El nadador

Frank Perry (1930-1995) no fue un gran director, pero sí tuvo más de una película destacable. Debutó en 1963 con Elisa (David and Lisa, 1962), retrato de dos jóvenes ingresados en una institución psiquiátrica, por el que obtuvo cierto éxito critico, que se fue difuminando película tras película. Aún así, sus películas más interesantes son de esa misma década: El nadador (The Swimmer, 1968) y El verano pasado (Last Summer, 1969), aunque las más recordadas, que aún así es un recuerdo difuso, son Queridísima mamá (Mommie Dearest, 1981), desalmado biopic sobre la vida de Joan Crawford y Monseñor (Monsignor, 1982), con un guión de Abraham Polonsky que aprovechaba el escándalo del banco ambrosiano. Dos películas de trazos gruesos, poco sutiles.

Tanto El nadador como El verano pasado son dos películas que el director Frank Perry tuvo serios problemas para completar. La primera no llegó a finalizarla, abandonándola por problemas con la productora y fue sustituido por el novato Sydney Pollack, mientras la segunda mantuvo serios problemas de censura. Basada en una novela de Evan Hunter, El verano pasado muestra un desolador retrato de la juventud, donde en esta las manipulaciones emocionales son dignas del Polanski de Lunas de hiel (Bitter Moon, 1992), y donde la violencia verbal no es más que la preparación para un orden moral establecido por unos adultos que nunca aparecen. Esa no presencia reafirma, en lo que es un reverso de Verano del 42 (Summer of ´42, Robert Mulligan, 1971), la cuestión principal mostrada, que no es otra que ejemplificar que los adolescentes no están corruptos por el orden de los adultos sino que existe un innoble orden moral, el “Bellum omnium contra omnes” hobbesiano. Aún hoy, El verano pasado resulta una película de enorme crueldad, que admirarían directores como Todd Solondz o Larry Clark.

SWIMMER, THE

Pero tampoco hay que alabar en exceso a Frank Perry, pues las modas de finales de los sesenta en forma de zooms, virados y ralentís han hecho envejecer estas dos películas, notándose especialmente en pasajes enteros de El nadador. Sobre un relato de John Cheever, El nadador tiene una argumento enormemente curioso. Ned —Burt Lancaster, espléndido por su capacidad de modular gestos y dulcificar el rostro, pero no la mirada, siempre triste—, decide regresar a casa a nado, atravesando las diversas piscinas de las viviendas burguesas de sus vecinos. A lo largo del recorrido, sus vecinos muestran ambiguas percepciones ante la presencia de Ned —quien ha estado ausente, por lo menos dos años y donde, por lo menos, alguien a quien consideraba un amigo ha fallecido— y éste, poco a poco, comprende que ese viaje plagado de optimismo no es un viaje iniciático sino un viaje finalista. En ese recorrido fluvial, así lo denomina Ned —la unión de piscinas no es más que un río llamado Lucinda, en honor a su esposa—, la novedad reside en la capacidad para difuminar el tiempo, como lo habían hecho en esa misma época Alain Resnais y Chris Marker, para anticipar que ya no estamos en los felices sesenta sino en los funestos setenta, que los sueños, nuestros recuerdos y nuestras vivencias se encuentran en nuestro interior pero que no tienen porqué residir en la capacidad de percepción de los demás. Pasado y presente resultan uno sólo y es el avieso espectador el que va concretando los sucesos para descubrir que ese Ned al que sonreían al principio, al final era despreciado. Ese fluido vital, que es el agua de las piscinas que retorna como lluvia, se concreta en una especie de cuento moral, pero sin moralina, el relato de toda una vida sin que asistamos a la narración de ningún acontecimiento. Las fisuras del relato son las que permiten valorar a Ned como un ser venido a menos, un engreído, un ser moralmente irrelevante. La hipocresía frente al ganador se torna en desaire cuando éste pierde, las ambiciones se figuran como sueños y es en ese mismo sueño en el que desea vivir Ned.

Hay una escena en la que señala lo escrito: en el encuentro con un niño cuya piscina está vacía le señala que si uno desea fervientemente algo lo consigue, cuando uno sueña algo lo transforma en realidad. Ése es Ned, alguien que recuerda un pasado diferente al que aparentemente fue. El viaje arranca cuando Ned aparece de la nada y se sumerge en una piscina, nada un largo y según toca el borde de la piscina una mano le está ofreciendo una copa. Ese inicio, en el punto más alejado de su casa, muestra una aparente lejanía temporal. Besa unos pies al principio, otros pies lo empujarán en la desembocadura del viaje.