Las mujeres de Tailandia son tan bellas que se han convertido en las «azafatas» de Occidente, perseguidas y deseadas en todas partes por su gracia, que es la de la feminidad sumisa y cariñosa de las esclavas núbiles —ahora vestidas por Dior—, una impresionante invitación sexual en una mirada dirigida directamente a tus ojos y que, en potencia, consentirá cualquiera de tus caprichos. En síntesis, la realización de los sueños del hombre occidental.
(Cool Memories, Jean Baudrillard)
En Sólo Dios perdona (Only God Forgives, 2013), Nicolas Winding Refn retrata Bangkok como un espacio mítico, en el que las cosas suceden al margen de la realidad. Es una dimensión paralela: la de la pintura hipercromática, la de la fotografía saturada de Suspiria (Dario Argento, 1976), la de los trailers de películas tan llamativas como inconexas. Pero es, ante todo, el limbo en el que habitan los arquetipos. Refn siempre se mueve en las coordenadas del cuentacuentos, como un viejo chamán que describe la forma en la que vemos realmente el mundo, modelando personajes que hacen lo que, quizá sin saberlo, sus espectadores desearían hacer. Estas narraciones no sólo proyectan nuestro presente, sino también la imagen que tenemos del pasado, como un lugar de leyenda, que funcionaba de verdad con una temporalidad sobrenatural; es el caso de la tan mística como manowaresca Valhalla Rising (Nicolas Winding Refn, 2009). La obra de Refn es una mina de oro para un psicoanalista que quiera conocer la sociedad occidental, pero también para teorías como las de Edgar Morin, quien consideraba la experiencia del cine como regresiva, una experiencia equivalente a la percepción medio onírica que del mundo tiene un niño, o a la visión mágica de un pueblo cazador-recolector.
Pero el cine de Refn no consigue transmitir esa emoción. Su obra no nace entre los aborígenes australianos, como la hipnótica y mucho más trascendente La última ola (The Last Wave, Peter Weir, 1977). El mundo del que surge no es el de una tribu alrededor de una fogata. Es el nuestro, rodeado por pantallas y que rodea pantallas. Esas pantallas disparan anuncios que gritan para conseguir nuestra atención, no son esquemáticos dibujos sobre una pared de piedra. La imagen de Refn no es religiosa ni mágica, sino espectacular, fría y pragmática.
Sin embargo, pese a la inoperancia de sus cargas de profundidad, es indiscutible su sensibilidad a la hora de captar y mostrar arquetipos y mitos contemporáneos. Se ve muy bien en Sólo Dios perdona, donde, sin recurrir de forma grosera a los tópicos sobre Bangkok, encierra y suelta el Bangkok de nuestro imaginario social. Recoge todos los tópicos: mujeres, violencia, neón. Sobre todo mujeres, porque estamos en una sociedad patriarcal cuyos mitos son los dominantes. Las mujeres tailandesas se representan casi siempre como serviles a cambio de unos dólares o un poco de lujo, dispuestas a degradarse sin cambiar la expresión, más allá de la primera sonrisa que parecía permanente. Pese a todo, los tópicos en Sólo Dios perdona están de soslayo, incluso cuando llenan la pantalla proceden de un guión que los trata de manera diferente, lateral. Siguen el método habitual de Refn: generar variaciones sobre tópicos, en este caso sobre Bangkok, suficientemente originales para renovar la mirada, pero también lo bastante reconocibles como para que se pueda hacer pie.
¿Y qué es Bangkok en los imaginarios actuales? La verdadera Sin City. La ciudad sin ley en la que, sin embargo, un occidental no corre peligro. Es como Las Vegas, sólo que sin los negros que le pueden rajar allí como en su barrio. En el sudeste asiático, la piel blanca vuelve invulnerable a la violencia local, a la vez que permite participar de su sadismo. Se puede violar sin ser violado. Se puede decir “lo que pasa en Bangkok, se queda en Bangkok”, con total seguridad de que así sucederá. Las cicatrices que deje tendrán forma de fotos y de recuerdos privados, inconfesables hasta para las redes sociales, sin más sangre que la de la niña de 10 años que ha sido desvirgada. O la del tiroteo grabado con un móvil, borracho, desde la acera de enfrente. Eso sí fue compartido en Facebook.
Pero Sólo Dios perdona no está para satisfacer, al menos no de forma descarada, pulsiones de violencia y sexo. Para eso hay un lugar y una época: el cine exploitation de los 70 y los 80. Por ejemplo, dos pesos pesados de la subindustria viajaron al Bangkok de los sueños de su espectador, el viejo hombre blanco. Las calles de Bangkok (Les trottoirs de Bangkok, Jean Rollin, 1984) y Viaje a Bangkok, ataúd incluido (Jesús Franco, 1985) eran thrillers baratos y formulaicos, lo que aprovecharon para mostrar tiros y bailes exóticos sin necesidad de excusas ni coartadas. Incluso sin necesidad de ir a Tailandia a filmar nada. En realidad, son películas de gángsters y espías casi indistinguibles de cualquier italianada de aquellos años. La verdadera seña de identidad de Bangkok —o al menos en la que se centra este artículo para degenerados— es el sexo, por eso saca mucho más partido al “tailandismo” un producto como Emanuelle negra se va a Oriente (Emanuelle nera: Orient reportage, Joe D’Amato, 1976), donde se incluyen sin rubor escenas protagonizadas por pelotas de ping pong y otros hitos locales.
Bangkok, hoy algo devaluada por la irrupción de Pattaya, es ante todo una fantasía sexual masculina. El sueño de todo hombre occidental, dice, entre agudo crítico y viejo verde, Baudrillard —desde luego no parece ser sueño de ninguna mujer, occidental o menos aún tailandesa—. La manera de recuperar su poder perdido, como los machos heridos que compran esposas asiáticas en el documental The Last Real Men (Die letzten Männer, Ulrich Seidl, 1994). Al turista occidental no sólo se le permite dominar a las mujeres —y a los ladyboys que parecen serlo, en una especie de ególatra reduplicación del sadismo—, sino que además ellas sonríen durante el maltrato. Hay un público potencial principal de estas representaciones de la capital tailandesa: todos esos hombres ofendidos que llenan de comentarios contra el feminismo (contra la igualdad) cualquier noticia acerca del feminismo, incluso en periódicos que se identifican como progresistas. Todos esos se meterían gustosos en un barco hasta Bangkok para, una vez allí, ¡gozar! Ellos gozarían, sin importar nada más. Se sentirían parte activa del imaginario social, se sentirían dentro de un sueño erótico.
Ese imaginario sigue muy vivo hoy. Aunque se ha olvidado, si es que alguna vez fue conocido, que la prostitución como símbolo nacional de Tailandia fue creada por los soldados estadounidenses, que iban hasta allá desde Vietnam, creando fulanas donde antes había pueblerinas que necesitaban alimentar a sus familias. Resacón 2, ¡ahora en Tailandia! (The Hangover Part II, Todd Phillips, 2011) es clara prueba de esa separación de la historicidad, tan característica del mainstream norteamericano. Bangkok aparece con todos sus tics habituales: alcohol, desmadre, liberación; antros, armas, mujeres. Como siempre, el signo que identifica todo esto y da el pistoletazo de salida es el uso del rojo y el azul, punto en común de todas estas representaciones cinematográficas, y que consigue remitir antes a baretos de showgirls que a Pepsi o el cine de los 80. Pese a todo, Resacón 2 tiene el detalle de considerar a Bangkok como un ente vivo. Aunque parezca que no es más que un campo de batalla de desfogue, un parque de atracciones para noches locas de frat boys, la ciudad es más sujeto que objeto. Cuando uno de los personajes se pierde, se repite que «ahora lo tiene Bangkok y no lo va a soltar». Parece un detalle minúsculo o un chistecillo, pero tiene su importancia, porque implica el reconocimiento de un Otro. Sí, el hombre occidental puede ir y comportarse como le venga en gana; pero sólo porque «ella» (la ciudad) se lo permite. Hay un cierto respeto anticolonialista, del todo ausente en otras películas.
Bien distinto es el caso de Lost in Thailand (Ren zai jiong tu: Tai jiong, Zheng Xu, 2012), ejemplo de neocolonialismo que no se preocupa por los sentimientos del Otro, simplemente porque no ha caído en la cuenta de que los pueda tener. Esta película, estrictamente inexportable, ha sido el mayor éxito comercial de la historia del cine chino. Nos sirve ahora para probar que el imaginario social sobre Tailandia no es patrimonio exclusivo de Occidente. Aquí están de nuevo todos los detalles habituales, aunque enmarcados en un humor más blanco y con la noche, tan poco china, fuera de la pantalla. Por motivos geográficos, cambia también la jerarquía de los tópicos, pasando a primer plano el budismo o la jungla. En todo caso, Lost in Thailand es una aberración. Por un lado, porque es un engendro sin gracia, vacío, iletrado, de nuevo rico, como la mayor parte de la comedia china contemporánea. Por otro, porque trata a Tailandia como un objeto. La película no es otra cosa que un catálogo turístico, que pasa revista (literalmente: hace una lista) a todos los puntos de interés del país. Su único objetivo es orientar al turista chino, le ofrece un exotismo controlado a base de lugares comunes, le indica dónde tiene que hacerse las fotos y qué tiene que experimentar —aunque toda experiencia turística puede resumirse en una: el reconocimiento—. Todo ello con una estética de vídeo de promoción turística. La jugada ha salido redonda, porque el producto rompió todas las taquillas y, además, disparó el turismo chino en Tailandia. Tanto ha crecido que allí se están planteando ponerle límites, porque no están preparados para manejarlos ni darles lo que buscan.
La mirada perversa hacia Bangkok tampoco es algo que sólo practiquen los extranjeros, vengan de donde vengan. También se ha hecho (y mucho) desde la propia Tailandia. Abundan las películas sobre sus mafias, pero también se produce una legión de softcore oscuro, posiblemente relacionado con blanqueo de dinero o trata de mujeres real, y más bien para consumo interno. Aparte de eso, un caso interesante es el de Muerte en Bangkok (Bangkok Dangerous, The Pang Brothers, 2000), apasionante thriller que se apropia de todo ese imaginario extranjero sobre la Sin City, y seguramente la principal influencia directa de Sólo Dios perdona. Además de los de siempre, aquí se observan otros tópicos distintos, que aparecen a menudo en las producciones locales pero apenas existen para la mirada deshumanizadora y egoísta de las películas internacionales. Son, por ejemplo, los personajes con discapacidades, sobre todo sordos; y también los pobres, cuyo bienestar es a veces el objetivo central de la trama. Los propios hermanos Pang filmaron un remake con capital norteamericano y Nicolas Cage, Bangkok Dangerous (2008). Si en la original el modelo estaba sobre todo en el hiperkinético cine de Hong Kong, aquí se toman prestadas las formas e intenciones del thriller de acción estadounidense en tierra extraña. Bangkok queda desdibujada, tanto que se diría despojada de sus señas de identidad en los imaginarios sociales. La ciudad se convierte en poco más que una fórmula y podría ser cualquier otra, un marco para un drama sentimental genérico y una ensalada de tiros insulsa.
Más allá de la ficción, está el Bangkok real. Los documentales extranjeros sobre la ciudad son los documentos de cultura que más desnudan su condición de documentos de barbarie. Hay una especie de subgénero de documentales de prostitutas tailandesas que, bajo su apariencia de crítica social, quizá esconden un deseo reprimido (seguramente sin darse cuenta) de disfrutar de ellas y humillarlas o, como mínimo, explotarlas para sus intereses. Es lo que sucede en Falang: Behind Bangkok’s Smile (Bangkok Girl, Jordan Clark, 2005), una película que ha sido acusada de falsear la historia de su protagonista por puro morbo; o en Whores’ Glory (Michael Glawogger, 2011), que dice hacer un retrato de la tragedia de la prostitución en el mundo pero sólo filma en países pobres, especialmente en Tailandia. Por salud mental, mejor no entrar en las alcantarillas del porno, donde al parecer hay series enteras de guiris enormes grabando a tailandesas desesperanzadas, con el dolor evidente en sus cuerpos tanto como en sus caras pintarrajeadas. Seguro que ellos se ríen y se mueven y actúan igual que si tuvieran una muñeca entre sus piernas, no una persona. Yo no me atrevo a asomarme a ese abismo de la civilización.
Pero no todo está perdido y no todos los cineastas o turistas son animales. The Good Woman of Bangkok (Dennis O’Rourke, 1991) es la película más honesta jamás filmada sobre la visión occidental de Bangkok; me atrevería a decir que, Jean Rouch y sus derivaciones aparte, es la obra clave sobre el colonialismo inherente a Occidente. En ella, O’Rourke filma a una mujer de pueblo que es prostituta ya se puede imaginar dónde. Su intención es de denuncia. Sin embargo, el director poco a poco se va enamorando de ella. Comienza a pensar que, tal vez, ha caído en la trampa del Bangkok del imaginario social. Sí, sabe que ella sufre mucho prostituyéndose y que vivir como objeto a cambio de dinero la ha machacado entera. O’Rourke no quiere pagarle por filmarla para no caer en eso y, no obstante, le promete comprarle una granja a cambio de hacer la película. El director duda: ¿lo hace por amor? ¿Lo hace para ayudarla? ¿O es como todos los demás, un prisionero del deseo de dominación justificado por la condescendencia de la limosna? ¿Y este texto? ¿Busca desenmascarar una imagen injusta sobre Bangkok, o ha sido una excusa para permitir a su redactor ver tailandesas desnudas, actrices o no, durante su elaboración? ¿Y a ti, lector o lectora? ¿Te duele o te gusta? ¿Y a ellas?
No tienes ni puta idea a Bangkok ni de Tailandia…
Seguramente, por eso no digo nada del Bangkok real, sino sólo del de los imaginarios sociales actuales y de sus representaciones cinematográficas (cosas de las que tengo poca idea también, aunque me esfuerzo por cambiarlo). Gracias por la palabrota, siempre da vidilla.