Carta de Amor para Emmanuelle Devos

Querida Emmanuelle: Hay toda una historia del cine por escribir: la historia de las actrices en el diseño mismo del deseo. Truffaut la esbozó durante algunas columnas que publicó en el envés de la sombra de la Adjani o de la Deneuve, porque Truffaut hacía siempre una escritura del cuerpo femenino a través de la cámara y una crítica de la belleza en sus insistentes y poderosos retratos de lo femenino. Desde el gesto fundacional de Antoine Doinel robando la fotografía de Harriet Andersson, lo que una cierta Nouvelle Vague nos trajo no fue tanto la redención ideológica, sino el retrato de una nueva mujer y un nuevo deseo. Lo de los años de Hollywood había sido un delirio de mujeres portentosas que se despertaban angustiadas de amor en mitad de la noche perfectamente maquilladas, y así se nos hurtó durante décadas la idea de que la mujer estaba mucho más hermosa sin la máscara del maquillaje y la laca, sin el foco cenital que iluminaba su pelo y, sobre todo, sin las cuerdas wagnerianas de un maestro europeo exiliado en la banda sonora.

De ahí que tu belleza, Emmanuelle, tenga mucho que ver con la reivindicación de una mujer que es la antítesis misma de ese fantasma enfermizo, paliducho y frágil que se nos coló por la trastienda de la cultura popular y desde entonces viene haciendo polvo a las procesionarias de la anorexia. Lo supe nada más verte por primera vez en Un cuento de Navidad (Un conte de Nöel, Arnaud Desplechin, 2008): la huella que dejabas en la pantalla no sólo era un portento físico. También emanaba una suerte de humanidad, de cercanía, que invitaba al sueño y a la complicidad. Detrás de esa sonrisa tumultuosa y gigantesca se escondía el gesto amigo de todas las pequeñas felicidades posibles: eras la amiga del sexo cercano y salvífico, la cómplice de las carcajadas hasta altas horas de la madrugada y el vaciar botellas desgastando palabras, la niña que se vestía de mujer para corretear por el ático de las fantasías posibles. En cierto sentido, he visto todas las cintas que rodaste con Desplechin buscando aquel papel seminal, aquellos minutos de amor en los que nos imaginábamos llegando a la casa familiar cogidos de tu brazo. Hay una cierta sabiduría en la manera en la que puedes clavar tu mirada en el fuera de campo, entornar los ojos, encender un cigarrillo o soltar una carcajada.

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Te busqué en Desplechin, queda dicho, y guardé con cuidado todos los fotogramas en los que el director te inventaba. A Desplechin le hemos pensado, en general, muy poco, o al menos, por debajo de lo que podría decirnos a nivel emocional y generacional. Sin embargo, aquel tipo sabía mirarte, sabía cómo jugar con tu posición en plano para hacerte desplegar mil rostros distintos: la tristeza ensoñadora, la rabia fortuita, la pérdida irremisible. No era únicamente tu manera de deslizarte por esas películas maravillosas, mastodónticas, películas interminables y tan llenas de pequeños milagros como la vida misma, sino también la manera en la que Desplechin te construyó a partir de los ojos de Mathieu Amalric. Siempre he pensado que esto del cine es, ante todo, la gestión de los puntos de vista, esto es, la gestión de las miradas. Casi todo lo que escribo reflexiona de una manera u otra sobre la manera en la que nosotros miramos, y ahora, qué demonios, es un buen momento para confesarlo: me gusta mirarte.

Me gusta porque no violentas la unidad del plano con la exigencia de una presencia sexual o trágica —a excepción, quizá, de algunos momentos menos afortunados en Violette (íd., Martin Provost, 2013)—, no exiges del espectador una suerte de deslumbramiento ante tus métodos actores. Simplemente, te limitas a coger el tiempo y dejar que se deslice suavemente entre tus dedos, permitir que tus personajes crezcan no desde el estallido sino desde la sugerencia, y así, conforme pasan los meses, tus interpretaciones van calando más y más hondo, trabajando más en el recuerdo que en la efectividad vacía. Te dejas atrapar por la cámara en el ademán impresionista del tiempo perdido, y entonces te podemos mirar con el mismo gesto de ensoñación feliz con el que miramos a las desconocidas que nos fascinan en los vagones de metro, en las cafeterías del barrio, en las tiendas de ropa de los grandes almacenes. Eres la mujer guapa a la que siempre se lleva a la cama otro capullo que no la merece, y que probablemente, no sabe de las virtudes que encierra ni de la fuerza con la que es capaz de soñar.

Y así, sin duda, qué placer pagar los siete euros de rigor por poder mirarte con una sonrisa cómplice en cada sesión a la que llegas, cada vez más hermosa, cada vez más sabia en una madurez profunda y titánica. La protagonista de El hijo del otro (Le fils de l´autre, Lorraine Lévy, 2012), por ejemplo, recoge con cuidado los paisajes de aquel Tel Aviv en el que habíamos sido tan felices y nos los trae envueltos en la cobertura de la fábula de un mundo posible. Cuánta política hay en el control de los sentimientos y en el trazado de un amor maternal escindido, en diálogo, más allá de los errores que cometen los guerreros. Hay que tener mucho valor para no dejar que el discurso cinematográfico se desplome en la acusación inmediata que llena la taquilla, sino para apostar extraña y rigurosamente por la ingenuidad, la fantasía, la posibilidad. Te recuerdo, acariciada por las olas del mar de Tel Aviv —allí donde fui feliz, topografía que vuelve sobre sí mismo en tu silueta—, y pienso en lo mucho que puede decir el cine. Decir de lo íntimo, de lo nunca vivido, de lo que una actriz despliega pacientemente y va generando significación. Eres capaz de ser todo lo que amamos, y a la vez, recordarnos —no hay más que volver a ver la monumental Reyes y reina (Rois et reine, Arnaud Desplechin, 2004)— que el amor supera todos los rostros unidireccionales, es indomable, se manifiesta violento y caprichoso, súbitamente triste y elegante, siempre incomprensible, siempre necesario.
Como tu cuerpo proyectado sobre una pantalla blanca.

Te quiere:

Aa. R.