Rojo sangre
Transcurridos tan sólo unos días del estreno de Philomena (íd., 2013) —esforzado intento de Stephen Frears por volver al primer plano tras unos años de perfil bajo— nos llega, en unas condiciones diametralmente opuestas, el último trabajo de otro de los grandes nómadas de las islas, encuadrable para más inri en el género que le ha reportado no pocos parabienes comerciales y/o críticos; los motivos por los que un título a priori tan interesante como Byzantium (íd., 2012) aterriza de manera cuasi-milagrosa en nuestras pantallas deberían encabronar de una maldita vez a aquellos que, teniendo algo que decir a este respecto, persisten en no hacerse cargo de la gravedad de la situación. Y es que desde La extraña que hay en ti (The Brave One, 2007), una producción Warner Bros. Pictures, los últimos títulos de la filmografía de Neil Jordan han tenido una distribución lamentable, dificultando enormemente el acceso a la obra del que era y sigue siendo uno de los cineastas más interesantes de la contemporaneidad.
¿Tiene sentido convertirle en un director de culto vía política de hechos consumados? Hasta que alguien, y lo tiene complicado, me convenza de lo contrario defenderé a ultranza el corolario de que todo profesional del cine trabaja para que el producto final de su esfuerzo pueda disfrutarse en óptimas condiciones, o séase en una sala dotada de los avances técnicos de última generación aplicables al ámbito de la exhibición cinematográfica; máxime cuando hablamos de artistas que, como es el caso, consideran el cuidado de imagen y sonido una cualidad irrenunciable de la puesta en escena. Así las cosas, ¿resulta de recibo revisionar, pongamos por caso, Michael Collins (íd., 1996) en la pantalla de un smartphone? La respuesta es evidente, por más que haya quien se empecine en convertirla en afirmativa. De los muchos Jordan posibles —el fabulador, el político, el cómico— sobresale el esteta, que rima con poeta (visual). Y el alcance, subyugador, de su poética le será me temo escamoteado a aquellos que persistan en encapsularlo en pequeños, cada vez más pequeños, dispositivos portátiles.
Cineasta esencialmente inquieto, el director irlandés ha sabido conjugar con maestría romanticismo y militancia político-social, belleza e iconoclastia, desde que debutara en 1982 con Danny Boy (Angel). ¿Qué mejor prueba de asumido eclepticismo que una excelsa filmografía en la que conviven, retroalimentándose modélicamente títulos del calibre de Mona Lisa (1986), Entrevista con el vampiro (Interview with a Vampire, 1994) o Desayuno en Plutón (Breakfast on Pluto, 2005)? Que las inquietudes culturales de Jordan le arrastraban hacia las procelosas aguas del Fantástico se puso tempranamente de manifiesto: En compañía de lobos (The Company of Wolves, 1984), su segunda obra, deviene fascinante aproximación al substrato mítico de los cuentos de hadas macerado en un país —Inglaterra— que históricamente ha tenido a gala substanciar hálito legendario al nivel de reconocible hecho diferencial. Pero, pese a las semejanzas que pudieran establecerse en base a temática y año de su realización, nos encontramos en las antípodas de La historia interminable (The Neverending Story, Wolfgang Petersen, 1984): la culterana re-elaboración de la figura del licántropo en el marco de las fábulas tradicionales se ve notablemente influenciada por las aportaciones teóricas del psicoanálisis, con el estudioso Bruno Bettelheim a la cabeza, insuflando como no podía ser de otra manera el metraje de un tono morboso, tan sugestivo como perturbador, que eclosiona en algunos pasajes de explícita, libidinosa sexualidad. No resulta casual a este respecto que la cándida Rosaleen (Sarah Patterson) se pinte los labios de rojo (sangre) antes de acceder al mundo prohibido y libre de ataduras paternas de los sueños, todo un rito de iniciación que acabará, trágicamente, con la ¿inocencia? De la joven protagonista.
Transcurridos diez años del estreno de la espléndida En compañía de lobos —que mostraba ya un generoso muestrario de la sabiduría fílmica de Neil Jordan— será la delicada Claudia (Kirsten Dunst) la que manchará, concupiscentemente, sus labios infantiles de sangre. Entrevista con el vampiro, una de las obras mayores de la década de los noventa, parte de premisas similares en su acercamiento desmitificador a la figura del vampiro, al que en línea con la novela homónima de la escritora —y también guionista— Anne Rice se pretende humanizar sin por ello desprenderle de la aureola, tan seductora como antinatural, que le caracteriza desde la fundación del mito. Pero el firmante de Juego de Lágrimas (The Crying Game, 1992) va mucho más allá del sólido libreto, valiéndose de un equipo artístico de primera fila —Dante Ferretti (diseño de producción), Philippe Rousselot (dirección de fotografía), Elliot Goldenthal (composición de la b.s.o)— para erigir una puesta en escena absolutamente magistral, en la que cada pasaje logra el milagro de trasladar al espectador a un tiempo pasado, subjetivado por la mirada primero deslumbrada, progresivamente más desencantada, de un ser hastiado de la inmortalidad.
Love Never Dies
El punto de vista es pues el de Louis (Brad Pitt), al que escuchamos relatar cadenciosamente la crónica existencial de un paria: demasiado humano para los vampiros, una aberración de la naturaleza para los de nuestra especie. Como sucediera con la no menos inolvidable Drácula de Bram Stoker (Bram Stoker´s Dracula, Francis Ford Coppola, 1992) —título con el que Entrevista con el vampiro establece un enriquecedor diálogo— la exuberante magnificencia visual se halla en función de las reverberaciones generadas por las pasiones que ligan fatalmente a los protagonistas, que se resisten con todas sus fuerzas al infierno de una vida eterna en soledad: amor, odio, melancolía… y deseo. Una pléyade de emociones arrebatadas que enlazan irremisiblemente a Lestat (Tom Cruise) con Louis, a este con la malograda Claudia y Armand (Antonio Banderas); y que se plasman en pantalla merced a un descomunal aparato estético en el que confluyen fuego como elemento purificador y sangre como condena, alimento primordial y goce sexual supremo. La libido, teñida de rojo, vuelve a impregnarlo todo.
Entrevista con el vampiro levantaba acta de hasta qué punto es posible aunar arte y dólares cuando la responsabilidad última de un proyecto es depositada en las manos adecuadas. Si existiera justicia en Hollywood Jordan habría adaptado las dos novelas restantes de las crónicas vampíricas originales, con Lestat como hilo conductor, legando para la posteridad uno de los capítulos más exitosos en el abordaje cinematográfico de este icono fundamental del género fantástico. Pero la realidad, que tiene sus propios designios, ha tenido a bien embarcarle en una carrera errática, alejándole cada vez más de la industria hasta el punto que, veinte años después de estrenada su película más exitosa, Byzantium ha pasado prácticamente desapercibida. Y es una verdadera lástima, porque su nueva aproximación a la temática del vampirismo es un excelso ejercicio de creación libre que contiene, entre otras delicatessen, varias de las secuencias más bellas y sugerentes que veremos este año. Nuevamente a partir de la novela original de la también guionista Moira Buffini, que articula un solipsista viaje al interior de una adolescente enferma de inmortalidad, hermosura y brutalidad se enseñorean del metraje, atrapando al espectador en un mundo ficcional de inciertos, brumosos contornos espacio-temporales.
La compleja relación materno-filial de Clara (Gemma Arterton) y Eleanor (Saoirse Ronan) parece evocar el remedo familiar establecido entre Lestat, Louis y Claudia, y su manera diferente de hacer frente a la muerte de los que les dan sustento también se encuentra, definiendo categóricamente a las protagonistas, en el trasfondo temático de Byzantium. Pero sea por los evidentes condicionantes presupuestarios, sea por la necesidad de asimilar plásticamente el punto de vista de la narradora Eleanor, el esplendoroso artificio que caracterizara Entrevista con el vampiro es sustituido por una puesta en escena sutil, calibrada al milímetro, donde la infinita gama de grises que ilumina la decadente localidad costera a la que llegan madre e hija en pos de un hogar deviene tan definitoria del hálito melancólico que caracteriza a Eleanor como esos callejones sórdidos, habitados por prostitutas y drogadictos, en los que la implacable cazadora que es Clara da rienda suelta a sus instintos. Una cacería, como no podía ser de otra manera, hipersexuada y sugestiva, en la que la animalidad inherente a la mujer vampira, plena de resonancias mitológicas, aflora con todo su potencial iconográfico, multirreferencial. El rojo sangre, mane de una herida abierta o de las profundidades de una atávica caverna, inunda de nuevo con todo su potencial expresivo la pantalla.
La poesía la aportan esos ecos del pasado que se cuelan de modo armónico en el presente, espesando una trama ténue que no tendría mayor interés de no ser por la incontestable belleza de las imágenes que amalgama, así como el tratamiento visual y sonoro de la inolvidable historia de amor que se va gestando, desde el abismo, entre Clara y el moribundo Frank (Caleb Landry Jones), poseída por una pureza, elegancia y empatía tal que debería sonrojar para los restos a los funestos responsables de que ciertos pueriles chupasangres por todos conocidos hayan redefinido para mal la visión que varias generaciones de jovenes tienen en la actualidad de estos inmarchitables seres de ultratumba. Pese a sus caídas de ritmo y extemporáneas salidas de tono, Byzantium atesora mucho más cine que decenas de filmes que han sido o serán estrenados a lo largo del 2014, respaldados por carísimas campañas de marketing que a buen seguro merecen mucho menos. Será el signo de los tiempos, pero que un director con el contrastado buen gusto, talento y sentido de la estética de Neil Jordan se vea en dificultades para concretar sus proyectos —y una vez filmados, como en el caso de Ondine: la leyenda del mar (Ondine, 2009), estrenarlos en salas comerciales— augura un futuro en nada halagüeño para el cine entendido en su acepción más válida e imperecedera: la del arte definitorio de nuestro tiempo.