momento de debilidad y se deja amar, confundiendo amor con cobijo y protección; confusión por otra parte que no le impide que afloren sus sentimientos. Cianfrance nos enreda también, pues a veces dudamos del enamoramiento por parte de ella (como si eligiera un padre para su bebé, por desesperación, al estar embarazada). De hecho, dicen que estamos ante una historia de amor, pero a veces parece existir solo de forma unilateral por parte de él, y en otras, vemos una historia de amor fallida por el paso del tiempo. Lo curioso de este desconcierto es que al analizar el tiempo desde estas dos perspectivas es difícil hallar tanto al culpable estricto del declive, como el “momento” decisivo, porque en la mayoría de los casos es el propio tiempo el responsable de todo, ese tiempo que cotidianiza lo que nunca debería ser por su propia naturaleza, que destruye los elementos de los que se nutre la pasión: la espontaneidad, la sorpresa y el juego.
Por otra parte hay una clara intencionalidad dual en la película, pasado-presente, hombre-mujer, juventud-madurez, amor-odio, expresada a través del personaje de Ryan Gosling, el alter ego del director, en una opinión que subraya las diferencias vitales entre los dos sexos con cierto toque machista y/o de resentimiento, aunque no exenta de cierta verdad en cuanto al pragmático universo femenino: «Los chicos son más románticos que las chicas —dice Dean en una ocasión— cuando nos casamos es con una chica. Porque aguantamos todo el camino hasta que conocemos una chica y pensamos que sería un idiota si no me casara con esta chica que es tan genial. Pero parece que las mujeres van hacia algún lugar donde solo eligen la mejor opción o algo así. Quiero decir, se pasan su vida buscando al príncipe simpático y luego se casan con el tipo que tiene un buen trabajo y se va a quedar”. Ya que ambos, Dean y Cindy, son muy distintos: él es un hombre conformista, pasional, ingenuo e infantil; ella ambiciosa, madura, pero insegura y fría. Se siente también cierta improvisación entre los dos protagonistas, que se han involucrado en el proyecto a nivel tanto artístico, como de guión y de producción (como en la saga de Antes del amanecer, aunque me temo que en esta ocasión no habrá trilogía). La interpretación de ellos es sobresaliente (sobre todo ella, Michelle Williams, una actriz a reivindicar por su infinidad de registros —ya desde aquella Dawson crece—, por su expresividad y por su implicación en los proyectos que acomete), de hecho gran parte de la verosimilitud se apoya en el ejercicio actoral y en la sencillez de su puesta en escena, que solo se permite un cierto juego de cámara para diferenciar las dos partes entremezcladas del montaje final (así elige el Super 16mm antes de la boda y el RED post-boda), dejando traslucir una ambientación impostada con cierta pose de estética indie (del estilo de Once, Beautiful Girls), que resulta tan romántica como terrible, tan bella como melancólica.
Tiempo también es lo que han tardado The Weinstein Company para conseguir que la retrograda censura (MPAA), debido a la escena del cunnilingus, rectificara su clasificación de NC-17 (la moderna X), inmerecida censura sexual que en realidad escondía una crítica hacia esta micro-radiografía de la pareja que incomoda en ciertas ambientes hipócritas y puritanos. Parece que desde todos los ámbitos de poder ideológico se tiende a reivindicar la fase del enamoramiento (y más aún en este mes en el que no conviene indigestar la campaña de marketing de San Valentín e impedir el frenesí comercial), cuando lo duro pero a la vez gratificante es el amor, la etapa que viene después del enamoramiento, donde la pasión deja paso al cariño, la comprensión y la lucha cómplice conjunta. Este San Valentín blue es triste y amargo, pero aún así merece la pena (nunca mejor dicho), como merece la vida en pareja, que pese a saber todos de la mortalidad y fugacidad de la pasión, no por ello dejamos de vivir el desarrollo. Como tampoco, por otra parte, debemos posponer o declinar el fin, si así debe ser.
horrible
La peli es una canto a un amor rancio e inamovible, no me sentí nada identificada con ese tipo de amor que se describe.
El amor en el que creo y por el que lucho es un amor dinámico, que se mueve, evoluciona, se transforma y pasa por diferentes etapas, como las propias personas.
La pareja protagonista no hace nada por mantener vivo y saludable su vínculo, ellos mismos, su añoranza por el pasado y su incomunicación se cargan la relación, no la cotidianidad.