Los canallas

El coleóptero de la angustia

Siempre respeto a los cineastas que hacen de su propia angustia una apuesta estética a la hora de arrancar imágenes del mundo. La vivencia de la angustia es siempre un atravesamiento subjetivo, privado, y por eso es tan fácil detectar quién miente o quién es un simple exhibicionista de su (gozoso) malestar. Hágase un análisis al azar de cualquier red social y no tardarán en emerger entidades virtuales que airean ante propios y extraños las topografías de su malestar (laboral, sentimental, familiar, existencial), pedigüeños de la caridad de los megusta y los retuiteos. Pero esa emoción, de existir, de ser remotamente sincera, es malestar. No angustia.

La angustia es un coleóptero que crece sinuosamente entre el estómago y el ombligo, que saborea con paciencia la posibilidad del pánico como si fuera un cupcake de cadáveres y ansiolíticos, un coleóptero al que abrazamos con fuerza sabiendo que lo llevamos muy dentro, habitante indeseado de los ángulos ciegos del espejo, fiel a nosotros hasta el final. Es lo que Ingmar Bergman —que entendió su naturaleza como nadie— llamó Dios Araña, lo que Gaspar Noé llamó Le temps detruit tout, lo que ahora Claire Denis ha dibujado en el envés de un universo saturado de lluvia. La angustia exige una estética, una decisión en cámara que sólo puede ser la cristalización formal de esa desesperación casi inefable. Y digo casi porque los aullidos de Harriet Andersson tras ser violada por su propio delirio en Como en un espejo o la cámara que asciende hacia unas estrellas que relampaguean en Irreversible muestran que si bien la angustia es un acontecimiento privado que quizá emerge desde dentro del lenguaje —como si el coleóptero que llevamos dentro emergiera finalmente destrozándonos, KafkAlien—, la manera en la que las imágenes sellan y comparten esa tensión explica, en parte, nuestra propia topografía emocional.
 
Los canallas es, en principio, un thriller que hace de la angustia un caleidoscopio con el que jugar. Su sensación de terror aparece entre el desvelamiento y el gesto, como si el aparataje de Denis tuviera que luchar contra sí mismo para sujetar el relato. Con frecuencia se suele mencionar el dominio de la elipsis que muestra su directora, pero a la contra, yo siempre he experimentado en sus películas una tensión entre relato y mostración extremadamente violenta, como si cada plano registrado fuera casi imposible de suturar con el siguiente —por no hablar, por supuesto, de la disposición de escenas—. Antes bien, la necesidad de entender y de recoger cada pista de la información como si fuera una migaja de esa cupcake que saboreaba nuestro coleóptero hace de la experiencia del visionado, ante todo, un atravesamiento de la propia dislocación. Y ese es el gran juego de Denis: las manos gélidas del espectador, intentando descender por un pozo en sombras que sólo ella conoce. Manos gélidas en tanto la historia se desvela —o mejor sería decir: marca el lugar exacto en el que se encuentra el velo— y en tanto el guión se fuerza a sí mismo a explicar, quizá con cierta torpeza, aquello que nos hubiera gustado no saber.
Además, por supuesto, el gesto. Los grandes cineastas de la angustia son también expertos medidores del gesto —piénsese en las cintas de Anton Corbijn y su dominio del detalle gestual—, ya que sabemos que nada es capaz de localizar el punctum como un gesto concreto. Denis hace una hermosísima coreografía gestual, muchas veces vinculada con la propia mirada y nuestra repulsión hacia ella: una serie de manchas en un tejido rojo, unas manos que giran bruscamente un volante, una mirada que sigue una trayectoria fuera de plano. El cuerpo está siempre en crisis, a punto de partirse dramáticamente entre el terror y la pasión, entre la sonrisa impostada y un amor que detectamos incomprensible.
Cuánto odio hay en el objetivo de Denis, y precisamente por eso, qué planos más precisos es capaz de arrebatarle a lo real. En un momento determinado, por ejemplo, observamos cómo un niño acude a unas clases de hípica ataviado con la indumentaria reglamentaria. En ese único movimiento hay un desplazamiento de toda ternura que de pronto dispara un odio gélido, sincero, una polaroid de cómo deberíamos mirar el mundo para ser capaces de soportar el horror que exige un auténtico cambio. Sin embargo, ya se sabe, los hipotéticos artífices del cambio nunca acuden al cine a ver películas como Los canallas. Y por lo demás, la cinta ya dice algo que todos sabemos: que hay lazos entre el sexo, el capital y la destrucción que flotan en la cara oculta de los grandes nombres del mercado. Se dispara únicamente nuestro morbo a la hora de mirar cuál es la perversión del viejo rico de turno, pero en este sentido, Denis no nos otorga ningún saber revolucionario. Como ya ha dicho Rancière en incontables ocasiones, conocer los mecanismos de explotación y someterse a su ficcionalización no implica, de ninguna de las maneras, que sintamos el menor deseo auténtico de cambiar las cosas.
Por eso la cinta de Denis me interesa en tanto desfile de argumentos netamente misántropos y nihilistas: imposibilidad de la lucha, colapso de los paisajes emocionales, extraña belleza en el acto mismo del desplome. Y es que, qué duda cabe, Los canallas es una cinta que tiene momentos de una hermosura casi sobrenatural, una belleza de la herrumbre del cuerpo traicionado. Por ejemplo, en el planteamiento de la primera escena sexual entre Lindon y Mastroianni, rodado con una naturalidad y una sensualidad que se integra en el corazón del coleóptero mismo —o si lo prefieren, que detiene apenas unos segundos la alegre canción de sus mandíbulas entre nuestras vísceras—. No hay salvación en esa escena, Denis no engaña a nadie ni utiliza absolutamente ningún truco para modificarla: desde el gesto —¡el gesto de nuevo!— con el que el protagonista arranca la protección del preservativo hasta el momento exacto en el que se produce la elipsis. El homenaje al cuerpo conocido en una película que se construye en torno a la destrucción de un cuerpo nos recuerda hasta qué punto los creadores de la cinta saben lo que están conjurando. Denis siempre maneja con precisión las islas de goce que puntean sus retratos, y por eso sus cintas pueden ser cualquier cosa menos mediocres.
Las últimas imágenes de la cinta, ese flashback digital en el que no se soluciona nada en absoluto, son hermosas precisamente por lo que tienen de cierre autoconsciente. Atravesadas del mejor momento en la partitura de Tindersticks, se limitan a mostrar las pinceladas que permiten delimitar la agonía que nos ha acompañado durante cien minutos. No eran necesarias, pero Denis nos las ofrece por el puro placer de robarnos hasta la posibilidad misma de la imaginación, de acotar el territorio de lo que hemos imaginado más allá del velo. No hay que olvidar que, después de todo, el coleóptero de la angustia no es sino la colección de hilos que maneja el marionetista perverso que llevamos dentro.
Por eso todas las películas de la angustia son, en esencia, películas extremadamente perversas.