A pesar de que parecía no poder pasar de ser una moda sin fundamento, la vampire exploitation parece nutrirse cada vez con mayor fuerza de la vida que le faltan a sus protagonistas. Aunque como personaje nunca ha pasado de moda, sí que podemos situar al vampiro como objeto de pasión adolescente con especial hincapié en el presente; al fin y al cabo, Crepúsculo (Twilight, Catherine Hardwicke, 2008) abrió la veda al convertir a los vampiros en seres (moralmente) desdentados con los cuales las adolescentes pueden soñar enamorarse en las tórridas noches de sábados con estampados infantiles. ¿La abrió? En realidad ya conocimos en los 90 las bondades de los vampiros (para) adolescentes con Entrevista con el vampiro (Interview with the Vampire, Neil Jordan, 1994), película que “actualizó” el mito vampírico para convertirlo en lo que nunca ha dejado de ser: una fantasía masturbatoria de poder. El único mérito reconocible a Crepúsculo es haber convertido la figura del no-muerto en algo naïf, inofensivo, ausente de todo componente sexual, que es la estela que seguirían, en mayor o menor grado, todas las películas posteriores de esta nueva ola vampírica que nos asola en el presente.
Vampire Academy (íd., Mark Waters, 2014) no es la excepción. La nueva película de Waters, también adaptación de una popular (en su país) serie de novelas juveniles, acepta el reto de convertir a los señores de las tinieblas en ridículos gatitos melifluos imaginando un mundo donde existen aislados en una academia cruce entre Hogwarts, por el componente organizativo y sobrenatural, y West Beverly Hills High School, por el mayor peso de las relaciones interpersonales que cualquier atisbo de lógica narrativa. Aquí empieza y acaba su novedad: en su ausencia. Lo que encontramos en sus 104 minutos de metraje son triángulos amorosos, amores imposibles, amistades imposibles, triángulos amistosos y todos los estereotipos de culebrón adolescente que alguna vez hayamos podido ver alguna vez en televisión, todo ello llevado al inapropiado contexto de una duración que imposibilita cualquier desarrollo serio de la trama; intenta abarcar mucho en poco tiempo, uniendo todas las subtramas amorosas a través de la excusa de la vida en instituto y la conspiración detrás de la misma, haciendo que al final la trama se haga precipitada. Ni son ni se nos antojan vampiros ni consiguen convencer en su necesidad constante de sumergirnos en alguna clase de relación, que siempre se nos presenta como imposible aunque no lo sea tanto.
Y sin embargo, se mueve. La dirección no hace ningún favor al conjunto y el trabajo actoral no pasa de hacer lo mínimo imprescindible, pero algo tiene el guion de Daniel Waters —no olvidemos, autor de la interesante deconstrucción del cine de adolescentes Escuela de jóvenes asesinos (Heathers, Michael Lehmann, 1988)— que consigue mantenernos interesados. Cada giro, cada golpe de efecto, resulta interesante por su capacidad para hilar todo sin necesidad de cuestionarnos cada paso. No se recrea en el drama por el drama, no imposta su oscuridad, sino que conoce los límites del material original y lo aprovecha para darle un tono más distendido al que nos tiene acostumbrado esta clase de producciones. No es grave, oscuro, dramático hasta la náusea, es ligero y consciente de su propia incapacidad de trascender las convenciones de su género.
Convenciones de género que abraza con amor. Si se acepta que más que vampiros nos encontramos ante virginales adolescentes condicionados por los estereotipos más burdos de su género, demasiado obsesionados con el sexo como para conocerlo, o abrazando incluso la clásica historia de la princesa Disney, lo cual daría para un análisis de género que descuartizaría tanto la película como sus referentes —no sin razón, incluso, en términos narrativos: el material se resuelve en el cálculo vampiros-sexo+Beverly HillsxHogwarts+fórmula Disney; o lo que es lo mismo, no pasa del pastiche—, es una película que se puede disfrutar por lo que tiene de soap opera adolescente distendida y comedida. Fuera gravedad insoportable de problemas nimios concebidos como de vida o muerte, fuera decenas de capítulos con giros imposibles y sin mayor sentido que aguantar dos o tres capítulos más en el candelero. Fuera, en fin, el maximalismo. «Contención» es el concepto que define a Vampire Academy en todos sus niveles. Tan contenida está que no puede satisfacer los anhelos cinéfilos o vampíricos, ya que es un producto descafeinado que se conforma con funcionar bien, del mismo modo que no puede satisfacer los anhelos adolescentes de una saga bigger than life, porque quiere abarcar todo sin acabar abrazando nada en particular.
Entre dos tierras, entre dos aguas, entre dos mundos: ahí encuentra su hogar Vampire Academy, algo potencialmente más grande y pequeño de lo que es; una mínima satisfacción general en acto y una gran satisfacción excluyente en potencia. ¿Qué más podemos pedirle a las soap opera de vampiros adolescentes que nos asolan? Seguramente nada más, salvo quizás que acepten ser lo que son.