Belleza en el delirio
¿Por qué escribimos sobre cine? Supongo que por el mismo motivo por el que otros se apropian de una cámara y empiezan a filmar, y filmar, y seguir filmando… en los que hemos convertido el hecho cinematográfico en hito irrenunciable de nuestra existencia se da la necesidad de plasmar, con las herramientas expresivas que tenemos más a mano, toda una serie de vivencias que adquieren sentido pleno en la medida en que son canalizadas fílmicamente, por así decirlo; y que queremos compartir con el otro, sea este quien sea, tenga rostro o no. Por más que esta impronta, llámese cinefilia o como plazca a cada cual, acostumbre a surgir en nuestra tierna infancia, es en la adolescencia donde se reviste de un embrionario juicio crítico, progresivamente más consolidado conforme la entropía —de la mano del enturbiamiento de los sentidos— va siendo sustituida por la anhelada estabilidad. Tal vez por ello las películas que descubrimos entonces, apoyados en nuestras flamantes habilidades intelectivas, dejaron una huella indeleble, más allá del embrujo puramente lúdico, evocador, característico de la etapa anterior.
Al igual que el compañero Antoni Peris i Grao, que reflexionaba sobre ello en su crítica de El extraordinario viaje de T.S. Spivet (L´extravagant voyage du jeune et prodigieux T.S. Spivet, Jean-Pierre Jeunet, 2013) yo también quedé deslumbrado, a qué negarlo, por Delicatessen (íd., J.P. Jeunet, M. Caro, 1991). Es más, me atrevería a decir que es una apreciación compartida por el grueso de la redacción de esta publicación, que unos años arriba, unos años abajo, asistimos a su estreno en ese momento iniciático de nuestras vidas en que éramos especialmente permeables a sus muchas excelencias; recuperada con la perspectiva que dan las canas, lo cierto es que sus méritos han resistido francamente bien el paso del tiempo, y no tanto —¡Ay, la pérdida de la inocencia!— alguna que otra chirriante salida de tono. Lo que resulta innegable, hoy como ayer, es que Delicatessen es una de las rara avis irrenunciables del cine europeo, un homenaje a los aromas de la vieja Francia —o séase, Europa— macerado en swing visual, humor negro y ternura. Sí, sí. Ternura y cariño a raudales.
Inclusive por esa inefable comunidad de vecinos, antropófagos a su pesar, que sobreviven como buenamente pueden en un destartalado bloque de viviendas que retrotrae, como de soslayo, al París grisáceo y moralmente hundido de la ocupación. Por más que la mirada, profundamente subjetivada y juguetona, no enfatice la realidad tampoco la niega, focalizándose en las peripecias vitales de unos personajes las cuales dibujan, todas agrupadas, una remembranza tan mágica como oscura, poética y terrible a la vez. Tanto La ciudad de los niños perdidos (La cité des enfants perdus, 1995) como Alien: resurrección (Alien Resurrection, 1997) constituyen, a su modo, sendas derivaciones de amplio espectro de esta caleidoscópica estructura narrativa, que en el caso de la primera sustenta un esplendoroso aparato formal, puro delirio surrealista trufado de referentes estéticos modélicamente integrados en los que el tándem Jeunet-Caro se permiten dar rienda suelta, de modo más exuberante que en Delicatessen, a su pedigrí como animador y diseñador de comics, respectivamente. El resultado es un cuento barroco culterano y decadente, tan arduo en algunos pasajes como subyugante en muchos otros, que nos recuerda que allá por la década de los noventa aún era posible fabular con realidades distópicas de insobornable incorrección política y encontrar, pese a los riesgos inherentes a tal operación, productores europeos —inclusive institucionales— dispuestos a sufragarlas.
Por motivos que no entraré a valorar, Jean-Pierre Jeunet se quedó sólo ante el peligro a la hora de encarar su mayor reto hasta la fecha, pero visto el resultado final lo cierto es que nadie lo diría: Alien: resurrección hace gala de una iluminación tan lóbrega como La ciudad de los niños perdidos —cortesía de ese poeta de lo tenue llamado Darius Khondji— y no escatima en trazo grueso, chistes pasados de rosca y toneladas de desprejuiciada desmesura, convirtiendo por comparación a Alien 3 (íd., David Fincher, 1992) en un ejercicio de contención brechtiana. Convendría sacar tiempo en el futuro para reflexionar con detenimiento sobre los esfuerzos de dos cineastas de personalidad tan contrastada como Fincher y Jeunet para llevar a su terreno los monolíticos postulados de la saga de los xenomorfos, que dieron lugar a dos títulos injustamente masacrados, máxime en la sesgada comparación con los sacrosantos precedentes. Sin negar sus evidentes deméritos, Alien: resurrección constituye un personalísimo homenaje a la serie B europea que, entre el exceso y el delirio, acaba encontrando en el distanciamiento paródico su razón última de ser.
Montmartre somos todos
Vista su filmografía posterior, podemos afirmar sin temor a equivocarnos que Amelie (Le fabuleux destin d´Amelie Poulain, 2001) es la primera obra 100% personal de su autor en solitario; a partir del guión co-escrito por Guillaume Laurant erige una fábula lúdica y ensoñadora, tan subjetivada como sus dos primeras películas pero indefectiblemente determinada por el punto de vista de un personaje-río, que sublima con mirada pura, infantil, el proverbial anecdotario de vidas anónimas, más bien tristonas y desencantadas, con las que el espectador no puede evitar sentirse primero identificado, después conmovido. Antes una sucesión de sketches tragicómicos que un filme sólidamente estructurado, son soluciones creativas tan acertadas como la luminosa fotografía de Bruno Delbonnel o las evocadoras sonoridades de Yann Tiersen, propias en varios tracks de una barraca de feria, las que galvanizan los diversos elementos temáticos definitivamente integrados, mediada la narración, en la preciosa historia de amor entre Amelie (Audrey Tautou) y Nino (Mathieu Kassovitz), corolario definitorio de las intenciones del director. En la medida en que se considere legítima la apuesta estética y emotiva de Amelie su valoración oscilará de maravillosa a sensiblera, pero lo que nadie debería negarle a su máximo artífice, ni siquiera los nihilistas habituales, es coherencia. Y valentía.
Una vez establecido el patrón Amelie, que podríamos resumir a grandes rasgos en filigrana visual, conglomerado de peripecias vitales de desigual interés, énfasis en una visión lúdico-sentimental de la condición humana, los dos títulos posteriores constituirán sendas indagaciones de un universo ficcional cada vez más reconocible; Largo domingo de noviazgo (Un long dimanche de fiançailles, 2004) es a Amelie lo que La ciudad de los niños perdidos era a Delicatessen: un evocador ejercicio de estilo que apela a la épica intimista para ampliar la resonancia de determinados hallazgos temáticos y formales. Micmacs (Micmacs à tire-larigot, 2009) constituye, a su vez, un retorno al lumpen parisino filtrado por el humor absurdo y el gusto por el slapstick, pero se ve aquejado de un exceso de déjà vu. Pese a las bondades de ambos el mejor film de esta etapa apenas excede los dos minutos de duración: como hiciera unos años antes Baz Luhrmann con la inestimable colaboración de Nicole Kidman y Chanel Nº 5, Jean-Pierre Jeunet recrea con maestría para la Maison la efímera belleza del éxtasis amoroso, atrapada para la posteridad en la melancólica mirada de Audrey Tautou. Un sentido homenaje a la poesía cinematográfica que demuestra que el talento no sabe de tamaños, cuotas ni formatos.
Quién sabe si consciente de que la senda de Micmacs conducía, inexorablemente, a las cenagosas aguas de la autocomplacencia, nuestro hombre decide explorar nuevas latitudes; tras el frustrado intento de llevar a la gran pantalla La vida de Pi (Life of Pi, 2001) de Yann Martel —que acabaría dirigiendo Ang Lee— su último largometraje hasta la fecha adapta otra novela, Las obras escogidas de T.S. Spivet (The Selected Works of T.S. Spivet, 2009) de Reif Larsen, cuya premisa central, el descubrimiento de Estados Unidos a través de la mirada ingenua de un pre-adolescente de portentoso intelecto, se adapta como un guante al imaginario jeunetiano. Pese a ello, el filme resultante adolece del mismo defecto que encontramos en anteriores intentos de cineastas extranjeros por aprehender la mítica inherente al americana: la visión elegiaca de los paisajes de Montana, espléndidamente fotografiados (Thomas Hardmeier) y sonorizados (Denis Sanacore) apenas trasciende lo contemplativo, y el drama familiar que se va gestando cadenciosamente ante nuestros ojos no acaba de encontrar la métrica adecuada. En el título menos reconocible de su filmografía, Jeunet se reencuentra consigo mismo, como no podía ser de otra manera, en el viaje en tren de T.S. Spivet (Kyle Catlett) rumbo al lejano Chicago: segmento impregnado de una comicidad esquiva, que rima con añoranza, en el que el periplo del protagonista se torna finalmente interior.
Al término del camino, siguiendo con la metáfora ferroviaria, una vía muerta similar a la que llegó, hace casi dos décadas, con Alien: resurrección. ¿Cuál será su próxima vida? Tras recrear negrísimas distopías, infinitas postales de Francia, capital Montmartre y el ser —y no ser— de la América eterna podemos estar seguros de que en ella no dejará a nadie indiferente. Ya sea en dos minutos, veinte o ciento veinte, Mr. Jeunet está poseído por el fantasma del audio-visual, juguetea con sus resortes, se divierte como el niño que, a lo que parece, no quiere dejar de ser. ¿Hará falta instalarse en un incierto limbo infantil para seguir viendo magia y sensibilidad donde otros sólo perciben irregularidad y displicencia? Quiere uno creer que no, pero por si acaso me concedo el beneficio de la duda. Mal haríamos en no otorgárselo, por añadidura, a este inquieto soñador.