La cueva

Terror en la superficie

LacuevacartelCuando un subgénero se satura de producciones, como ocurre en nuestro tiempo con el terror de found footage, es fácil olvidar las esencias que moldearon su éxito e identificarlo únicamente con los vicios que van carcomiéndolo. Evidentes en sagas como Paranormal Activity (2007-2014) o Grave Encounters (2011-2012), tales derivas comprenden la gama más baja de recursos destinados a explotar el impacto sensorial: movimientos o reencuadres inesperados de cuerpos, información disimulada en segundo plano hasta que se expone arbitrariamente, cámaras alternantes o erráticas que conjuran el caos como excusa para llamar finalmente al orden…
Frente a una codificación mainstream cada vez menos digna de tomarse en serio, a tenor de recientes y juguetonas variaciones como las de Bobcat Goldthwait (Willow Creek, 2013) o Kôji Shiraishi (Cult, 2013), el valor revulsivo del metraje encontrado radica en su discurso sobre la subjetividad. Lejos de aquella teoría cahierista que asumía un control epistemológico del autor sobre la obra acorde con su visión del mundo, no se pretende transmitir un entendimiento de la realidad, sino su experiencia en bruto. La trascendencia se abandona en favor de lo fenoménico, de una factualidad que se reconoce inaprensible racionalmente, y a la que por tanto solo podemos acceder a través del relato de las emociones primarias que nos suscita, en la antesala de la mentira que acarrearía una ulterior elaboración. Es decir, a través del género de terror.
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Alfredo Montero parece inscribir en esta filosofía La cueva, su segundo largometraje en siete años y una excelente muestra del potencial y los problemas del subgénero en su etapa de madurez. La sencilla premisa de partida, unos jóvenes mochileros que en su periplo de acampadas no se resisten a explorar la misteriosa cueva del título, no se desvía del esquema habitual de presentación de personajes vulgares sin más posibilidad de ganar la empatía del público que el espectáculo de su sufrimiento, así como una voluntad de supervivencia común a cualquier ser humano o animal —un planteamiento honesto que no encajarán aquellos que exigen siempre al género papeles impecablemente cincelados en términos dramáticos. El tono exploitation de sus escarceos sexuales, además, allana el terreno a los excesos de los minutos restantes sin dejar intuir las líneas rojas a no traspasar, si las hubiere. Un condicionante que se añade al del breve fragmento que sirve de prólogo al metraje encontrado, el cual asienta un tono ominoso y destierra a priori el suspense como baza principal, tan acostumbrada en el fantástico español reciente.
En su lugar y sin ocultar las deudas con referentes previos —por momentos apunta a convertirse en otro derivado de The Descent (Neil Marshall, 2005)—, Montero procura mantenerse fiel al concepto elegido para su película, un survival definido por el propio escenario y las limitaciones de los personajes. Lo que transforma la aventura extrema en horror es un tratamiento visual que apenas recurre al manido contraste entre sobresaltos y planos abúlicos, sumergiéndonos, en cambio, en un desfile de texturas claustrofóbicas a medida que los protagonistas se pierden en el interior de la cavidad. Las interpretaciones, más físicas que psicológicamente matizadas, se centran en las reacciones inmediatas a esa realidad improcesable, y en particular la de Eva García-Vacas retrata la consunción del cuerpo y el alma por el espacio-sinécdoque de la muerte que la rodea. Como en Buried (Rodrigo Cortés, 2010) las sensaciones se imponen al discurso durante determinadas secuencias de exploración de la cueva (entre ellas un segmento acuático imborrable). Un infierno de superficies cambiantes apenas domesticado por la gramática visual del director o el de por sí laxo formato, que permite experimentar la misma nada que devora a los personajes.
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En el debe de la cinta cabe señalar el fallido intento de trasladar ese vacío sugerido por el entorno a la dinámica moral hobbesiana que predeciblemente se apodera del grupo. Como en Niñ@s (2006), un drama tan concienciado como superficial sobre la pederastia, Montero confía en la gravedad de los temas subyacentes para lograr un doble impacto emocional e intelectual. En los últimos compases la expresión abstracta del horror queda en segundo plano respecto al conflicto por la supervivencia impuesto por los artefactos del guión, atemperando el film con un discurso manejable para el espectador que lo contempla desde la seguridad de su altiplanicie moral. Una dicotomía que se ha trasladado a la propia distribución de la película, proyectada tanto en salas de extrarradio como en cuchitriles dedicados al cine de culto después de su éxito en festivales como el de Cine Español de Málaga o el de Cine Fantástico de Madrid Nocturna. Salir de la cueva no es fácil, y mucho menos siendo consecuente con uno mismo y sus principios.