La náusea
Sentado ante el teclado veo, sorprendido, que las teclas no se mueven sin la presión de mis dedos sobre él. Me asombra comprender que mis ideas no se reproducirán automáticamente en la pantalla. Y, sin embargo, signo tras signo, sentimiento tras otro, debieran reflejarse, cada uno en un color distinto, azules celestes, rosas como la vida, verdes esperanza, rojos pasión… no hay magia en mi ordenador y me siento impotente para hablar de magia. Porque La espuma de los días es una película de magia, como todas las obras de Michel Gondry. Sin duda, la más próxima geográficamente, a las creaciones mágicas que Stephane y Stephanie compartían en La ciencia del sueño (La science des rêves, M. Gondry, 2006) aunque también a su espíritu romántico. Y, porque no, al espíritu de creación e ilusión que compartían los alumnos de último curso del ensayo The We and the I (2012), los protagonistas de El avispón verde (The Green Hornet, 2011) el enloquecido personaje de Jack Black haciendo películas “suecadas” en Rebobine por favor (Be kind, rewind, 2008) o los enamorados Joel y Clementine en su obra maestra ¡Olvídate de mi! (Eternal Sunshine of the Spotless Mind, 2004). La magia que no flota en el aire, sino la magia que proviene de nuestro interior, de nuestros deseos, de nuestra voluntad de creer y soñar. Esa es la magia que, sin excepción, invoca Gondry en casi todos sus largos —tal vez con la excepción de una obra que valoraba la disyuntiva entre racionalismo y pasión, Human Nature (2001)—.
La espuma de los días se basa en la obra homónima de Boris Vian, una fábula escrita en la segunda mitad de los cuarenta, tras el horror de la guerra y en la que hay una celebración de la vida a la par que un reconocimiento de la fragilidad humana. Gondry se aplica a la adaptación de la obra cómo sólo él podría hacer, con su magia y su desbordante capacidad visual, con su capacidad de enfrentar la Vida caleidoscópica de los ingenuos protagonistas, ricos en felicidad, con un Destino inevitable que parece ser anunciado por la severidad del escritor Jean Sol Partre, de quien Chick, amigo de Colin, es un enfermizo fan. Gondry consigue trasladar a la pantalla los singulares personajes y las caricaturescas situaciones Hay un ratoncito que ayuda en las tareas de casa, un timbre que al sonar se transforma, se multiplica en pequeños escarabajos, y escapa por paredes y suelos, un pianocóctel que elabora bebidas suculentas al tocar melodías jazzísticas, un criado que es un amigo y que elabora suculentos banquetes recibiendo instrucciones directas por televisor… Gondry en su máximo esplendor con ciertos ecos de los inventos de la Aardman Factory, de Wallace y Gromitt a Evasión en la granja (Chicken run, P. Lord y N. Park, 2000) o de las locuras de Pánico en la granja (Panique au village, S. Aubier y V. Patar, 2009). Un cartoon imparable encarnado en personajes humanos y que no se limita a lucir los brillantes efectos especiales sino también una serie de gags visuales cuyo hilarante efecto se consigue con una puesta en escena muy determinada y, por supuesto, my propia de Gondry. Es dudoso que ningún otro autor pudiera haber adaptado el mundo de la novela sin recurrir exclusivamente a la animación.
Frente a la rutilante luminosidad del apartamento de Colin, el protagonista, del dinamismo de su amigo y criado, la ominosa presencia de Partre, invocado, referenciado por Chick, supone una permanente amenaza para el hedonismo. Sartre, que apoyó a Vian y su obra, se erige con la suya, La náusea, como un lastre para la felicidad, una vuelta a la tierra de la que Colin trata de huir, un presagio del nenúfar que, bajo forma encantadora, intoxicará a su amada. Así, a diferencia de las obras citadas, incluso a diferencia de La ciencia del sueño, en la que Stephane acababa por perder a Stephanie, nos encontramos ahora ante una dura crónica de la vida. Una comedia que va progresivamente perdiendo color, unos personajes, Colin y Chloe, que son vencidos por la cotidianeidad y el tiempo. Colin no dispondrá de ninguna estrategia para recuperar a Chloe, a diferencia de lo que Joel trataba de hacer con Clementine. El tiempo es una máquina irreversible a la que no podemos engañar.
Da la impresión que Gondry se permita desbordar su imaginación, como el propio Colin, tratando de autoengañarse, tratando de confundirnos, de hacernos creer que podemos volver atrás. Y nos ofrece una obra luminosa, hedonista, con un héroe dotado de dinero, encanto y humanidad que encuentra su pareja ideal. Y parece, también, que Gondry, alargando la comedia en las horas más duras, trate de ocultar la tragedia, soltando gags durante el funeral de uno de los personajes. Pero la espuma del tiempo, esta resaca sucia que envuelve todo (que el director refleja admirablemente en el apartamento de los protagonistas, que se encoge, se mancha, se deforma) no puede ni tan solo ser evitada por él como director. No hay camino de retorno. Al final está, tan dolorosa como inevitable, la revelación de que morirá la persona que amamos, que se desteñirán los colores de la vida, de que nuestro mundo se encogerá y pasaremos de habitantes a prisioneros. Y Chick pierde su fe en Partre y pierde a Alise. Y Nicolas también se pierde. Y Gondry trata de llorar pero no sabe y nos ofrece, aun ahora, otro gag… Y, aunque, una vez más, nos haga reír, al final, La espuma de los días resulta ser una tragedia a regañadientes, a pesar de Gondry, a pesar de todos nosotros. Y Partre / Sartre queda como el vencedor no deseado. Y nos quedamos con la náusea de la realidad. No sé si es culpa de Gondry, de mí o de la vida misma.
P.S. La ficha IDMB y otras fuentes refieren una duración de 125 minutos, mientras que la versión estrenada se reduce a 90. Habría que saber quién decide esta versión recortada, porqué se produce y cómo afecta al desarrollo de personajes y situaciones.