The Twilight Zone: Temporada 1 (II)

Un mundo de sueños e ideas

Con un Rod Serling cada vez más entonado, que va encontrando su voz dentro de los márgenes fantásticos que le ofrece la serie, y la incorporación de Richard Matheson como guionista, que enriquece el staff de escritores adicionales, hasta ese momento sólo formado por Charles Beaumont, The Twilight Zone va creciendo, poco a poco, camino de convertirse en la serie mítica en la que llegó a convertirse. No en vano, en este segundo repaso a su primera temporada, aparece un episodio incluido en todas las antologías de la serie, Los monstruos de la calle Maple, así como unos cuantos otros quizá no tan mitificados, pero igualmente espléndidos —pienso en Tercero desde el sol, El autoestopista e Imagen reflejada, sin ir más lejos.

1.13 Los cuatro estamos muriendo

En manos de otro director no tan hábil para las atmósferas como John Brahm, esa mezcla de exteriores expresionistas e interiores hiperrealistas de la que hace gala Los cuatro estamos muriendo seguramente no habría cuajado con la misma naturalidad. Pero su uso de angulaciones acusadas, y los claroscuros de la fotografía de George T. Clemens, logran darle a la narración un aire estilizado que encaja a la perfección con la tonalidad noir que Serling le imprime a la historia —a partir de un relato original de George Clayton Johnson, que a partir de la segunda temporada se convertirá en uno de los grandes guionistas regulares de la misma—, sobre todo en unos diálogos secos, directos, que son puro hardboiled. Uno de los mejores detalles del episodio es la inteligencia con la que Brahm, consciente de las limitaciones presupuestarias, resuelve los cambios de rostro de su protagonista, en general, propiciados mediante movimientos de cámara: atención al arranque del episodio, todo un prodigio de concisión y habilidad narrativa.

1.14 Tercero desde el sol

Si en Y cuando se abrió el cielo Serling solamente aprovechaba el punto de partida de un relato de Richard Matheson para elaborar una historia totalmente distinta, en Tercero desde el sol lo que hace es expandir su cuento original, brevísimo y concretísimo, desarrollando mucho más el contexto y los personajes para, igualmente, llevárselo de nuevo a su terreno. En sus manos, se convierte en un reflejo del miedo atómico tan enclaustrado en la sociedad estadounidense de aquella época, especulando sobre una posible hecatombe nuclear y sus consecuencias… Algo ya presente en Matheson, pero que Serling potencia con mucho tino, elaborando una parábola social que anticipa sus mejores logros en la serie. Los exageradísimos ángulos de cámara que utiliza Richard L. Bare, así como un diseño de producción que, sutilmente, le da un cierto aire futurista a la historia, transmiten una sensación de extrañeza, a priori, inexplicable, potenciando lo angustiante de la historia, su asfixiante estructura contrarreloj; pero al mismo tiempo anticipan, con notable sutilidad, el giro argumental que cierra el capítulo, ya todo un clásico del género.

1.15 Disparé una flecha al aire

Dejando a un lado lo improbable de su punto de partida —¿unos astronautas que no son capaces de reconocer su propio planeta, por más que se hayan estrellado en pleno desierto?—, el capítulo adolece del moralismo más recalcitrante de Serling, que de nuevo recurre al estamento militar para sacar a la luz lo peor del ser humano. El problema es que no se anda con sutilezas y, desde el primer momento, separa a los buenos del malo, con lo que el supuesto mensaje pierde toda su eficacia. Eso sí, hay que reconocerle a Stuart Rosenberg que le extrae un gran partido a los entornos naturales del Death Valley, convirtiendo a Disparé una flecha al aire casi en un neowestern, y tensando la cuerda de la tensión con notable habilidad… Pero no es suficiente para salvar un episodio fallido, y cuyo mayor interés es que anticipa el famoso giro final de El planeta de los simios (Planet of the Apes; Franklin J. Schaeffner, 1968).

1.16 El autoestopista

La obra radiofónica de Lucille Fletcher en la que se basa el capítulo, escrita para el Mercury Theater de Orson Welles, le proporciona a Serling el tipo de historia que mejor funciona en Twilight Zone: la más minimalista, la más concreta a nivel narrativo. El desarrollo argumental de El autoestopista no puede ser más sencillo, pero lo interesante del mismo es que permite imprimir una tensión cada vez más insoportable —si bien en el guión, de vez en cuando, aparece la voz en off para recuperar parte de la narración de Fletcher—, algo que se complementa muy bien con la sutilísima atmósfera fantástica que Alvin Ganzer, que ya había demostrado su talento al respecto en el anterior Lo que usted necesita, va imprimiéndole a la narración, incluyendo esos inquietantes primeros planos que le dedica a Leonard Strong. Cabe señalar el acierto de Serling al cambiarle el sexo al protagonista de la obra original —que sea la frágil Inger Stevens le da una mayor sensación de vulnerabilidad—, y el detalle, sibilino y nada gratuito, de que el marinero al que ésta recoge se quite los zapatos…

1.17 La fiebre

Como ocurrirá más veces a lo largo de la serie, lo que podría haber sido un episodio magnífico se queda a medio camino por culpa del moralismo de Serling, que se deja llevar por la tentación de crear un protagonista que necesita una lección, y construye a un personaje desagradable, antipático, con el que resulta imposible empatizar —a pesar de la habilidad con la que Everett Sloane lo humaniza, alejándolo del trazado prototípico del guión. Sin duda, La fiebre refleja con una extraordinaria verosimilitud el nacimiento de un ludópata, y Robert Florey, pese a sus experimentos con el zoom, dota a la narración de un ritmo progresivamente más febril, más enfermizo, que encaja a la perfección con lo narrado. El problema está lo torpemente que está encajado el ángulo fantástico de la historia, alcanzando su punto más bajo en un clímax que roza, por desgracia, lo ridículo, por culpa de esa máquina tragaperras andante que, en teoría, debería ser amenazante.

1.18 El último vuelo

Sobre el papel, el debut de Richard Matheson como guionista en Twilight Zone, adaptando una historia propia, puede parecer algo decepcionante, teniendo en cuenta que es autor de algunos de sus episodios más recordados de la serie: al fin y al cabo, El último vuelo ofrece una historia muy sencilla, de desarrollo argumental nada complicado, y con un giro argumental poco chocante respecto a otros… Pero lo interesante del mismo es, en realidad, la maestría con la que Matheson desarrolla la acción, el cuidado con el que construye a los personajes a través de los diálogos, la atención con la que hace encajar todas las piezas. No se trata, desde luego, de una apuesta arriesgada en lo formal, pero el resultado tiene una solidez tan rotunda —atención a la sutilidad con la que el guionista desmitifica a los héroes bélicos, sin necesidad de recurrir al maniqueísmo al que tendía Serling—, que incluso la insípida puesta en escena de William Claxton acaba siendo lo de menos.

1.19 El testamento púrpura

Allí donde La fiebre no funcionaba, por el maniqueísmo de Serling en el retrato de su protagonista, El testamento púrpura acierta de pleno, y por eso mismo supone un testimonio de lo que el creador de Twilight Zone era capaz cuando estaba entonado. Partiendo de su experiencia personal en el ejército americano durante la Segunda Guerra Mundial, el guionista despliega un retrato muy sincero, muy a ras de suelo, del día a día de los soldados de a pie, ofreciendo, a diferencia de capítulos anteriores, una imagen muy cálida y cercana de aquéllos que se sacrificaron por su país. Sobre todo en determinados momentos, se echa en falta a un director que, a diferencia de Richard L. Bare, supiera alejarse del aire teatral del guión, pero a cambio las interpretaciones de sus protagonistas —atención a un Dick York lejos del histrionismo que desplegaría en Embrujada (Bewitched, 1964-1972)— son extremadamente sólidas y emotivas, y añaden un plus de verosimilitud a la coartada fantástica de la historia, en este caso, de una espléndida sutilidad, que hace mucho más sugerente, por ambiguo, su final.

1.20 Elegía

De la misma manera que su anterior capítulo, Tal vez soñar, el segundo trabajo de Charles Beaumont para la serie incide sobre la frágil noción de realidad, y ofrece una serie de imágenes perturbadoras, muy inquietantes, que el director Douglas Heyes refleja con notable tino. La manera en que la cámara recorre esas estampas idílicas de una smalltown de los Estados Unidos, moviéndose entre los actores secundarios inmóviles como estatuas —si bien resulta más que visible cómo algunos de ellos parpadean ostensiblemente o se mueven sin ser capaces de evitarlo—, provoca una sensación de extrañeza, de desasosiego, puramente por cómo pervierten una serie de situaciones cotidianas a partir de un giro genial en su sencillez. Quizá lo de menos acaba siendo la explicación de todo ello que ofrece Beaumont, bella en su sencilla ingenuidad, sino precisamente cómo permite subvertir un escenario que refleja una idealización muy bradburyana.

1.21 Imagen reflejada

Nueva exhibición atmosférica de John Brahm, que aprovecha el sugerente punto de partida creado por Serling —que brilla, precisamente, por su sencillez de concepto— para construir una pequeña pieza de género cuya narración va tensando progresivamente, escena a escena. Con solamente una localización, y un puñado de actores muy entonados, encabezados por una espléndida Vera Miles, en Imagen reflejada Brahm saca auténtico oro de los pocos elementos que tiene a su disposición, jugando con la situación atmosférica —en el exterior, no dejan de sonar truenos y llueve sin cesar— y la buscada hostilidad de los secundarios para incomodar al espectador, que se identifica con la desazón y la desorientación de la protagonista, y se preocupa por su aspecto frágil, ingenuo. Pero lo más interesante, sin lugar a dudas, es la ambigüedad de la que Serling dota al episodio, permitiendo verlo como una obra plenamente fantástica, sobre doppelgängers y mundos paralelos, o bien como la súbita caída en la locura de una joven aparentemente sana. Se lea como se lea su argumento, la sensación terrorífica, inquietante, sigue siendo igual de intensa en ambos casos.

1.22 Los monstruos de la calle Maple

Más allá de su condición de metáfora crudísima, sin apenas concesiones, de la paranoia de la GuerraFría —el fantasma del maccarthismo, y de la sospecha constante que éste creó, flota durante todo el metraje—, lo más fascinante del que sigue estando considerado como uno de los capítulos míticos de Twilight Zone es la forma en la que Serling pervierte de forma consciente esa visión idílica de las smalltowns estadounidenses que había desarrollado en el bradburiano A corta distancia. No hay rastro aquí de melancolía, ni de nostalgia, sino una imagen muy cínica, muy desesperanzada, de los norteamericanos de la época, desarrollada con mucho tino en el que quizá sea el mejor de los guiones que escribió el creador de la serie para esta primera temporada: el equilibrio entre mensaje y construcción narrativa funciona aquí como un tiro. El rodaje en exteriores –algo que se hace evidente en el sonido, por los cortes bruscos provocados por la grabación directa de los diálogos– le permite al director, Ron Winston, reflejar la progresiva transformación de la situación en una especie de pesadilla: del inicio luminoso y convencional, pasa a un segmento climático nocturno, lleno de claroscuros y de sombras muy marcadas, que remite voluntariamente al ambiente paranoico, con lenguaje de noir, de La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasion of the Body Snatchers; Don Siegel, 1956).

1.23 Un mundo de diferencia

No es de extrañar que, en el momento de su emisión, este capítulo dejara a los espectadores de la época totalmente descolocados: el atrevimiento de Richard Matheson, urdiendo un juguete metanarrativo que jamás da explicaciones definitivas de lo que realmente ocurre durante su metraje —como en el caso de Imagen reflejada, es tan terrorífica la posibilidad de que el protagonista haya caído en un mundo paralelo en el que sólo es un personaje de cine, como que haya sufrido una crisis nerviosa que le haga olvidar quién es. La espléndida interpretación de Howard Duff, que se echa a las espaldas la verosilimitud del episodio, y lo defiende a muerte, así como la dinámica narración de Ted Post, que dota a Un mundo de diferencia de una tensión y un ritmo realmente cinematográficos —atención a los planos secuencia que encadenan los saltos entre las dos dimensiones en las que transcurre la acción—, están a la altura de un guión de mayor complejidad de la que aparenta, pues emborrona los límites entre realidad y ficción con un descaro que roza lo experimental.

1.24 Larga vida a Walter Jameson

Con la sutilidad que caracteriza a sus guiones para Twilight Zone, Beaumont construye la historia con apenas cuatro personajes y un par de escenarios, y va llenando el episodio con signos de extrañeza, al principio casi imperceptibles —con la complicidad de un Kevin McCarthy que entendió muy bien la dimensión inhumana que debía desprender su personaje—, que acaban explotando en la climática escena en que el protagonista explica el origen de su inmortalidad… Que, de nuevo con admirable elegancia, sin hacerlo explícito, el guionista sugiere que tiene un origen demoníaco. Le sigue una espléndida reflexión sobre el valor de lo frágil magníficamente defendida por McCarthy y, sobre todo, una dramática conclusión en la que brilla el maquillaje de William Tuttle, que consigue hacer creíble el acelerado envejecimiento de Jameson.