La gorgona (The Gorgon, Terence Fisher, 1964)

La Gorgona o el éxtasis del «fantástico»

Alberto Savinio, uno de los colosos del pensamiento de principios del Siglo XX, contaba cómo Schopenhauer, descontento con las historias de la filosofía, decidió emprender la suya propia. Savinio, más adelante, imitaría ese gesto al construir una nueva enciclopedia que paliase su descontento con las anteriores. A tenor de estos ejemplos, no sería difícil imaginar el impulso creativo llevado a cabo por Hammer Films como una revuelta contra la visión del fantástico gestada hasta ese momento. Si la Universal y la RKO representaban dos modelos antagónicos, donde la lujuria estética se encontraba con la insinuación y la sugerencia, Hammer estaba llamada a revisar las bases de la literatura gótica y el periodo victoriano por un breve espacio de tiempo, el que marcaría su éxtasis a finales de la década de los ’50 y su decadencia al comienzo de los ’70. Un periodo breve, habitualmente definido como manierista [1], que haría de Terence Fisher su mayor exponente artístico.

Durante sus primeros años, Terence Fisher desempeñó diferentes profesiones hasta recalar en el mundo del cine, desde sus inicios como marino hasta su breve estudio de escaparatismo [2]. Así, no fue hasta bien entrada la madurez cuando abordó su carrera como cineasta, concentrando, como Kant o Melville, toda su potencia creativa en las últimas etapas de su vida. Fisher, en definitiva, hizo del horror un oficio, un trabajo perfilado con el discurrir del tiempo que daría algunas de las páginas más gloriosas del género. De esta manera,  su elección como realizador de La maldición de Frankenstein (The Curse of Frankenstein, 1957) representaría el primer capítulo del relato fundacional del nuevo fantástico.

Pocos cineastas han tenido la posibilidad de llevar a cabo un estudio en profundidad de sus criaturas, narraciones o estilemas. A pesar de la frágil coyuntura económica de sus producciones, Fisher hizo de su acercamiento a Frankenstein algo semejante a una novela de formación, una panorámica que recogía la tortuosa existencia del Barón desde su niñez hasta su senectud. En manos del director británico, esa oportunidad se tradujo en una investigación de los vicios y corrupciones de la moral victoriana y un ensayo del cataclismo que la Ilustración había sembrado con sus aspiraciones sobre la Razón. En otras palabras, un lienzo inmejorable en el que pintar, con tanta habilidad como delicadeza, las profundas resonancias que albergaba la criatura de Mary W. Shelley. Sin embargo, hay otro logro mayor en la carrera de Fisher, un filme que captura, como ningún otro lo conseguirá, el espíritu del fantástico. Una película, casi un accidente geográfico, que separa la primera escapada artística del realizador con su regreso a Hammer. Esa obra no es otra que La Gorgona (The Gorgon, 1964), el adelantado canto del cisne a una manera de entender el horror.

Tras repasar la antología de monstruos célebres, Hammer fijó su atención en la posibilidad de adaptar a un contexto moderno, esa sociedad de finales del XIX inmersa en pleno progreso humano y técnico, la figura mitológica de la gorgona. Criatura de la hélade griega, la gorgona había sido pasto del comentario y de la literatura, desde Eurípides hasta Jean Ray, donde cada uno explotaba o desarrollaba una de sus facetas. Ray, por cierto, destiló la versión más atractiva de la criatura en su novela Malpertuis, un extraordinario relato donde los viejos mitos dormían bajo una apariencia humana escondidos en un caserón familiar. Allí la medusa adquiría los rasgos de una enigmática muchacha cuya mirada abrasiva desataba el romanticismo desbordado del joven protagonista de la historia. Así, los poderes que convertían en piedra a todo aquel que caía fulminado ante su mirada se transformaban en un extraño, desconcertante, embriagamiento amoroso, último eslabón del romanticismo tardío.

Más cercano a Ray que a Eurípides, que la consideraba un monstruo, Fisher enfocó su aproximación a la gorgona como la ocasión de poner en escena un drama, una opción largamente anhelada. Con todo, Fisher ya había afrontado con delicadeza esa vertiente dramática en el triángulo sentimental que se formaba en Las dos caras del Dr. Jekyll (The Two Faces of Dr. Jekyll, 1960), por citar un ejemplo, y en su filmografía nunca serán ajenos los momentos de intimidad rodados con sensibilidad —como en el frustrado romance que narra Frankenstein creó a la mujer (Frankenstein Created Women, 1967). Sin embargo, La Gorgona es, por méritos propios, el filme donde el realizador británico eleva el drama romántico por encima del contexto monstruoso que lo rodea.

Lo que hace de La Gorgona una obra especial, casi una bisagra entre dos periodos creativos, es su manera de advertir ese cambio paulatino en el estilo de Hammer. Así, la pareja formada por Fisher y Jack Asher, director de fotografía de sus primeros filmes —la luz y las tinieblas románticas que cuajaron en el estilo fisheriano—, se vio disuelta una vez Hammer decidió prescindir de Asher al considerar su trabajo demasiado caro y laborioso. Tras Asher, Arthur Grant sería el fiel operador de cámara encargado de trabajar el aspecto cartesiano de sus últimos trabajos. Hasta la consolidación de Grant, Michael Reed, más cercano a la visión de Asher, fue quien dedicó su esfuerzo a animar el cine de Fisher [3]. En este sentido, La Gorgona es la clase de película de textura onírica, como recortada del interior de un cuento infantil del Siglo XVIII. De ahí, precisamente, la importancia de su cuidadosa puesta en escena, donde el trabajo colectivo de los técnicos habituales de la productora inglesa alcanzaría su cima.

Efímero, ese podría ser el sentimiento que captura el ambiente de La Gorgona, donde todo parece reflejar un mundo frágil, a punto de desvanecerse definitivamente. Como en otras películas de Fisher —donde el ejemplo más notable residiría en su acercamiento a Drácula [4]—, el miedo que proyecta la criatura es el pegamento que mantiene unidas, cada vez más débilmente, las estructuras decadentes de la comunidad. La pequeña población centroeuropea en la que se ubica el relato es un lugar repleto de silencios, que reparte elocuentemente su acción entre el hospital que regenta el médico interpretado por Peter Cushing, el Dr. Namaroff, y el castillo donde mora la criatura. Nadie sabe, pero todos temen. Los primeros ataques de la gorgona precipitarán la llegada del otro protagonista del filme, Paul Heitz, un profesor universitario decidido a desentrañar el misterio del lugar. Así, los dos personajes masculinos reflejan las dos caras del lugar: la que se ha resignado a perpetuar esas estructuras decadentes —Namaroff, director del sanatorio, convencido de la importancia de su preservación— y la que busca una reacción —Heitz y su confianza en la razón y el progreso moral. Terror contra progreso.

Si antes señalábamos el anhelo de Fisher por dirigir un drama, el realizador británico encontrará en La Gorgona esas formas románticas que sus anteriores filmes dibujaban con pequeños gestos. Así, la lucha por acabar con la criatura monstruosa se transformará lentamente en una lucha amorosa, desde el momento en que se introduzca el tercer personaje del filme: la asistenta del médico, Carla, a la sazón, la mujer que esconde en su interior al monstruo. La decisión, largamente cuestionado, de utilizar a dos actrices para representar a la criatura —Barbara Shelley en su aspecto humano y Prudence Hyman en el monstruoso— adquiere en la ficción un sentido pleno. Por un lado, nos recuerda el rasgo efímero de esa belleza, el horror que oculta y con el que debemos convivir cada día como una promesa siempre renovada. Ese es el drama del personaje interpretado por Peter Cushing, el encubridor enamorado de la belleza de la criatura, incapaz de reaccionar a su encantamiento. Y por el otro, nos recuerda la tristeza de esa belleza, su imposibilidad de conciliar ambas figuras en un mismo cuerpo. Cada vez que aparecen los cabellos serpenteados de la gorgona, nos embarga la pesadumbre del amor que nunca tendrá lugar. De ahí la transgresión que lleva a cabo la película con el personaje. Si normalmente su mirada fulminante debería bastar para convertir en piedra a su víctima, aquí Fisher dilata ese momento mientras propone una variación: los reflejos, como aquel que tiene lugar en el interior del estanque, no convierten definitivamente en piedra pero sí envejecen a quien los sufre. Como le sucede al personaje de Paul tras contemplar la imagen de la gorgona, sus cabellos encanecen y su rostro adquiere unas arrugas allí donde antes todo era piel lisa.

Cercano a Jean Ray, Fisher convierte la mortífera cualidad de su criatura en una hermosa, casi poética, herida de amor; la víctima no muere, no se convierte en piedra, pero porta como un gesto visible las cicatrices de ese encuentro imposible con el monstruo. Apenas unos segundos son suficientes para alejar a Paul de su objeto amoroso, para recordarnos que no podemos conciliar las dos caras de la gorgona, para sintetizar el miedo cerval que el pueblo ha larvado durante décadas en el castillo. Todo ello brillantemente conducido a través del reflejo que la criatura proyecta en el agua estancada, mientras su víctima nota los efectos de la melancolía de su amor. Nunca Fisher alcanzará otro momento de semejante lirismo, tan evocador y al mismo tiempo tan sintético y preciso.

La Gorgona podría ser la historia de una herida, que pasa de un rostro a otro mientras provoca un efecto diferente en cada personaje. Para el Dr. Namaroff, la herida significa su temor ante el final de esa relación, cuando tendrá que admitir el secreto de su asistenta y elegir entre morir convertido en piedra o matar a la mujer amada; para Paul, el defensor de la razón, la herida también está relacionada con el tiempo, con una advertencia: si continúa por ese camino, probablemente acabará convertido en su rival, en un encubridor que perpetúa el terror en la población porque solo así puede conservar a esa criatura que tanto ha llegado a amar. Pero, ¿y la mujer? La mujer es el rostro visible de la condena, la impotencia que supone esa identidad compartida entre monstruo y mujer, como ya sucediera en Frankenstein creó a la mujer. Una criatura sufriente, condenada a vagar como vestigio de un pasado encerrado entre las ruinas del castillo, mientras siente cómo cada oportunidad de liberarse del hechizo muere convertida en piedra.

Aquello que hace del final de la película uno de los momentos más hermosos de la obra de Terence Fisher es, precisamente, su capacidad para ligar en el mismo plano toda la potencia del horror y del drama. Atrapados en el castillo —la herida original que marcó indeleblemente a la pequeña comunidad—, los dos protagonistas se baten en duelo hasta que aparece la criatura en su encarnación monstruosa. Podemos escuchar el sonido de su cabellera de serpientes mientras avanza entre las columnas del castillo, expectante ante el duelo que sus dos amantes llevan a cabo. Pero el final, como apuntaba Malpertuis, siempre es el mismo: uno no puede evitar el encantamiento de esa mirada, el sofoco y la turbación que se adueña y contamina nuestro interior. Los dos amantes la miran, no pueden hacer otra cosa, y acaban convertidos en piedra. Ella muere, por fin, cuando el secundario de lujo interpretado por Christopher Lee —lo más parecido a un narrador que observa la evolución de la historia sin decidirse a medrar hasta su conclusión— le corta su cabeza. Un gesto revelador de la tensión del drama, pues solo la criatura muere y, de esa manera, permite a la comunidad descansar de la maldición que la asolaba. En cambio, los dos amantes quedan petrificados. Con ellos permanece la herida romántica, la señal del drama que ha tenido lugar, como expresión eternizadora de un amor convertido en piedra, el vestigio que encierran esas ruinas del castillo de Vandorf.

Con el declinar del horror gótico según Hammer, Terence Fisher vería cada vez menos factible la realización de nuevos proyectos. Si bien la década de los ’60 fue una etapa extraordinariamente fecunda, un accidente y los cambios internos en la productora inglesa cerrarían la obra fisheriana en 1974, en el interior de un manicomio al que iría a parar el Barón Frankenstein. Otro tipo de horror conquistaba el mercado. Aquel último Frankenstein es uno de los testamentos fílmicos más emocionantes legados por el fantástico; un filme tan plenamente autoconsciente que no elude reflexionar sobre su propia vejez —he ahí el plano que enseña las manos deformadas de Frankenstein, incapaces de operar como antaño— mientras todavía evoca una continuación posible. En ese último gesto, como en aquellos que hacen de La Gorgona una cima del género, descansa una de las virtudes del cine según Terence Fisher: descontento con las historias del fantástico, decidió emprender la suya propia. Toda una carrera dedicada a crear una caligrafía del horror.


[1] Lo que Carlos Losilla definía certeramente de esta manera: «El resultado es la relajación del código en cuanto conjunto de normas y su sucesiva conversión en un recipiente más o menos moldeable, listo para albergar cualquier propuesta autoral que se le presente». En El cine de terror. Una introducción, Paidós, Barcelona, 1993, página 109.

[2] Para una descripción exhaustiva de la vida de Fisher se puede leer el estupendo artículo de Neil Barrow “Adult Fairy Tales & Frustrated Love Stories. The Cinematic Legacy of Terence Fisher” en Little Shoppe of Horrors n. 19, septiembre de 2007, página 5-27.

[3] A este respecto es muy recomendable leer el perfil de Jack Asher escrito por Antonio José Navarro en el “Especial Hammer” de la revista Dirigido por… n. 335, junio de 2004, página 64.

[4] También The Revenge of Frankenstein (1958) con su afilado comentario social. En general, hay en ese acercamiento al fantástico la posibilidad de profundizar en el comentario ideológico de los sistemas políticos de determinados personajes y situaciones, versiones de un feudalismo avanzado mezcladas con el progreso moral de la Ilustración. 

Los visitantes (The Visitors, Elia Kazan, 1972)