Una niña en primera persona
La primera película dirigida por Valérie Massadian resulta inusual por algunas razones. De escasa duración, poco más de una hora, carece de argumento evidente ni difuso —ni siquiera hay una sucesión de escenas—, pero nada lo acerca a lo experimental sino que más bien resulta un experimento. Nana es una película que es así porque solo así podría serlo.
Evidentemente Massadian no ha descubierto nada concreto. Las experiencias que vive la protagonista, que da título a la película, cuando un día su madre desaparece temporalmente, en nada se parecen a otras películas con infantes de protagonistas. Puede que haya algo en ella que me recuerde, en su esencia, a una deliciosa película de 1953, Little Fugitive (Ray Ashley, Morris Engel y Ruth Orkin). En ambas coincide la mirada del niño por encima de todo y es su sensibilidad la que mueve y dirige la película, aunque Nana, en mi opinión se arriesga más.
Es cierto que ha habido películas en donde la mirada es la de una niña, no la de alguien que coloca la cámara a la altura de su mirada pero le hace recitar frases con la gravedad de un adulto. Es bien cierto que hay casos notables de películas con niños, como Ponette (Jacques Doillon, 1996), ¿Dónde está la casa de mi amigo? (Khane-ye doust kodjast?, Abbas Kiarostami, 1987), El globo blanco (Badkonak-e Sefid, Jafar Panahi, 1995), El globo rojo (Le ballon rouge, Albert Lamorisse, 1956), pero en todas ellas había un hilo argumental, sólido en las dos primeras, no tanto en las dos últimas, pero siempre se nota la mano de alguien detrás de la cámara, que coloca, apunta y dirige. En cambio, Nana es la suma de una directora y una niña que se mueve y hace pequeños gestos, que son los que construyen una película, que resulta ser una experiencia vital.
En Nana no hay miedos sobre lo que hará, si comerá, si dormirá, etcétera, durante el tiempo en que está sola, porque ésos son miedos de gente mayor. No hay punto de vista de los adultos, aunque alguna vez Nana esté alejada de la escena, pero siempre está presente. Nana se comunica con la naturaleza; por eso, los sonidos de la misma están tan presentes en la película, porque forman parte del ser de Nana y todo en ello refleja vida, pues la idea de la muerte no existe para la niña.
Entonces, de lo que trata Nana es de la observación y de la posibilidad de interpretar los gestos de la niña. Podemos pensar e interpretar lo que Nana hace, como pensar que imita a su madre cuando está sola en su casa, coge un colchón y hace intentos de trasladarlo y de hacer la cama. Igualmente nos abruma cierta desazón cuando coge en brazos un conejo muerto, siendo consciente de que es un objeto-juguete más. Es razonable, aunque cualquier reflexión que hagamos con seguridad será desacertada, porque una niña hace gestos y se mueve, pero no tiene que tener un significado directo y si lo tiene puede ser interpretado solo por niños.
Pero Nana también mantiene relaciones, con su madre y con su abuelo. Con la primera, relaciones de tensión, con el segundo relaciones de relajación. Y una sensación de que ese lugar campestre, casi dentro de un bosque, será un refugio caduco, que difícil es que permanezca cuando Nana crezca y que por ello eso mismo siente y trata de hacernos sentir que es el vestigio de una civilización caduca y el deseo de la directora de reflejar esa clase de infancia.
En Nana no hay guión, apenas una sinopsis, porque no puede haberlo, pero sí hay armonía porque detrás está una gran directora, quien debuta en el largometraje con pulso sólido. Afirma que había 60 horas filmadas y se ha desprendido de 59. En apenas una hora, un prólogo, con la muerte de un cerdo, y los gestos de Nana: que se mueve, se queda quieta, lee y a veces parece que recita, que se apoya en el brazos de su abuelo, que mira a su madre y ésta le devuelve la mirada… Son los gestos los que construyen la película.