Viciosos o no… ¡Qué nos importa!
— El imperio de los sentidos
1 Se suele considerar a Francis Bacon como el último de los pintores expresionistas. También como uno de los pintores de posguerra en el que han quedado más patentes los horrores tras el Holocausto. Pero, más allá de lo grotesco e inquietante de sus pinturas, a mí me interesan mucho como expresión de una sexualidad al límite y que como tal acaba encontrando la muerte. El exceso de sexo se traduce como su disolución, de la misma manera que la carne en su deformidad anula la figuración y, en consecuencia, se disgrega. El ser humano ya no puede encontrarse a través de su materia, porque está en movimiento, en continua descomposición. Si uno observa, por ejemplo, los autorretratos de Bacon de 1971, en esa distorsión del rostro humano lo que se exacerba es lo carnal, valga la paradoja, ya que sus trazos violentos rasgan los contornos y los colores intensifican una calidez cromática que acaba resultando irreal, poco próxima a su modelo originario. Es aquí, en este delirio de la carne, donde advierto una erótica en su máxima expresión. Los ojos pierden su innata expresividad y nos vemos arrollados por una fuerza centrípeta que da paso a un amasijo de piel descoyuntada. Estamos ante un nervio que se desboca, que nos conduce de forma kamikaze hacia el precipicio. Por eso, la imagen en su ruptura de las formas nos lleva a su último confín, ya que en el retrato advertimos a un ser devorado por sus energías. Y no hay energía mayor en nuestro cuerpo que el deseo erótico.
Como escribió Bataille, por citar a un autor significativo sobre el tema, el placer es una pulsión de muerte. Cabría preguntarse entonces sobre los límites de la compulsión. Y apostillo que también deberíamos resguardarnos de lo moral. Hablamos ya de un cuerpo subjetivo, el de Bacon, sujeto a reacciones y estímulos, que se convierte en agente activo y a la vez trémulo, moldeado por las tensiones. Con él la carne se transforma en algo cercano a la abstracción pero que nunca pierde su cariz humano. Porque en el territorio del impulso irresistible el sujeto se ha despersonalizado, ha perdido el nexo que une la identidad y el cuerpo. También existe en esta dialéctica una correspondencia con lo animal, con la vuelta a los instintos primigenios liberados de todo racionalismo. En Bacon hay una evidente equiparación del cuerpo humano con la carne animal desollada y troceada, la que encontramos en la carnicería. Es un animal muerto, sí, pero que evidencia en sus restos una pretérita existencia de la vida.
2 Si nos ubicamos ya en el cine, la última obra de Philippe Grandieux, que pudo verse en la pasada edición del Festival de Sitges, White Epilepsy (2012), nos sitúa en un espacio gobernado por la oscuridad, donde cuerpos desnudos difícilmente discernibles aparecen en la pantalla con movimientos extraños, mientras nos alberga una odisea de ruidos extraños. Una textura cinematográfica opresiva y bizarra que además hace abuso del gesto opaco y maquinal. De esta manera, nos sumerge en una atmósfera espectral y fantasmagórica que lleva el perfil humano a su elevado enajenamiento. El realizador francés, gran explorador del cuerpo en la pantalla, explora las premisas más inquietantes y perturbadoras de David Lynch para llevarlas a un extremo sofocante y perturbador que pone a prueba la resistencia del espectador. Una apuesta donde encontré resonancias del cuadro de Bacon Estudio del cuerpo humano (1949), su primer desnudo masculino, donde vemos a un hombre pintado de blanco y de espaldas, que se adentra en la oscuridad entre unas cortinas. La visibilidad fantasmal de los cuerpos desnudos de Grandrieux parece hermanarse con la figura de Bacon.
Y, además, dado el carácter decididamente experimental del mediometraje de Grandieux, quise imaginar en esa propuesta que se estaba estableciendo cierta representación de lo que sería una zona de cruising, el mismo hábitat que explora Alain Guiraudie en El desconocido del lago (L’inconnu du lac. 2013), ahora mismo en la cartelera española. Porque el desnudo en la pantalla lleva implícita una erótica, aunque en este caso fuese presentada como si fuese de ultratumba. Entrando ya en materia, es aquí donde la película de Guiraudie encuentra sus alicientes más atractivos. Porque la cinta se articula en dos frentes claramente diferenciados: el diurno —el costumbrista que da forma a los personajes— y el nocturno, donde la naturaleza encuentra su zona de misterio. No es casual que el primer encuentro sexual de los dos protagonistas tenga lugar en el anochecer.
Nos encontramos en un espacio natural de encuentros furtivos entre gays. Es además casi un lugar anacrónico y residual, totalmente marginal dentro de la comunidad homosexual que concentrará este tipo de contactos en zonas urbanas, ya sean los cuartos oscuros de las discotecas o las saunas. Estos flirteos al aire libre suelen ser poblados por individuos que todavía llevan una doble vida, que no tienen normalizada su tendencia sexual. Las dinámicas que allí se fraguan guardan mucho de sexo impersonal. Un gobierno del goce, pero desde un perfil solipsista. No se trata de entrega sino de pura auto satisfacción. El otro sólo me sirve en cuanto me puede satisfacer a mí. La falta de inhibiciones o la realización del coito en presencia de otros al aire libre implican la caída de cualquier barrera moral. Un sexo sin represión pero también sin entrega de lo íntimo. De esta forma, junto con el paraje, captado especialmente en la inserción de planos del espacio físico sin presencia humana, el hombre recupera su condición animal, algo que, como ya hemos mencionado, siempre está presente en los óleos del pintor irlandés.
3 El desconocido del lago decide concentrarse en un microcosmos cerrado y lo ejecuta desde cierta planificación ritual. Como cada verano, Franck acude a las inmediaciones del lago donde se practica el baño nudista. La zona del bosque, próxima a la orilla, es donde circulan todos aquellos que buscan sexo. En la descripción de la zona el director quiere naturalizar este tipo de prácticas. No existe una connotación negativa, de la misma manera que también naturaliza el desnudo masculino y el sexo explícito, como ya lo hicieron, entre otras, Johan, journal intime homosexuel d’un été (Philippe Vallois, 1976) o Taxi al W.C. (Taxi zum Klo. Frank Ripploh, 1981).
Ese acto de cerrarse a un dominio claramente delimitado y reducido no sólo enfatiza la soledad de los personajes, siempre errantes y volviendo a ese entorno viciado, sino que también los aísla de la circulación del mundo. Giraudie explota además las posibilidades más turbadoras, apoyadas en el uso lumínico de la fotografía, al retratar el paraje natural cuando se cierne la noche. Es la erótica de la carne como la que uno puede observar en el tríptico de Bacon Tres estudios de figuras en la cama (1972). También se puede establecer una simetría con los espacios de Bacon. Son asépticos y neutros, como también es el tono del filme, que no cuenta con música extradiegética que adorne la imagen. Son dos formas expresivas convergentes en querer transmitir la clausura del físico humano.
Porque el pintor también reflejaba en sus óleos relaciones sexuales donde la violencia estaba presente. Así sucede en ese apacible contexto, cuando Franck se encapricha de Michel. Todo se complica cuando nuestro protagonista es testigo de un asesinato cometido por Michel. Tánatos queda fraguado en el ambiente y Franck, a pesar de lo que sabe, no se resiste a quedar atrapado en una tela de araña, manteniendo una relación sexual con Michel. Es la adrenalina del riesgo, el empujarse hacia el límite, la traducción de la cercanía de la muerte como estímulo de Eros, derivándolo a un magnetismo irracional, fuera de toda lógica. La carne se escinde del yo y Franck se adentra en un vertiginoso proceso de alienación.
A partir de aquí, podríamos remontarnos a los años setenta como punto de eclosión de esta intersección, cuando la explicitud sexual en pantalla se hacía notoria, se rompían tabúes enquistados y se daba rienda suelta a los vaivenes hedonistas a través de relatos con alto contenido erótico, algo inusual hasta la fecha. Posiblemente los dos ejemplos más representativos del goce y el dolor articulados en espiral serían El imperio de los sentidos (Ai no korîda. Nagisha Oshima, 1976) y El último tango en París (Ultimo tango a Parigi. Bernardo Bertolucci, 1972). No obstante, tanto en uno como en otro, la entrega desaforada lleva implícita un contenido profundamente existencial. No hay un desprendimiento del sujeto por la vía del sexo, sino todo lo contrario. En el caso de Nagisha Oshima, los coitos van alcanzando una gradación de degeneración hasta llegar a incorporar el estrangulamiento, parejo al progresivo proceso de locura. Pero esta pérdida de lo racional es la búsqueda del ser por encontrarse en su obsesión en el sexo. Su acercamiento a la muerte está más cercano a la potencia del placer, demorarlo para así conseguir nuevas experiencias, síntoma de una perentoria insatisfacción. Es la fosa, el peso de la carencia y su insondable ansiedad, algo también notablemente visible en Bertolucci.
4 El desconocido del lago, en cambio, apuntala estos ingredientes de forma desapasionada, renuncia voluntariamente a cualquier reflejo de lo introspectivo y rebaja la gravedad. En su tránsito decide incorporar la moral como elemento de fricción. Un eje que encuentra sus fisuras y sus contradicciones en el mismo momento que se pretende vehicular un thriller atípico sustentado por un presunto dilema que al final no se resuelve como tal, en cuanto solo sirve como plataforma para denunciar la amoralidad de los personajes. Al director le gusta jugar mucho con el desconcierto, algo remarcable en Pas de repos pour les braves (2003), donde nunca nos podemos situar con comodidad entre las dos dimensiones que maneja, la onírica y la real.
La figura del detective que investiga el crimen en El desconocido del lago me produce ciertos interrogantes. Es un personaje que funciona como bisagra para que el largometraje entre el terreno del cine codificado de género. Eso sí, de forma muy sui generis, casi reducido a signos visibles reduccionistas que rozan la parodia, convirtiendo el cine policíaco en una farsa. De esta manera, si uno piensa en el thriller paradigmático ambientado en una comunidad gay, A la caza (Cruising. William Friedkin, 1980), este, a partir del reflejo que se puede operar con el film de Guiraudie, queda automáticamente desarticulado desde sus propias bases. También es una manera de aproximar la narración a lo absurdo, quizás en consonancia con el juicio que el director está canalizando de forma subrepticia desde un buen comienzo cuando dibuja, aparentemente de forma neutra, a sus criaturas. Con el inspector se modula el relato y lo apunta hacia una dirección que no estaba dibujada previamente. Eso, a priori, no me parece en absoluto desdeñable. Lo que sí me resulta más cuestionable es que este funcione como refuerzo de la sanción moral. Y uno puede preguntarse si no se está realizando desde el ámbito del demiurgo, fuera del espacio diegético, porque como rol ajeno y observador está anclando la identificación con el espectador, voyeur externo de las acciones que allí acontecen. Cuando verbaliza que no entiende cómo es posible que ellos sigan con su rutina habitual cuando se ha encontrado un cadáver, el director está explicitando algo que a cualquier espectador cabal no se le ha pasado por alto.
¿Por qué esa redundancia? Se podría pensar que estoy proyectando en el personaje algo que en realidad no atañe tanto a la mirada moral del filme, sino más bien a la propia lógica interna de un policía heterosexual al que, lógicamente, le van a resultar extraños esos hábitos y que además los va a reprobar porque se alejan de las prácticas mayoritarias de la sexualidad heterocentrista. El largometraje se refuerza con planos subjetivos de Franck para darnos visibilidad de lo que se filma como si fuese su mirada, por lo que también lo moral solo podría atañer a Franck, situado en una presunta encrucijada, débil, dado que está completamente entregado a los designios de la libido. Y eso podría ser cierto, pero la presencia del crimen en la película también actúa como incidente que resalta la amoralidad de esos personajes. Al decidir insertar dentro de la narración ese detonante y optar porque reaccionen de esa manera, en principio desconcertante, se está ejecutando implícitamente una valoración de unos seres que hasta la fecha ya habían advertido signos de disfuncionalidad.
Así pues, si El desconocido del lago quiere funcionar como un largometraje que va construyéndose a partir de la sugerencia, se malogra cuando el espectador se topa con un subrayado que encima supone un juicio. La película acaba siendo dictada, y todo lo que un espectador se haya podido formular mientras la visiona acaba irremediablemente condicionado. O no necesariamente. Es, en todo caso, una muestra de la discontinuidad de los discursos, su proceso de negociación e incluso sus fuerzas contradictorias.